miércoles, 9 de marzo de 2022

El reto.-

 


Es condición del jubilado tener más vida vivida que por vivir. Por eso, de tarde en tarde, echa uno la vista atrás para no olvidar lo vivido. Pues si mira hacia delante, aun cambiando la experiencia por la esperanza, ignora lo que vivirá, cuánto  y cómo. 
Viene al caso lo dicho, estimado e improbable lector, porque este jubilata, de vez en cuando, hace prospecciones arqueológicas en la memoria externa de su ordenador. Allí está la única referencia cierta de lo que un servidor dejó escrito mientras vivía, porque escribir es una forma de constatar que se vivió. 
Trascendencias aparte, escarbando en los posos estratigráficos de lo allí acumulado, encontré este pequeño relato, escrito en 2003, en un taller de escritura al que solía asistir. Te lo paso por si quieres entretener un rato tus ocios. Dice así:

 

“Era la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente…”, y a él le pareció que, a partir de este arranque, tomándose su tiempo, lograría escribir un buen relato. Al fin y al cabo, le habían despedido del trabajo, y no tenía nada mejor que hacer... Aunque, no, no estaba dispuesto a que Cristina, profesora del taller de escritura creativa, le impusiera condiciones a la hora de escribirlo, y decidió que se saltaba las reglas del juego que previamente les había dado.

Que aquella camarera anoréxica, de ojos como simas, hubiese pasado una temporada a la sombra no tenía para él ningún interés, aunque sí apreciaba su profesionalidad: nadie como ella preparaba aquellos cafés negros y cremosos. Y si no, que se lo dijeran a Clara, su amiga feminista, con la que acostumbraba a reunirse en aquel bar.

Por lo demás, no le parecía a él que haber llamado babuino a su jefe fuese motivo suficiente de despido; pero así fue, porque al imbécil se le ocurrió mirar el diccionario. Este fin de semana prescindimos de sus servicios, le había dicho aquel papión cinocéfalo. El maldito catarrino le había despedido, y todo por un exceso verbal puramente zoológico. Como si ser culto fuese un delito.

Y por eso estaba allí Clara; para consolarle, como otras veces. Feminista militante, había sido en los quince últimos años su mejor amigo, su camarada, su confidente y su paño de lágrimas, pero nunca se habían acostado juntos. A ella no le hubiese importado: total, un intercambio de fluidos corporales y un poco de calistenia sexual. Ella le solía insistir: mejor con un amigo que con un desconocido. Pero a él le humillaba saberse tratado como hombre objeto por aquella fémina de ovarios poliédricos, y nunca accedió.

Lo del despido era irremediable y uno de tantos episodios lamentables, consecuencia de su inadaptación al medio. Clara, como siempre, se lo hizo ver con la contundencia que ponía en sus opiniones, más brutales cuanto más sinceras, a fuerza de amistosas. – Vete de esta ciudad. En Valladolid tengo una amiga que te dará trabajo. Ya he hablado con ella – le animó. Y encendió un cigarrillo.

Pero quedaba pendiente un asunto que debía resolver en una hora escasa: lo del reto que le habían propuesto a través del correo electrónico. Sólo quería demostrar que, al menos en eso, era capaz de hacerse valer. Pero, por otro lado, le reventaba ajustarse a normas impuestas por aquella engreída de Cristina.

Y qué si ha ganado un premio de relatos – le comentaba a Clara –. Eso no le da derecho a complicar la vida a la gente. Podía echarnos una tarea más fácil ¿No crees?

Pues escribe un micro relato – le sugirió ella –, y deja de darle vueltas, hombre. ¿Quién te mandó meterte en un taller de escritura?

La idea podía funcionar. A ver: “Era la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente, y a él le pareció que... el tipo acodado en la barra era un madero de mala baba, y que se dedicaba a acosarla.

Puesto que le habían echado del trabajo y se iba de la ciudad antes de una hora, no perdía nada haciendo el quijote por aquella anoréxica de ojos demoledores.

Eh, oiga, deje de molestarla – dijo con voz que pretendía ser segura.

El poli le miró con sorna: Ésta no necesita caballeros andantes. Al último lo disolvió en nitrógeno líquido, y ella dice que se fue de viaje. – Y añadió – métase en sus asuntos, amigo.

