jueves, 24 de marzo de 2022

Vidas paralelas.-


Fue como una invitación a la rechifla. Cuando el señor Ossorio, portavoz y consejero de Educación del PP en la Comunidad de Madrid, miraba debajo del atril buscando pobres, me acordé. El hombre de buen traje y apostura ponía todo su afán en ver si encontraba algún pordiosero del millón y medio de pobres o en riesgo de exclusión social de los que habla el último informe de Cáritas. Nadie le había dicho que no los encontraría desde lo alto del podio desde donde ejercía su portavocía frente a los periodistas; que para eso había que salir a la calle y mirar por los barrios más desfavorecidos de la capital del reino.

Digo, pues, que era inevitable acordarme de una historieta que escribí hace ya años, cuando era alcalde de Madrid don Alberto Ruiz Gallardón. El señor Ruiz Gallardón, cuando iba a su despacho en coche oficial, sí veía a los pobres mendigando por las calles céntricas de Madrid y le daba vergüenza ajena, pensando en los millones de turistas que venían a visitarnos cada año.

Tuvo la ocurrencia alcaldesca, que no pudo llevar a efecto, de asignar una ayuda de supervivencia a los pobres de solemnidad acreditados en la villa y corte. La idea era sacarlos de las calles y almacenarlos en pensiones y alojamientos de batalla. La ocurrencia, ya digo, quedó en alcaldada genial y bienintencionada, aunque no operativa. A un servidor le sirvió para idear la historia apócrifa del mendigo Guripa, que paso a relatarte, improbable lector, por si te interesa.

Dice así:

Antonio, al que llamaban el Guripa los del gremio de la mendicancia, era hombre de buen conformar y nada quejoso del sistema establecido. Era mendigo y lo de vivir en la calle tenía, en su opinión, sus ventajas: la ciudad era su casa, por la que no pagaba ni hipoteca ni impuestos. Era como vivir en un hotel enorme. Una noche dormía en un banco público, otra en el quicio de un negocio en quiebra, o si hacía frío, en el vestíbulo de una Caja de Ahorros, junto al cajero automático.  Era lo que más le gustaba. Saberse cerca de aquella máquina con las tripas llenas de euros le hacía sentirse importante. Era como ser millonario, pero sin tener que esconder el dinero en un paraíso fiscal. Se acurrucaba con la espalda contra el cajero y sentía cómo, desde los entresijos de la máquina, llegaba un ronroneo satisfecho, como de gato bien alimentado. A veces, soñaba que dormía abrazado a un fajo de billetes.

Lo de comer tampoco le suponía mucho problema. Cuando no le daban en un comedor de beneficencia, bastaba con meter la mano en las papeleras y siempre se encontraba algo; si quería darse un banquete, iba a los súper o a las fruterías cuando echaban el cierre. Allí, dentro de los contenedores, siempre encontraba yogures pasados de fecha, pizzas y empanadillas pasadas de fecha, bollería pasada de fecha, frutas podres pero aprovechables. Tenía buen diente (tres, exactamente) y no hacía ascos a nada. Lo de la fecha de caducidad tampoco le preocupaba demasiado al Antonio; al fin y al cabo, él no gastaba calendario y era incapaz de distinguir un domingo de un jueves. No hay nada como la carpanta para que todo te sepa a gloria, pensaba Antonio el Guripa, mientras hozaba en los contenedores.

– Guripa, – le decía el Medardo, un compañero de profesión – eres el tío más feliz que conozco. Y el Guripa, o sea Antonio, sonreía enseñando las encías viudas y los tres dientes cariados.

En cuanto a los pequeños vicios como el tabaco y el cartón del Tío de la Bota, siempre conseguía algunas moneditas en la puerta de la iglesia. Eso sí, un puesto en la puerta de la iglesia era como ser funcionario. Había que hacer oposiciones para ganárselo y, una vez con la plaza en propiedad, vigilar la competencia desleal de los gitanos rumanos. Él, después de varios meses de interino y a fuerza de sobornos a los veteranos de allí, había logrado plaza en el tercer escalón de la parroquia Nuestra Señora de la Constipación. La gente caritativa que iba a misa le daba buenos consejos: Antonio, no te emborraches; Antonio, no fumes, que es malo para la salud; Antonio, no robes, que es pecado y el Señor te castigará....

