Es condición del jubilado tener más vida vivida que por vivir. Por eso, de tarde en tarde, echa uno la vista atrás para no olvidar lo vivido. Pues si mira hacia delante, aun cambiando la experiencia por la esperanza, ignora lo que vivirá, cuánto y cómo.
“Era
la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le
sirvió un buen café caliente…”, y a
él le pareció que, a partir de este arranque, tomándose su tiempo, lograría
escribir un buen relato. Al fin y al cabo, le habían despedido del trabajo, y
no tenía nada mejor que hacer... Aunque, no, no estaba dispuesto a que
Cristina, profesora del taller de escritura creativa, le impusiera condiciones
a la hora de escribirlo, y decidió que se saltaba las reglas del juego que previamente
les había dado.
Que
aquella camarera anoréxica, de ojos como simas, hubiese pasado una temporada a
la sombra no tenía para él ningún interés, aunque sí apreciaba su
profesionalidad: nadie como ella preparaba aquellos cafés negros y cremosos. Y
si no, que se lo dijeran a Clara, su amiga feminista, con la que acostumbraba a
reunirse en aquel bar.
Por
lo demás, no le parecía a él que haber llamado babuino a su jefe fuese motivo
suficiente de despido; pero así fue, porque al imbécil se le ocurrió mirar el
diccionario. Este fin de semana prescindimos de sus servicios, le había dicho
aquel papión cinocéfalo. El maldito catarrino le había despedido, y todo por un
exceso verbal puramente zoológico. Como si ser culto fuese un delito.
Y por
eso estaba allí Clara; para consolarle, como otras veces. Feminista militante,
había sido en los quince últimos años su mejor amigo, su camarada, su
confidente y su paño de lágrimas, pero nunca se habían acostado juntos. A ella
no le hubiese importado: total, un intercambio de fluidos corporales y un poco
de calistenia sexual. Ella le solía insistir: mejor con un amigo que con un
desconocido. Pero a él le humillaba saberse tratado como hombre objeto por
aquella fémina de ovarios poliédricos, y nunca accedió.
Lo
del despido era irremediable y uno de tantos episodios lamentables,
consecuencia de su inadaptación al medio. Clara, como siempre, se lo hizo ver
con la contundencia que ponía en sus opiniones, más brutales cuanto más
sinceras, a fuerza de amistosas. – Vete de esta ciudad. En Valladolid tengo una
amiga que te dará trabajo. Ya he hablado con ella – le animó. Y encendió un
cigarrillo.
Pero
quedaba pendiente un asunto que debía resolver en una hora escasa: lo del reto
que le habían propuesto a través del correo electrónico. Sólo quería demostrar
que, al menos en eso, era capaz de hacerse valer. Pero, por otro lado, le
reventaba ajustarse a normas impuestas por aquella engreída de Cristina.
Y qué
si ha ganado un premio de relatos – le comentaba a Clara –. Eso no le da derecho
a complicar la vida a la gente. Podía echarnos una tarea más fácil ¿No crees?
Pues
escribe un micro relato – le sugirió ella –, y deja de darle vueltas, hombre.
¿Quién te mandó meterte en un taller de escritura?
La
idea podía funcionar. A ver: “Era la
misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le
sirvió un buen café caliente, y a él le pareció que... el tipo acodado en la barra era un madero
de mala baba, y que se dedicaba a acosarla.
Puesto que le habían echado del trabajo y se iba de
la ciudad antes de una hora, no perdía nada haciendo el quijote por aquella
anoréxica de ojos demoledores.
Eh, oiga, deje de molestarla – dijo con voz que
pretendía ser segura.
El poli le miró con sorna: Ésta no necesita
caballeros andantes. Al último lo disolvió en nitrógeno líquido, y ella dice
que se fue de viaje. – Y añadió – métase en sus asuntos, amigo.
Pero él estaba fascinado por los ojos dinamiteros
que le sirvieron el café, y no se resignó al gesto despectivo del secreta:
“Mucha pistola y poca vergüenza, es lo que tiene usted” – le dijo. Y observó a
la mujer de mirada con destellos de goma-2 acorralada tras la barra. Por poco
tiempo. El policía metió la mano en la sobaquera y le partió la boca con un
certero culatazo de su pistola.
