Hace unas semanas cayó en mis manos un viejo ejemplar de la célebre novela de Daudet, Tartarín de Tarascón (Alphonse Daudet, (1840-1897) Aventures Prodigieuses de Tartarin de Tarascon. Flammarion, 1950). Y decidí leerlo.
Recuerdo haber leído las aventuras de Tartarín siendo yo niño de escuela pública, cuando lo de la ayuda americana, que mi madre me hizo un taleguito donde llevaba una jarrita de aluminio para beber en la escuela aquella leche en polvo que el amigo yanqui nos regalaba por ser el bastión de los sagrados valores de la Civilización Occidental frente a la horda marxista de allende los Pirineos.
En aquel entonces leí el libro como cosa de niños. Eran divertidas sus aventuras y un tanto grotescas, razón suficiente para considerarse que era una historia propia para chavales y no lectura de mayores. Al fin y al cabo, se trataba de las aventuras de un francés meridional sanchopancesco que se creía un aventurero quijotil y hacía cosas ridículas.
Esta vez lo he releído pero con ojos curiosos, como de persona mayor; de lector con muchos quinquenios de lectura con estos ojitos que se ha de comer la tierra. Y la nueva lectura tiene más enjundia. Es cierto que las aventuras de Tartarín son ridículamente divertidas, el personaje es un bajito tripudo, fatuo, fabulador y pretencioso, cuyo mayor mérito entre sus convecinos es ser el mejor cazador de gorras de todo el pueblo. Porque Tarascón es un pueblo de cazadores. Solo que en los campos de Tarascón no hay nada que cazar. Para compensar esa carencia, los tarasconenses salen los domingos con sus escopetas, comen bien de sus tarteras, sestean un rato y cazan sus propias gorras. Las tiran al aire, se echan la escopeta a la cara y ¡Pam, pam! a ver quién agujerea más veces su gorra de cazador. Tartarín es el rey de los cazadores de gorras tarasconenses y de ahí su fama y su prestigio social. Tanto, que se corre por aquella ciudad provinciana la falsa noticia de que Tartarín piensa ir a Argelia a cazar leones, y él, fatuo y fantasmón, es incapaz de desmentirlo y no tiene más remedio que ir para quedar bien. En Argelia le engañan un falso príncipe de Montenegro y una morita, le roban el dinero y la impedimenta, mata un borriquillo inocente, y por fin, logra matar un león. Solo que éste es ciego, está amaestrado y lo exhiben de pueblo en pueblo para sacarse unas perras. Regresa a su ciudad seguido por un camello zarrapastroso pero fiel, y es recibido en olor de multitud por los tarasconenses.
Bien. La historia está escrita con gran humor y sus episodios son hiperbólicos, pura exageración para resaltar el ridículo comportamiento del heroico Tartarín frente a una realidad muy otra. Porque Daudet hace burla del carácter mediterráneo de las gentes del Midi: fanfarrones, exagerados y fabuladores, triperos… Representa muy bien este carácter en el propio protagonista, que es bajito, grueso, de barba cerrada y voz potente, pero aburguesado; vive apaciblemente su vida alimentando su imaginación con la literatura romántica de la época: viajes de exploración por África y aventuras con tribus salvajes y cacerías de enormes fieras.
No obstante, la Argelia colonial donde se mueve Tartarín no tiene nada de heroica. El autor dice (entresaco unas de frases): “…esta formidable y chusca Argelia francesa, donde los perfumes del viejo Oriente se mezclan con un fuerte olor a absenta y a cuartel” “…Un pueblo salvaje y podrido al que civilizamos dándole nuestros vicios…” Entre aventuras disparatadas y absurdas, Daudet critica directamente la labor colonial de Francia en tierras argelinas, a las que aquélla trasfiere sus propios vicios, su burocracia farragosa y su desprecio por las gentes que pretende civilizar. Y así, cuando el protagonista se topa con la justicia por matar al león ciego, dice de él: “Vió los apaños judiciales que se trapicheaban en los cafés, el desinterés de los hombres de ley, los dosieres que olían a absenta…” “Conoció ujieres, abogados… todas las langostas del papel timbrado, hambrientas y demacradas, que comían al colono hasta las cañas de las botas y les desmenuzaban hoja a hoja, como a una planta de maíz”.
