Imagínese el improbable lector: uno está tranquilamente en su casa, entretenido en sus cosas de jubilata moderadamente feliz, cuando suena el teléfono impertinente.
Uno deja el asunto en que se entretenía, verbigracia: leyendo un novelote de 862 páginas referente a la invención del cristianismo por parte de Prisciliano, bajo el mandato de Constantino el Grande, quien quiere unificar el imperio bajo una sola religión. Tremendo. Un tanto indigesto desde el punto de vista narrativo, pero con pretensiones de veracidad, según documentos aportados por el autor. Podría encasillarse entre aquellas novelas de tesis del XIX, como las de Pedro A. de Alarcón, don Benito el Garbancero, o el montañés José Mª Pereda. Pero con menos oficio.
O bien, uno
está enfrascado en una partida de ajedrez donde tu rey enrocado está sufriendo
el ataque con la dama (D f5) y un alfil (A e4) del contrario, en lo que suelen
llamar “el trenecito”. Estás en una febril actividad neuronal para que no te
den matarile.
O bien, hoy te
toca hacer de master chef doméstico y estás preparando una sopa de espárragos,
plato típico ribereño que aprendí de mi madre. Todos los ingredientes están
sobre la encimera y en orden de batalla, dispuestos a entrar en liza.
Pues eso, de repente suena el teléfono. Tu concentración se va al garete.
El teléfono
insiste, insiste. Tú empiezas a ponerte de los nervios.
El teléfono,
por fin, se calla. Tú empiezas a recomponer tu equilibrio neuronal para
orientar todas tus energías mentales al asunto en el que estabas.
Pero era una
falsa tregua. A los pocos minutos, el teléfono vuelve a sonar con insistencia
malévola. Miras la pantalla. Es el mismo número de antes. Te cabreas y empiezas
a desbarrar. Ni puedes leer, ni puedes cocinar y, lo que es peor, te han dado
jaque mate por pardillo, cuando lo estabas viendo venir.
Dispuesto a
estrangular al llamante, coges con rabia el teléfono y dices un ¡¡¡¡DIGA!!!! que
es como un cagamento. Es una ONG que quiere salvar a las mujeres afganas del
maldito burka; es una ONG que quiere vacunar a los haitianos contra el cólera;
es una ONG que quiere construir escuelitas para niños africanos perdidos en la
sabana de no se sabe qué república africana; es una ONG animalista…
Te muerdes la
lengua y aguantas el speech (puto anglicismo por discurso) del
captador de donativos quien, al notarte tan dócil, no solo quiere una
aportación puntual, sino hacerte socio de cuota mensual para suprimir el denigrante burka
de las mujeres afganas, para comprarles miles de vacunas contra el cólera a los haitianos,
para fabricar muchas, muchas escuelitas para niños africanos, para dar un hogar digno a perros abandonados por sus pérfidos amos…
Te juras que
nunca, nunca, pero nunca más volverás a coger el teléfono cuando se trate de un número desconocido.
Pero eres un
ingenuo. El teléfono sonará varias veces a lo largo del día y durante días
consecutivos, semana tras semana. El acoso no da tregua. Tú no coges el
teléfono, pero a ellos les da igual. Estás en la lista de posibles donantes y
allí seguirás hasta la consumación de los siglos, sufriendo el acoso telefónico. Como si estuvieras
confinado en aquel círculo infernal donde el Dante aherrojó a los tontos de
capirote.
Dilecto, aunque
improbable lector, no es coña. El acoso telefónico no cesa desde octubre. He
tenido la paciencia de anotar las llamadas de este mes y, de momento, ya son veintiuna,
hoy día 10 de noviembre en que escribo esta entrada en mi bitácora. De todas ellas,
seis en el móvil. Solo seis porque las mando a ese limbo de los números bloqueados,
hasta que se han dado cuenta. El resto de llamadas se acumula en el teléfono fijo, tan desvalido el pobre
frente a las agresiones de los call center humanitarios.
Te evito,
paciente lector, la relación de los números telefónicos desde los que han llamado a casa,
con sus horas y sus días correspondientes. Pensaba dejar aquí la relación de
todos ellos – a modo de exposición en la picota – para vergüenza pública, pero
me parece una crueldad innecesaria hacia ti, lector. Ya es bastante con que
tengas la paciencia de leer todo lo anterior.
Y no es que
este jubilata tenga inquina a las ONGes, porque he sido voluntario en una
durante tres años y colaboro, como donante, con dos prestigiosas; es que me
niego a que una barahúnda de ellas, con la excusa de salvar a la doliente humanidad, se empeñe en atosigarme para esquilmarme el vellón,
como si fuera una oveja merina.
Por no insistir más, añadiré una experiencia al alcance de cualquier contribuyente: Si uno, por la mañana temprano, sale del metro de Callao, cruza su plaza y baja por Preciados hacia Sol, se verá asaltado, cada pocos pasos, por un voluntario (él o ella) dispuesto a inscribirle en la ONG que le tiene allí, a pie quedo, a la espera de que un alma bondadosa se dé de alta y así poder cobrar una pequeña comisión.
Y si te escabulles, habrá otro al acecho diez pasos más abajo. Tienen patente de corso y tú eres un navío al pairo.
¡Qué via má amarga!, como dice mi vecino el depre.
No es que me alegre de tu situación, amigo Carlos, pero mal de muchos...
ResponderEliminarPues, por favor, explicadme cómo se puede responder a una llamada de teléfono si se tiene el fijo desconectado y el móvil en modo silencioso. A mi no es que me disguste el silencio desde luego. Pero responder a los pocos amigos sin sonido, es como quitarle la campanilla al portón del monasterio.En fin. Abrazos a ambos amigos queridos.
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