– Señora – respondía él educadamente – soy pobre, no banquero. Usted disimule, si ofendo…

Además de buenos consejos para la salud del cuerpo y del alma, aquellos buenos cristianos le daban moneditas de cobre que él guardaba celosamente en un pañuelo añudado con tres nudos. Luego, con la chatarra de monedas, hacía montoncitos: las de un céntimo en un montón, las de dos en otro, las de cinco en otro más, y en cuanto los montones alcanzaban la altura de un cigarrillo, iba a una tienda de chinos y se compraba el cartón de vino. Luego, brindaba por la salud de sus benefactores: sangre de Cristo, cuánto ha que no te he visto…; y, a cada trago que daba, el mundo le parecía perfecto.

Era el señor alcalde quien no encontraba el mundo perfecto. Al señor alcalde, por aquello de las elecciones, no acababa de gustarle tanto desarrapado y pobre de pedir como había por el centro de la ciudad. Una babel de mugrientos y mendigos de toda calaña, lengua y procedencia que vivía de la sopa boba y afeaba el paisaje urbano de la capital. No es que el señor alcalde tuviera nada contra los mendigos, no. Es que afeaban el paisaje urbano, ya se ha dicho. Pura cuestión – según la prensa adicta –, de estética urbanística y de justicia social, si bien se miraba el asunto.

– Porque, vamos a ver, – decía doña Claudia – por qué los pobres de pedir no pagan impuestos, ¿eh? El gobierno nos tiene fritos a las personas honradas y éstos, señalando al colectivo mendicante, a la sopa boba…

Doña Claudia acudía a misa de siete todas las tardes y, a la salida, siempre repartía unas moneditas entre la pobretería de la parroquia de la Constipación según el escalafón establecido por leyes no escritas. A los situados en el atrio de la iglesia – por estar más cerca del Señor, afirmaba con buen criterio la beata – les daba diez céntimos. Según descendía la escalinata hacia la calle, iba bajando el estipendio, de forma que, a los que estaban en la calle, a la puerta del templo, solo les daba un “Dios le ampare, hermano”. Al Guripa, que pedía en el tercer escalón, le correspondían siempre cinco céntimos. El incremento por desviación del IPC anual no contaba a efectos caritativos.

– A ver por qué los pobres no pagan impuestos – insistía ella, un día que hablaba de lo mal que está todo con el señor párroco, justo cuando pasaban al lado de Antonio.

– A ver… – dijo éste – y las putas, tampoco, y ganan más que nosotros… Y se divierten más, iba a decir, pero se calló a tiempo. Fue consciente de que pisaba tierra sagrada, y eso le contuvo.

El comentario le costó al Antonio bajar dos escalones en el escalafón pedigüeño, del tercero al quinto. A partir de entonces, doña Claudia solo le daba dos céntimos, y eso con cara de asco. Fue el único tropiezo serio que tuvo en su carrera de pobre de pedir. Eso y lo de aquella noche de enero, que llegaron unos bandarras mamados de calimocho y le rompieron la crisma al grito de ¡¡Emigrantes fuera!! De nada le sirvió decir que él era nacido en Socuéllamos, le zurraron igual. Claro que el Antonio era de natural optimista y no se lo tomó a la tremenda. Llegó la policía municipal, llamaron a una ambulancia que le llevó a la casa de socorro. Allí le curaron, le dieron una ducha y ropa limpia, y durmió calentito toda la noche. Mejor que en el cajero.

Pero las preocupaciones del señor alcalde eran más graves. Según las estimaciones, este verano pasarían por la capital cuatro millones de turistas, y a la capital de la octava potencia económica mundial había que lavarle la cara. Y, encima, estábamos en periodo electoral.  Había que barrer a los mendigos para dar buena imagen, había que ganar las elecciones y había que buscar préstamos en el mercado financiero chino para refinanciar la deuda municipal. El señor alcalde estaba que no dormía de preocupaciones.  Pero al Guripa, que acababa de encontrarse, en un banco del parque, medio sándwich de sobrasada, no se le alcanzaban estos quebraderos de alta política. Masticaba con sus tres dientes y miraba las pantorrillas de unas turistas alemanas.