Creo que el hecho de estar tan bien escrita la novela y ser tan divertidos sus episodios hacen olvidar el trasfondo: la crítica a la labor colonial de Francia en el Norte de África. Es un caso en el que la buena literatura enmascara la intención crítica subyacente y los lectores toman la parte por el todo: las aventuras risibles del cazador provinciano hacen olvidar al lector la realidad de unas tierras colonizadas bajo el paraguas de la civilización occidental, donde predomina la burocracia sobre la iniciativa, la arbitrariedad sobre la justicia, la explotación y el abandono, con pueblos hambrientos golpeados por la miseria, mientras los colonizadores pasan el día en los cafés bebiendo absenta y discutiendo proyectos de reforma.
Las aventuras de este don quijote sanchopancesco, vistas bajo el prisma de la parodia y la ironía - como ya se ha dicho – son el vehículo desenfadado por el que se critica la colonización. Lo cual, viniendo de un hombre del siglo XIX, que llegó a conocer el Tratado de Berlín de 1885 con el reparto de África entre sus depredadores europeos, muestra la lucidez del autor. Podía haber adoptado una visión chovinista –tan francesa, según el tópico– sobre los beneficios de la colonización, pero optó por poner ante los ojos del lector de su época una realidad que deja malparado a su propio país en cuanto administrador y explotador de aquellas tierras argelinas.
Y es que un escritor de novelas puede fabular, divertir y denunciar desmanes. Todo en una obrita tan desopilante como es el Tartarín de Tarascón, que leí siendo niño y releo siendo jubilado.
Recuerdo haber leído las aventuras de Tartarín siendo yo niño de escuela pública, cuando lo de la ayuda americana, que mi madre me hizo un taleguito donde llevaba una jarrita de aluminio para beber en la escuela aquella leche en polvo que el amigo yanqui nos regalaba por ser el bastión de los sagrados valores de la Civilización Occidental frente a la horda marxista de allende los Pirineos.
En aquel entonces leí el libro como cosa de niños. Eran divertidas sus aventuras y un tanto grotescas, razón suficiente para considerarse que era una historia propia para chavales y no lectura de mayores. Al fin y al cabo, se trataba de las aventuras de un francés meridional sanchopancesco que se creía un aventurero quijotil y hacía cosas ridículas.
Esta vez lo he releído pero con ojos curiosos, como de persona mayor; de lector con muchos quinquenios de lectura con estos ojitos que se ha de comer la tierra. Y la nueva lectura tiene más enjundia. Es cierto que las aventuras de Tartarín son ridículamente divertidas, el personaje es un bajito tripudo, fatuo, fabulador y pretencioso, cuyo mayor mérito entre sus convecinos es ser el mejor cazador de gorras de todo el pueblo. Porque Tarascón es un pueblo de cazadores. Solo que en los campos de Tarascón no hay nada que cazar. Para compensar esa carencia, los tarasconenses salen los domingos con sus escopetas, comen bien de sus tarteras, sestean un rato y cazan sus propias gorras. Las tiran al aire, se echan la escopeta a la cara y ¡Pam, pam! a ver quién agujerea más veces su gorra de cazador. Tartarín es el rey de los cazadores de gorras tarasconenses y de ahí su fama y su prestigio social. Tanto, que se corre por aquella ciudad provinciana la falsa noticia de que Tartarín piensa ir a Argelia a cazar leones, y él, fatuo y fantasmón, es incapaz de desmentirlo y no tiene más remedio que ir para quedar bien. En Argelia le engañan un falso príncipe de Montenegro y una morita, le roban el dinero y la impedimenta, mata un borriquillo inocente, y por fin, logra matar un león. Solo que éste es ciego, está amaestrado y lo exhiben de pueblo en pueblo para sacarse unas perras. Regresa a su ciudad seguido por un camello zarrapastroso pero fiel, y es recibido en olor de multitud por los tarasconenses.
