Viajar en el metro madrileño, aunque parezca que no, puede ser una experiencia por demás interesante. No lo digo por aquello de que "Nadie da más por menos", según la propaganda oficial que ha tratado de convencernos de lo baratito que sale comparado con el de otras ciudades europeas. Tampoco lo digo porque nuestras autoridades presuman de tener el mejor metro de Europa. Ya se sabe que la propaganda política va por unos derroteros y la vida real por otros.
A este jubilata lo que realmente le llama la atención no es la auto propaganda de los políticos, es la vida marginal con la que uno se tropieza en los viajes subterráneos; una vida con olor mugre y derrota; una vida hecha de pequeñas trampas para conmover al personal y sacarle una monedas. En fin, me refiero a los marginados sociales que sobreviven pidiendo en el metro.
Es cosa sabida que el metro está lleno de pedigüeños, de indigentes que se ganan la subsistencia contando sus lástimas, más o menos las mismas, entre estación y estación. Son parte del paisaje suburbano, de la misma forma que lo son los apretujones en hora punta o ese sutil olor a sobaquina que te impregna la ropa, aunque salgas de casa recién duchado.
Confieso que un servidor, como cualquier otro, siempre ha hecho por ignorarlos y a llegado a acorazarse ante su exhibición de miseria y derrota. Según norma no escrita, el viajero suburbano entra en el vagón predispuesto a no dejarse conmover por esos desecho sociales, a ignorarlos como con miedo a ser contaminado por su fracaso y su cochambre. Cada cual considera que su propia vida es lo bastante complicada como para no verse en la obligación de aceptar, y remediar como si fueran propias, las desgracias ajenas. De tal forma que acabamos por negarle la existencia al pedigüeño quien, desde el centro del vagón, va desgranando su rosario de hambres físicas y sociales.
Pero, últimamente, he decidido que no, que los indigentes no son transparentes, ni invisibles; que, por muy miserable que resulte su vida, tienen, al menos, dercho a que reconozcamos su existencia. Siquiera durante los pocos minutos que se cruzan en nuestras vidas. Lo cual me ha obligado a mirarlos a la cara y prestarles atención mientras exhiben su penalidades, reales o fingidas. Lo cual no significa que me vea en la obligación de darles una moneda, sino solo que no les niegue el derecho a ser oídos.
Una vez aceptado su derecho a no ser ignorados y puestos a observarlos, se acaba descubriendo que no todos los pobres son iguales, que detrás de cada uno de ellos hay una vida descalabrada por razones distintas.
La otra tarde, mientras viajaba en la Línea 5, entró en el vagón uno de tantos. Era un hombre menudito y de cuerpo enjuto, con su hambre incorporada. Tenía una barba entrecana que bien podría ser como la que he llevado yo durante decenios y unas gafas que le daban un aire modestamente intelectual. Era tímido y tenía una voz poco enérgica, no muy a propósito para dejarse oír en medio de ese ruido con sordina que zumba en los vagones debido a la velocidad del convoy.
Dijo unas palabras respecto a su necesidad de pedir y, en vez de contarnos sus desgracias, como suele ser lo habitual, empezó a recitar un epigrama de Nicolás F. de Moratín, que yo había aprendido siendo niño de escuela: "Admiróse un portugués / de ver que en su tierna infancia / todos los niños en Francia / supiesen hablar francés..." No había intención de humor ni asomo de ironía en su recitado, simplemente era un recurso para llamar la atención. Y lo hacía como con pudor por verse obligado a esa humillación.
Pasó por mi lado, le di una moneda y me dijo: "Gracias, caballero". Pensé que un indigente usando esa fórmula de cortería era alguien capaz de mantener su dignidad a pesar de su fracaso como ser social. Aunque parezca una simpleza decirlo, me di cuenta de que era un ciudadano como cualquiera de nosotros y con derecho a ser reconocido como tal, a pesar de ir hambreando por el metro.
En fin, el otro día caí en la cuenta que los mendigos tienen rostro.
¿Pero sigue oliendo a sobaquina en el metro? Yo creí que eso era cosa del siglo pasado. De todas formas, como ahora me lleva el chofer, no me haga usted mucho caso...
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