Por su parte, el señor alcalde no tenía nada personal contra los mendigos, nunca se insistirá bastante. De hecho, cuando le llevaban en el coche oficial, desde su residencia al despacho en la Alcaldía, ni los veía. Se pasaba el trayecto leyendo informes y hablando por el móvil, y ni se daba cuenta de la cantidad de turistas que pululaban por la Gran Avenida. Cuánto menos del Guripa, que se rascaba las greñas junto a la fuente de la Mariblanca.

Una ordenanza municipal estableció que, desde el día siguiente a su publicación en el Boletín Oficial del Ayuntamiento, la mendicidad quedaba prohibida en todo el término municipal y el variopinto colectivo de los sintecho (con independencia de su procedencia, lengua, color de piel o religión) debía integrarse en la sociedad, so pena de confiscación de limosnas, acoso policial en vías públicas y, en su caso, prisión sin fianza. La mugre era un desdoro a erradicar y la ciudad, sin mendigos que la afearan, sería el espejo en el que se miraría toda Europa. El señor alcalde subió en intención de votos como la espuma.

Antonio, privado de su medio de subsistencia, al principio andaba desorientado. Ya no podía escarbar en los cubos de basura, ni dormir en los cajeros, ni tumbarse en un banco público. Incluso en las gradas de Nuestra Señora de la Constipación, doña Claudia dejó de repartir sus limosnas que, a partir de entonces, echaba en el cepillo de Santa Rita. Por su parte, el señor párroco conminó a los pedigüeños de plantilla a que abandonaran su puesto de trabajo en la escalinata del templo y se reintegraran a una vida laboriosa.

Como tanto mendigo como hay por esas calles no puede esconderse debajo de la alfombra, el Consistorio decidió dar una asignación mensual de 300 euros y convertir a los pobres de pedir en parados de larga duración. Con lo que se lograba una hábil maniobra política: de un plumazo, desaparecían de las calles 900 (así, a bulto) mendigos, que pasaban a integrar las listas de parados. Un porcentaje imperceptible, habida cuenta las estadísticas del paro. Además, todo el mundo sabe que el paro siempre es culpa del gobierno y eso le produciría unos réditos electorales suplementarios al señor alcalde.

Pasadas las primeras semanas de desconcierto, Antonio se adaptó a la nueva forma de supervivencia. Con los 300 euros, alquiló, a medias con su colega Medardo, una habitación en una pensión de la Cava Baja. Cada mañana, se iba a la cola del INEM y se codeaba, no solo con peones de la construcción, sino con fisioterapeutas, oficinistas, informáticos, licenciados, economistas en paro… Con su optimismo característico, descubrió que acababa de ascender en la escala social, de mendigo a parado, cuando lo normal era hacer el camino al revés.

El señor alcalde, por su parte, había dejado la ciudad libre de mendicidad y las encuestas sobre intención de voto le daban como ganador. Antonio el Guripa, olvidada su despreocupada vida de mendigo, tuvo que adaptarse a su nueva profesión de parado de larga duración: abrir una cuenta corriente para recibir el subsidio, inscribirse en las listas de votantes y contribuyentes, comprarse un móvil, ver la tele, darse de alta en el Twitter, pagar facturas con IVA, aguantar el acoso de los bancos para que comprara fondos de inversión y de las operadoras de telefonía que le ofrecían tarifa plana en Internet, y todas esas obligaciones que conlleva el ser un ciudadano de pleno derecho.

El señor alcalde se había librado de un problema. Antonio, el ex mendigo Guripa, comenzaba a tenerlos.                                                         

2 comentarios:

  1. Genial. Pero has olvidado decir que doña Claudia no sabía que los dineros que depositaba en el cepillo se Santa Rita eataban también libres de impuestos.
    Antonio

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  2. El guripa debería conocer a las influencers de León que son unas cusifais chachis que le harían la vida agradable, ahora que ya es un personal del laburo y de la integración. Juan jo! que vida ésta.

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