El mes de agosto ya está más que vencido y estos días que quedan tendrán sabor a lenta despedida por los caminos del robledal y los pinares, recordando al poeta de la Sierra, Enrique de Mesa:
Corazón, vete a la sierra
Y acompaña tu sentir
Con el tranquilo latir
Del corazón de la tierra.
Había pensado, como adiós a este verano serrano, hablar de los pajares
– ya otro día hablé de que poner puertas al campo - que son construcciones tan
típicas como abundantes en estos pueblos del valle y expresión arquitectónica
de una forma de vida rústica ya desaparecida, que sí conoció el poeta.
Algunos de estos pajares fueron remozados por los años cincuenta
(según he oído); algunos otros, por el riesgo de hundimiento, remendados con
paredes de ladrillo tosco o emplastos de cemento en plan vamos apañándonos.
Otros reutilizados como viviendas modernas, y algunos que aún se conservan tal
como eran cuando allí se guardaba la paja y el ganado.
Algo he leído sobre el asunto, pero he visto que no daba para interesar al improbable lector, aunque para el caminante ocioso resulta entretenido observarlos. Edificios cuadrangulares, de paredones levantados en piedra toscamente labrada y sillarejos, unidas por una amalgama de cal y tierra. Otros con muros levantados a hueso, a veces reforzados con cadenas de piedra labrada en las esquinas. Todos ellos cubiertos con tejado de teja árabe, a dos aguas y con pequeño alero, y unos enormes portones claveteados con clavos rústicos como de ferrería, y cerrados por cerrojos de forja que me he entretenido fotografiando. Incluso en Pinilla del Valle he visto un portón adornado con clavos dorados, de cabeza polilobulada, que le dan cierto aspecto de nobleza.
Dejo alguna foto para que el lector paciente vea cómo son: construcciones modestas, sin pretensiones estéticas, y funcionales cuando tuvieron función que cumplir.
Ya que no de arquitectura rústica, y ya en el mediocre presente, podría hablar - con resentimiento, eso sí - de los ruidos urbanitas que acompañan al turismo de aluvión que inunda este pueblo de Rascafría cada verano. Podría hablar de esas músicas, con decibelios llevados hasta el borde del colapso, fomentadas por los responsables municipales para dar satisfacción al pueblo soberano, frustrado por la falta de fiestas patronales a consecuencia de la pandemia; o de esos dispendios en montar plaza de toros para una tarde de novillada que desequilibran el presupuesto municipal, mientras las calles de Rascafría tienen el pavimento a retales y agujereado por la desidia alcaldesca.
O, ya puestos, podría decir de la calle Ibáñez Marín, donde pasamos el verano. Calle que está a espaldas del ayuntamiento, con el arroyo por medio, a cuyo cauce casi seco van a parar los envoltorios de plástico, latas y demás que echa la chavalería. Tiene esta calle un tramo en tierra, con sus buenos socavones, piedras sueltas, y algunos pegotes de hormigón. Para que no falte desidia e incivismo, es habitual defecatorio de perros con pedigrí de clase media urbanita. Calle, por cierto, donde está el único museo de este pueblo, lo cual la dignifica frente a tanta incuria.
Pero mejor, no, no lo haré; no hablaré de esas miserias. Se me notaría
demasiado ese cascarrabias con que todos los viejos vamos equipados de serie,
sobre todo si somos proclives a la soledad y el silencio. Porque este jubilata,
en cuestión de ruidos, pierde el control y las buenas maneras y puede jurar con
grandes cagamentos. Quizás por eso, ni siquiera planteo la disyuntiva entre el
rumor de los arroyos y la soledad del pinar, por un lado, frente a la birra en
terraza. Cada cual en su mundo está bien.
Podría fabular sobre esos encuentros con mozas serranas, por los
caminos de la sierra, que el Marqués de Santillana, o el arcipreste de Hita,
tuvieron y pusieron en verso. O hacer coplas de arte mayor como la de don
Rodrigo Manrique, señor de Paredes de Nava, allá por el siglo XV:
De Lozoya a Navafría
acerca de un colmenar
topé serrana que amar
tod ombre codicia avría,
solo que el improbable lector no me creería si le dijese que por los
caminos de la sierra uno se va tropezando con fermosas vaqueras o caballeros
poetas, enamorados de ninfas serranas a las que sofaldear. Es cierto que este
jubilata se cruza de vez en cuando con alguna moza por los caminos, pero no es
serrana a la que un jubilata serio pueda requebrar en verso o tirarle los tejos,
sino más bien alguna runner en mallas y zapatillas deportivas que no
está para requiebros micromachistas, o alguna mozuela garrida pedaleando en su
bici deportiva con energía gimnástica.
Ya me gustaría, ya, como a don Íñigo López de Mendoza cuando se
encontró con Illiana de Lozoyuela, tropezarme con una serranilla de cara de
rosa y oliendo a romero silvestre, aunque solo fuera por poder cantarle en
coplas:
Allá en la vegüela
A Mata´l Espino,
En ese camino
Que va a Loçoyuela,
De guisa la vy
Que me fizo gana
La fruta temprana
…Loçana,
¿e soys vos villana?
Pero me temo que este verano no va a poder ser. A lo mejor el que
viene… Ya se lo contaré al improbable lector, Dii iuuantes.
Nunca mejor descripción he leído de un jubilata enamorado del Valle y admirando hasta el pequeño detalle de puertas, ventanas, cerrojos y pajares. Paseando y caminando ya unos cuantos veranos saboreando la soledad, el silencio, admirando la naturaleza con ojos de sabiduría agarradito de su querida Santa (Teresa su mujer).
ResponderEliminarGracias Juanjo por estos relatos maravillosos. Un abrazo Mercedes
Me llegan hasta aquí tus sollozos de hombre sufrido por un quítame allá estas vacaciones; en el sitio que tu quieres, donde encuentras casi todo lo que gustas y dueles casi todo lo que te dicen tus escritores que para eso están. Yo te digo que vendrán más veranos y que más vaqueras hermosas se aprestarán a cruzarse en tus andanzas más alla de la frontera de lo real, dando así luz y vida a tu día, a vuestro día. Eso te deseo, querido amigo.
ResponderEliminar..más agradable, mucho más que hablar de los ruidos, olores y algazaras de otros años..
ResponderEliminarBuen día vecino..!!