Cuando recobró el conocimiento, se descubrió a sí
mismo sin dientes, empuñando la pistola y el cuerpo del policía cubierto de
sangre. La camarera ya no estaba allí, el sobre de la paga con el finiquito,
tampoco”. – Leyó en voz alta.
Dos
objeciones – apostilló Clara, siempre en cuarto jodiente – La camarera no debe
aparecer en el nudo de la acción, condición indispensable impuesta por tu
profesora; y el desenlace con asesinato ya lo empleó, Jose, tu compañero de
taller de escritura. Que seas un fracasado reincidente no justifica tu pobreza
imaginativa.
De
eso nada – protestó él -, ya te lo he dicho: no pienso hacer caso de Cristina.
Ella que diga lo que quiera, que yo haré lo que me dé la gana.
Conozco
tus rabietas. Sólo sirven para ocultar tu temor a las mujeres –. Ella,
parsimoniosa, buscaba un nuevo cigarrillo en su bolso. – No soportas que
valgamos más que tú.
No sé
ni cómo te aguanto – protestó de nuevo él –. Me acosas sexualmente, me humillas
porque me niego, y, encima, me reprochas mis fracasos. No entiendo por qué soy
tu amigo.
Porque
soy la única persona que te quiere. – Clara sorbió un poco de café y dio una
calada al cigarrillo. – Inténtalo de
nuevo, cariño – añadió.
A
regañadientes, inició otra vez el relato: “Era
la misma mujer que decían que había estado en la cárcel. Era buena camarera; le
sirvió un buen café caliente, y a él le pareció que... tenía aspecto de drogata a medio regenerar:
extremadamente delgada, manos huesudas y venas azules, y unos enloquecedores
ojos brillantes, consecuencia de sus viajes alucinados a lomos del caballo.
Somos complementarios – pensó –, Unos cabalgan
quimeras ocultas en agujas hipodérmicas, mientras que a otros nos cocea la
rutina. Si ella me quisiera, volaríamos juntos.
Y, por qué no. Tomó el café y regresó al trabajo en
la farmacia. Cogió las tijeras, acorraló a su jefa en la rebotica, forcejearon
y le abrió dos ojales gemelos en la garganta. La verdad, le tenía ya ganas.
Demasiados años aguantando a aquella arpía.
No me despides, que me voy – dijo él, jadeando por
el esfuerzo.
Abrió el armario de seguridad, cogió las anfetas,
las ampollas de morfina, antidepresivos y ansiolíticos. Cualquier pastilla que
sirviese para desbocar un cerebro. Vació la caja registradora y fue a buscar a
su compañera de viaje. En una hora, la libertad.
Ella le dijo: pierdes el tiempo; ya no viajo, ya no
sueño, ya casi ni soy. Sólo el cuerpo me sobrevive. Su desaliento era más negro
que el café que le ponía en ese momento – Éste va de mi cuenta.
Y ella cogió el teléfono para llamar a la policía.
A ver
qué te parece esta vez –. Pero no miró a Clara, sino a la camarera. Ésta
llevaba casi una hora oyendo sus historias y cabreándose por momentos. Eran ya
cuatro años, desde que salió del talego, aguantando tras la barra a fulanos de
todo pelaje: borrachos domésticos, graciosos de barrio, machistas acomplejados,
babosos hambrientos de sexo, depresivos que se sicoanalizaban gratis a cambio
de una cerveza... Pero nunca, nunca, ningún fracasado la había herido tanto. Le
hacía recordar una y otra vez el gran fracaso que era su vida. Y el tipo
insistía, insistía. Y, encima, se lo preguntaba a la cara, con todo descaro…
No
aguantó más. Se puso frente a él, mostrador por medio, y con un porta de la
cafetera, de un golpe certero, le aplastó las narices. Pillado de improviso, se
cayó del taburete y se quedó sentado en el suelo, de culo, frente a las piernas de Clara.
Incapaz de entender, sólo acertó a observar que ella vestía una minifalda. Que
la frontera entre ésta y aquellos muslos de mujer cabal era una zona que nunca
había explorado; que ya eran quince años, y que ya iba siendo hora.
Acuéstate
conmigo, Clara – hipó, mientras escupía posos de café.
Clara
daba la última calada a su tercer cigarrillo – ha pasado tu hora, mi amor.
¡Caray, qué bueno!
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