Bien. La historia está escrita con gran humor y sus episodios son hiperbólicos, pura exageración para resaltar el ridículo comportamiento del heroico Tartarín frente a una realidad muy otra. Porque Daudet hace burla del carácter mediterráneo de las gentes del Midi: fanfarrones, exagerados y fabuladores, triperos… Representa muy bien este carácter en el propio protagonista, que es bajito, grueso, de barba cerrada y voz potente, pero aburguesado; vive apaciblemente su vida alimentando su imaginación con la literatura romántica de la época: viajes de exploración por África y aventuras con tribus salvajes y cacerías de enormes fieras.
No obstante, la Argelia colonial donde se mueve Tartarín no tiene nada de heroica. El autor dice (entresaco unas de frases): “…esta formidable y chusca Argelia francesa, donde los perfumes del viejo Oriente se mezclan con un fuerte olor a absenta y a cuartel” “…Un pueblo salvaje y podrido al que civilizamos dándole nuestros vicios…” Entre aventuras disparatadas y absurdas, Daudet critica directamente la labor colonial de Francia en tierras argelinas, a las que aquélla trasfiere sus propios vicios, su burocracia farragosa y su desprecio por las gentes que pretende civilizar. Y así, cuando el protagonista se topa con la justicia por matar al león ciego, dice de él: “Vió los apaños judiciales que se trapicheaban en los cafés, el desinterés de los hombres de ley, los dosieres que olían a absenta…” “Conoció ujieres, abogados… todas las langostas del papel timbrado, hambrientas y demacradas, que comían al colono hasta las cañas de las botas y les desmenuzaban hoja a hoja, como a una planta de maíz”.
Creo que el hecho de estar tan bien escrita la novela y ser tan divertidos sus episodios hacen olvidar el trasfondo: la crítica a la labor colonial de Francia en el Norte de África. Es un caso en el que la buena literatura enmascara la intención crítica subyacente y los lectores toman la parte por el todo: las aventuras risibles del cazador provinciano hacen olvidar al lector la realidad de unas tierras colonizadas bajo el paraguas de la civilización occidental, donde predomina la burocracia sobre la iniciativa, la arbitrariedad sobre la justicia, la explotación y el abandono, con pueblos hambrientos golpeados por la miseria, mientras los colonizadores pasan el día en los cafés bebiendo absenta y discutiendo proyectos de reforma.
Las aventuras de este don quijote sanchopancesco, vistas bajo el prisma de la parodia y la ironía - como ya se ha dicho – son el vehículo desenfadado por el que se critica la colonización. Lo cual, viniendo de un hombre del siglo XIX, que llegó a conocer el Tratado de Berlín de 1885 con el reparto de África entre sus depredadores europeos, muestra la lucidez del autor. Podía haber adoptado una visión chovinista –tan francesa, según el tópico– sobre los beneficios de la colonización, pero optó por poner ante los ojos del lector de su época una realidad que deja malparado a su propio país en cuanto administrador y explotador de aquellas tierras argelinas.
Y es que un escritor de novelas puede fabular, divertir y denunciar desmanes. Todo en una obrita tan desopilante como es el Tartarín de Tarascón, que leí siendo niño y releo siendo jubilado.
Bah! Es mucho mejor "Guerra y paz" de Tolstoi.
ResponderEliminarLa mejor es "La Biblia". Un abrazo, don Juan José.
ResponderEliminar¿Y dónde dejan ustedes a Mortadelo y Filemón, eh?
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