sábado, 7 de noviembre de 2009

Un poco de sociología parda.-


Esta semana se nos ha ido en cosas de hospitales, con continuas idas y venidas de casa al Doce de Octubre y viceversa. Ya puede uno imaginarse lo que es pasarse el día en un hospital-colmena como es el Doce: un gentío de enfermos y familiares pululando por ascensores y pasillos; un desbarajuste, eso de la localización de servicios sanitarios, con indicadores que desconciertan más que orientan; un tedio las interminables esperas; un afán angustiado por oír el oráculo de la doctora que atiende a nuestro familiar… Y, además, esos largos viajes en metro, porque desplazarse en coche es una abominación y porque, para encontrar plaza en el aparcamiento, necesitas tener a todos los santos de cara y éstos no hacen buenas migas con los que nos confesamos laicos.
Viajar en metro –Línea 5 hasta Callao, trasbordo a Línea 3 hasta la estación del Doce, y regreso– son muchas estaciones y mucho tiempo dentro de los vagones. Aunque uno termine hastiado de tantas horas de espera en la habitación y viaje aburrido y vea indiferente el pasar de estaciones y el trajín de entradas y salidas, no deja de prestar atención a lo que ocurre en su entorno. Ya se sabe cómo es el metro madrileño: un agregado aleatorio de gente ensimismada, individuos sin más vinculación entre ellos que la casual coincidencia física en el mismo trayecto, a la misma hora y en el mismo coche: Mónadas refractarias a toda cohesión.
Si, de regreso a casa y a pesar del tedio acumulado durante las horas de hospital, uno se para a observar la fauna urbanita que viaja, puede hacer sociología de bolsillo. En el metro de Madrid se lee, no sé si más o menos que en los suburbanos de otras ciudades, pero se lee y bastante. Desde que se lanzaron los periódicos gratuitos, siempre hay gente que los ojea y, al salir, los deja sobre el asiento para el siguiente viajero. También se lee novela y abunda últimamente el ejemplar de best-seller tamaño ladrillo de chica incendiaria. También abunda el viajero acusmático, el que se pasa estaciones y más estaciones enchufado a los auriculares de su MP3 (o equivalente). Éste suele presentar una cara de colgao en su nirvana musical y no muestra síntomas de contacto con el mundo terrenal y, a mi parecer, es lo más parecido a un saco de patatas abandonado sobre el asiento. Los del móvil son el único grupo de seres parlantes, presos en la maraña de las redes telefónicas, articulando sonidos que embudan por el minúsculo aparatito; éstos son seres subducidos por la tecnología de la comunicación, incapaces de comunicarse con nadie que no esté a kilómetros de distancia. Y hay los que no hacen más que dejarse llevar; éstos no leen, no escuchan música, no hablan por teléfono, simplemente miran al vacío mientras el convoy va desgranando estaciones. Uno creería que han perdido toda noción del tiempo y el espacio, pero no, en cuanto llegan a su destino recuperan la conciencia al abrirse las puertas y desaparecen andén adelante.
Y están los supervivientes, los que encuentran su sustento en las galerías del metro. Son individuos que logran alcanzar su nivel de subsistencia escarbando en el bolsillo de los viajeros. Todos tienen en común el afán por lograr unas monedillas con las que ir tirando, pero sus tácticas de supervivencia varían en función de su capacidad para atraer la atención. No es lo mismo tocar un instrumento que vender bolsitas de pañuelos o desgranar, con voz plañidera, las desgracias que le han llevado a la necesidad de pedir. De todos ellos he encontrado ejemplos variopintos a lo largo de mis viajes entre el Doce y mi casa. Son los marginados que tienen una existencia apenas perceptible, están pero no se ven, y sólo en el ejercicio de su necesidad adquieren corporeidad ante el viajero de metro por breves minutos. Pero creo que hablaré de ellos en otra ocasión.

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