lunes, 13 de diciembre de 2021

La belleza de lo sencillo. -

 


El caso es que este domingo pasado he ido, por causalidad, a ver una exposición de Giorgio Morandi a la fundación Mapfre. También es cierto que la visita estaba prevista en mi apretada agenda de jubilata ocioso, pero no para tan pronto. La culpa fue del transporte público, que me hizo perder mucho tiempo y me obligó a cambiar de planes sobre la marcha. 

Porque eso de cambiar de planes en  un visto y no visto es lo que tenemos de bueno los mayorones ociosos; o sea, que somos muy versátiles a la hora de tomar decisiones y capaces de navegar incluso con el viento de proa. Dicho queda a modo de justificación del por qué de esta visita improvisada.


Pues eso. Morandi es, con sus estantes de botellas alineadas, sus tarritos, sus vasos, sus floreros y demás poterie, reproducidos con mínimas variantes hasta la saciedad durante años, un remanso de paz tras la barahúnda atropellada de las vanguardias del siglo XX. Es una pintura de temática repetitiva, con ligeras variantes, que tiene como objeto “alcanzar la realidad de las cosas”, según nos dice el propio pintor. Y nosotros, observadores atentos, estamos convencidos de alcanzar esa realidad en la pura sencillez de sus composiciones.


Pero no es que esas escenas repetitivas de menaje doméstico nazcan de la nada. Es que tienen un aire como de composiciones cubistas, pero apaciguadas por la tranquilidad que proporciona la representación de objetos inanes alineados sobre un anaquel. Porque, según se ha dicho, la pintura de Morandi pretende ponernos en contacto con la realidad a través de los objetos cotidianos. Y uno agradece tan modesta pretensión, pues le da al observador atento aquel sosiego doméstico de cuando era niño y veía la vajilla doméstica alineada en el vasar de la cocina.

Pero hay algo más en la intención, esa mañana de domingo, de nuestro admirado Morandi en sus floreros con sus modestos ramilletes de flores silvestres. Hay como una intención de recordarnos las “vanitates” barrocas: la belleza que se marchita y nos recuerda aquella poesía de Góngora; …se convierta en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”.


Y que el improbable lector sepa perdonar estos trenos gongorizantes, alejados de la simplicidad de la pintura de Morandi. Téngase en cuenta la formación escolar de quien esto escribe, que fue bachiller en letras y es cosa que marca para toda la vida. 

De todas formas, esos ramilletes de flores efímeras contrastan con la durabilidad que les da la pintura al plasmarlas sobre el cuadro, quedando fijadas en el tiempo. Ser a la vez fímero y permanente, es el milagro del arte.

Así, el observador se encuentra ante la apreciación estética de las imágenes en su simplicidad más elemental, a la vez que reflexiona sobre el paso del tiempo. Aunque eso de conjugar la simplicidad estética con la fugacidad del tiempo, claro está, lo hará si tiene cuerpo para meterse en filosofías de difícil desentrañamiento por el simple hecho de ver un florero de factura sencilla – apenas unas gamas de blancos degradados en tonalidades para insinuar volúmenes -.

Porque esa particularidad tiene la pintura que vemos esta mañana de domingo: que el señor Morandi ha empleado el color blanco degradándolo en distintos tonos, convirtiendo el objeto en una casi abstracción. Nada hay más abstracto y surrealista que la pura realidad, decía el pintor. El visitante, que ha de fiarse de lo que pensaba el autor mientras pintaba sus botellas y cacharritos alineados sobre la mesa, no está dispuesto a contradecirle. Ni se atreve.

También en la exposición puede uno ver toda una colección de aguafuertes en los que las zonas de la plancha, no mordidas por el ácido, dan, sobre el soporte en papel, volúmenes a las imágenes.  Son grabados que representan paisajes, naturalezas muertas, floreros, usando del blanco del soporte, gradaciones en negro y grises de las tintas. Y no se moleste el curioso en leer las cartelas con los títulos buscando una explicación, porque éstos le dirán: Natura morta con quattro, quinque, dieci… oggetti.


Y ya fuera del menú. Al entrar en la primera sala, llama poderosamente la atención el extintor, de un rojo intenso, sobre su soporte vertical, como un guardián protector de tanta obra delicada como allí se expone. El contraste entre la solidez cilíndrica y rojiza – y hasta un poco agresiva – del extintor y la liviandad de la larga serie de botellas y vasos de los cuadros, debería ser objeto de reflexión por parte del visitante.  Pero en el contexto tan formal de una sala de exposiciones, si el visitante se siente fascinado por la dicha solidez cilíndrica del extintor, o es un esteta excéntrico, o le está buscando tres pies al gato. Y no es plan, oiga…

2 comentarios:

  1. Pues me ha gustado tu esquisita atención ya preparada desde el inicio a no perder ripio de nada de lo que se te ofreciera en tan afamado local. Ese extintor bien pudiera ser anuncio brumoso de la próxima extinción de A/ Nuestra especie B/ las galaxias todas C/ Las galerías de arte c /esa en particular. Abrazos atento amigo.

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  2. "Thank you for nice information
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