Pero él estaba fascinado por los ojos dinamiteros que le sirvieron el café, y no se resignó al gesto despectivo del secreta: “Mucha pistola y poca vergüenza, es lo que tiene usted” – le dijo. Y observó a la mujer de mirada con destellos de goma-2 acorralada tras la barra. Por poco tiempo. El policía metió la mano en la sobaquera y le partió la boca con un certero culatazo de su pistola.

Cuando recobró el conocimiento, se descubrió a sí mismo sin dientes, empuñando la pistola y el cuerpo del policía cubierto de sangre. La camarera ya no estaba allí, el sobre de la paga con el finiquito, tampoco”. – Leyó en voz alta.

Dos objeciones – apostilló Clara, siempre en cuarto jodiente – La camarera no debe aparecer en el nudo de la acción, condición indispensable impuesta por tu profesora; y el desenlace con asesinato ya lo empleó, Jose, tu compañero de taller de escritura. Que seas un fracasado reincidente no justifica tu pobreza imaginativa.

De eso nada – protestó él -, ya te lo he dicho: no pienso hacer caso de Cristina. Ella que diga lo que quiera, que yo haré lo que me dé la gana.

Conozco tus rabietas. Sólo sirven para ocultar tu temor a las mujeres –. Ella, parsimoniosa, buscaba un nuevo cigarrillo en su bolso. – No soportas que valgamos más que tú.

No sé ni cómo te aguanto – protestó de nuevo él –. Me acosas sexualmente, me humillas porque me niego, y, encima, me reprochas mis fracasos. No entiendo por qué soy tu amigo.

Porque soy la única persona que te quiere. – Clara sorbió un poco de café y dio una calada al cigarrillo. –  Inténtalo de nuevo, cariño – añadió.

A regañadientes, inició otra vez el relato: “Era la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le sirvió un buen café caliente, y a él le pareció que... tenía aspecto de drogata a medio regenerar: extremadamente delgada, manos huesudas y venas azules, y unos enloquecedores ojos brillantes, consecuencia de sus viajes alucinados a lomos del caballo.

Somos complementarios – pensó –, Unos cabalgan quimeras ocultas en agujas hipodérmicas, mientras que a otros nos cocea la rutina. Si ella me quisiera, volaríamos juntos.

Y, por qué no. Tomó el café y regresó al trabajo en la farmacia. Cogió las tijeras, acorraló a su jefa en la rebotica, forcejearon y le abrió dos ojales gemelos en la garganta. La verdad, le tenía ya ganas. Demasiados años aguantando a aquella arpía.

No me despides, que me voy – dijo él, jadeando por el esfuerzo.

Abrió el armario de seguridad, cogió las anfetas, las ampollas de morfina, antidepresivos y ansiolíticos. Cualquier pastilla que sirviese para desbocar un cerebro. Vació la caja registradora y fue a buscar a su compañera de viaje. En una hora, la libertad.

Ella le dijo: pierdes el tiempo; ya no viajo, ya no sueño, ya casi ni soy. Sólo el cuerpo me sobrevive. Su desaliento era más negro que el café que le ponía en ese momento – Éste va de mi cuenta.

Y ella cogió el teléfono para llamar a la policía.

A ver qué te parece esta vez –. Pero no miró a Clara, sino a la camarera. Ésta llevaba casi una hora oyendo sus historias y cabreándose por momentos. Eran ya cuatro años, desde que salió del talego, aguantando tras la barra a fulanos de todo pelaje: borrachos domésticos, graciosos de barrio, machistas acomplejados, babosos hambrientos de sexo, depresivos que se sicoanalizaban gratis a cambio de una cerveza... Pero nunca, nunca, ningún fracasado la había herido tanto. Le hacía recordar una y otra vez el gran fracaso que era su vida. Y el tipo insistía, insistía. Y, encima, se lo preguntaba a la cara, con todo descaro…

No aguantó más. Se puso frente a él, mostrador por medio, y con un porta de la cafetera, de un golpe certero, le aplastó las narices. Pillado de improviso, se cayó del taburete y se quedó sentado en el suelo, de culo, frente a las piernas de Clara. Incapaz de entender, sólo acertó a observar que ella vestía una minifalda. Que la frontera entre ésta y aquellos muslos de mujer cabal era una zona que nunca había explorado; que ya eran quince años, y que ya iba siendo hora.

Acuéstate conmigo, Clara – hipó, mientras escupía posos de café.

Clara daba la última calada a su tercer cigarrillo – ha pasado tu hora, mi amor.

 

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