domingo, 15 de noviembre de 2009

Sólo son cuentos.- Historias de otoño, 2.

Amores que ruedan.-
La conocí por casualidad. Coincidíamos en el bus 95, en la cabecera de línea, a las siete de la mañana, y ocupábamos asientos próximos. Ella leía algún libro y yo ojeaba un periódico deportivo, hasta que un día me fijé en ella con detenimiento. Debía de andar por los cuarenta años y su pelo era castaño y los ojos del mismo color. Vestía siempre faldas que, al sentarse, dejaban asomar el arranque del muslo. Sus manos eran finas y cuidadas, como de secretaria, y no llevaba alianza en los dedos.
Un día me decidí y le hablé: - Coincidimos a diario y usted me gusta mucho. ¿Le importa que me siente a su lado?
Tuvo un momento de desconcierto y me miró con cierta desconfianza, pero mi cara ya le resultaba familiar. Con una sonrisa, entre tímida y maliciosa, aceptó mi atrevimiento y me invitó a ocupar el asiento de al lado. Desde aquel día viajábamos siempre juntos. Charlábamos y nos gastábamos bromas y, casi sin darnos cuenta, empezamos a rozarnos como por descuido.
Enamorarnos fue cuestión de tiempo. A partir de entonces, nos sentábamos en la última fila de asientos del bus, nos cogíamos de las manos y empezamos a besarnos. La gente dejó de existir para nosotros. En nuestro rinconcito, abrazados, mirándonos a los ojos y comiéndonos a besos, el autobús nos acunaba con sus frenazos y acelerones.
Cada día, nuestras vidas empezaban en la parada de cabecera y terminaban media hora después, cuando ella bajaba para tomar el metro. Yo la despedía lanzándole besos como mariposas a través del cristal y ella se volvía un momento, abría los labios en forma de corazón y me lanzaba un beso redondo que llegaba hasta la ventanilla como un anillo de humo. Y mi vida quedaba en suspenso hasta el día siguiente, a las siete de la mañana.
Nunca nos planteamos el futuro; simplemente, vivíamos al día nuestro paraíso rodante, entre caricias y palabras tiernas. Ella llegaba a su parada y bajaba; lanzaba contra la ventanilla sus besos de anillo y la boca del metro se tragaba a mi amor de madrugada envuelta en una masa de gente gris.
Un día se me ocurrió bajar con ella y acompañarla al metro. En el andén, mientras esperábamos su tren, nos besábamos apasionadamente. El tren llegó sin darnos cuenta, se abrieron las puertas y allí, frente a nosotros, apareció mi hija casada. Hacía un par de semanas que tenía trabajo y aquella era su parada.
Ahora, cada mañana, mi mujer me acompaña al autobús. Se pone una bata guateada encima del camisón, se calza las pantuflas y no me deja hasta que el autobús arranca. Mi amor de madrugada se compró un coche y no la he vuelto a ver.

1 comentario:

  1. No me extraña que usted, don Juan José, que es un hombre de valores morales, termine la historia de otra manera...

    ResponderEliminar