En estos días que la bitácora ha estado en dique seco, mis improbables lectores han desertado y en el secarral madrileño se torraban, la santa y un servidor, acompañados por nuestro amigo asturiano Josefo, hemos estado en Fuentes Carrionas tan fresquitos. Con la peña del Espingüete (2.450 m) a espaldas de la casa y el embalse de Camporredondo al frente, rodeado de montañas, prados verdes, bosques de hayas y robles, arroyos trucheros y cantarines, vacas perezosas y ciervos pastando por las campas, ni me acordaba del resto del mundo con sus ciudades asfaltadas, sus autopistas, sus financieros voraces y sus políticos vocingleros. Y aunque parezca un topicazo aquello de bosques umbríos, arroyos cantarines y praderías verdecidas, lo cierto es que lugares así existen y se puede vivir en ellos. A condición, claro está, de que a uno no le asusten ni la soledad ni el silencio, sino que éstos sean objeto de disfrute. Si el paraíso existe, seguro que se parece mucho al lugar donde hemos pasado todos estos días.
El lugar donde nos alojábamos se llama Cardaño de Abajo, en la montaña palentina, al que se llega siguiendo la P210 o carretera de los pantanos, desde Velilla del Río Carrión. No hay ni una tienda, ni un bar, aparte La Panera, que vendría a ser el centro social de la aldea, único lugar donde uno puede tomarse una cerveza y hacer un poco de vida social.
Cada mañana, de madrugada, me calzaba las botas y daba buenas paseatas por los caminos que trepan por la montaña y atraviesan zonas umbrías, bajo el ramaje tupido de las hayas y los robles, que me producían esa sensación de soledad y sosiego que tanto echo de menos en la gran ciudad. Reconozco que, a tales horas y en tales andurriales solitarios, a veces me daba un poco de yuyu por aquello de que los folletos turísticos dicen que por allí campa el oso (me acordaba yo mucho de don Fabila, mientras atravesaba el bosque rumoroso) y los lobos. Las vacas en el camino también daban un poco de respeto; me refiero a las que están criando, que se soliviantan mucho si pasas por su lado cuando tienen el ternero amorrado a las ubres. Aunque, la verdad, éstas, rumiando sobre la pradera verde, producen la imagen más bucólica que puede imaginarse ningún asfaltícola. Dejo aquí la foto de una que, cuando yo pasaba por el camino del río Chico, me miraba con ojos soñadores y creo que, entre rumia y rumia, murmuraba palabras amorosas al caminante. A lo mejor son ilusiones mías.
Lo que sí es cierto es esa obsesión que uno tiene por disfrutar de la naturaleza. Iba a decir naturaleza en estado puro, pero no es el caso, que la mano del hombre ha modificado ésta de forma irremediable, aunque sería injusto lamentarse en este caso. El río Carrión, que por aquí discurre en su cauce alto, queda atrapado en dos pantanos escalonados – el de Camporrendondo y el de Compuertos – que vistos desde lo alto del monte producen la sensación de hermosos lagos de montaña. Si el día sale brumoso, las nieblas parecen hervir sobre la superficie azulada, ocultando y desvelando, alternativamente, fragmentos del paisaje y produciendo una sensación de irrealidad que se aferra a la imaginación, como si el mundo circundante no estuviese hecho de roca viva, masas boscosas y aguas profundas, sino de materia maleable.
Las fotos que he hecho no me dejarán mentir respecto a lo que digo. Las he descargado en el ordenador y veo que los temas son recurrentes: las calizas imponentes del Espingüete y montañas circundantes, los bosques, prados y arroyos, y las vacas. En mi vida he fotografiado tantas vacas, lo juro. Al fin y al cabo, éstas son al paisaje como los coches a la ciudad; no se conciben unos sin los otros. Hasta una cría de vencejo retratamos. El animalito cayó del tejado de casa y el guarda del parque, que era vecino nuestro, dijo que tenía mala solución: con un ala rota y a merced de los gatos, le pronosticaba una viva breve. Peor sería que yo me hubiese tropezado con el oso, pensaba para mi capote. Sentimientos idílicos, los justos, que la supervivencia tiene sus exigencias y a nosotros nos exige hacer las maletas y regresar a este Madrid estepario donde el jodido termómetro dice que hay 38 grados. Ya querría yo ver a los rebecos triscando por el parqué de casa con estos calores…
El lugar donde nos alojábamos se llama Cardaño de Abajo, en la montaña palentina, al que se llega siguiendo la P210 o carretera de los pantanos, desde Velilla del Río Carrión. No hay ni una tienda, ni un bar, aparte La Panera, que vendría a ser el centro social de la aldea, único lugar donde uno puede tomarse una cerveza y hacer un poco de vida social.
Cada mañana, de madrugada, me calzaba las botas y daba buenas paseatas por los caminos que trepan por la montaña y atraviesan zonas umbrías, bajo el ramaje tupido de las hayas y los robles, que me producían esa sensación de soledad y sosiego que tanto echo de menos en la gran ciudad. Reconozco que, a tales horas y en tales andurriales solitarios, a veces me daba un poco de yuyu por aquello de que los folletos turísticos dicen que por allí campa el oso (me acordaba yo mucho de don Fabila, mientras atravesaba el bosque rumoroso) y los lobos. Las vacas en el camino también daban un poco de respeto; me refiero a las que están criando, que se soliviantan mucho si pasas por su lado cuando tienen el ternero amorrado a las ubres. Aunque, la verdad, éstas, rumiando sobre la pradera verde, producen la imagen más bucólica que puede imaginarse ningún asfaltícola. Dejo aquí la foto de una que, cuando yo pasaba por el camino del río Chico, me miraba con ojos soñadores y creo que, entre rumia y rumia, murmuraba palabras amorosas al caminante. A lo mejor son ilusiones mías.
Lo que sí es cierto es esa obsesión que uno tiene por disfrutar de la naturaleza. Iba a decir naturaleza en estado puro, pero no es el caso, que la mano del hombre ha modificado ésta de forma irremediable, aunque sería injusto lamentarse en este caso. El río Carrión, que por aquí discurre en su cauce alto, queda atrapado en dos pantanos escalonados – el de Camporrendondo y el de Compuertos – que vistos desde lo alto del monte producen la sensación de hermosos lagos de montaña. Si el día sale brumoso, las nieblas parecen hervir sobre la superficie azulada, ocultando y desvelando, alternativamente, fragmentos del paisaje y produciendo una sensación de irrealidad que se aferra a la imaginación, como si el mundo circundante no estuviese hecho de roca viva, masas boscosas y aguas profundas, sino de materia maleable.
Las fotos que he hecho no me dejarán mentir respecto a lo que digo. Las he descargado en el ordenador y veo que los temas son recurrentes: las calizas imponentes del Espingüete y montañas circundantes, los bosques, prados y arroyos, y las vacas. En mi vida he fotografiado tantas vacas, lo juro. Al fin y al cabo, éstas son al paisaje como los coches a la ciudad; no se conciben unos sin los otros. Hasta una cría de vencejo retratamos. El animalito cayó del tejado de casa y el guarda del parque, que era vecino nuestro, dijo que tenía mala solución: con un ala rota y a merced de los gatos, le pronosticaba una viva breve. Peor sería que yo me hubiese tropezado con el oso, pensaba para mi capote. Sentimientos idílicos, los justos, que la supervivencia tiene sus exigencias y a nosotros nos exige hacer las maletas y regresar a este Madrid estepario donde el jodido termómetro dice que hay 38 grados. Ya querría yo ver a los rebecos triscando por el parqué de casa con estos calores…
¡Qué bien se os ve!
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