sábado, 3 de noviembre de 2012

Identidad.-

“... reparo de repente en las espaldas del hombre que va delante de mí. Eran las espaldas vulgares de un hombre cualquiera, la chaqueta de un traje modesto en una espalda de transeúnte ocasional. Llevaba una cartera vieja debajo del brazo izquierdo, y apoyaba en el suelo, al ritmo de sus pasos, un paraguas enrollado que sujetaba con la mano derecha por el mango.” (Fernando Pessoa: Libro del Desasosiego)
Su aire me resultaba vagamente conocido. Alguien de mi barrio, lo más seguro. Alguien con quien me cruzo con frecuencia pero a quien nunca he prestado atención. Por eso, esta vez, esta mañana lluviosa, le observo un poco a escondidas y ajusto mis pasos a los suyos.
Esa forma de caminar, ese andar apresurado, me resultan familiares. Doy unas zancadas rápidas y me pongo apenas a dos metros detrás suyo. Pues sí, definitivamente, el tipo de la cartera me suena mucho. Lleva el pelo corto y tiene una calvicie incipiente. Se para en un semáforo y me pongo un poco detrás de él, a su izquierda, y observo su perfil. Tiene una barba entrecana, un tanto descuidada, orejas grandes y, por lo que puedo observar de refilón, los ojos hundidos y la nariz afilada.
Juraría que le conozco, y mucho. Pero en esos momentos soy incapaz de recordar quién es. Muchas veces me lo han dicho en casa, soy un despistado y no reconocería ni a mi sombra. Pero esta vez la curiosidad me puede y le sigo discretamente, observando todos sus movimientos.
Sube por la acera como si no existiese la gente. De eso me doy cuenta enseguida. Con su caminar apresurado va sorteando al jubilado que anda despacio, con los deberes ya hechos; luego, a la señora gruesa que ocupa media acera con las bolsas de la compra; más allá al niño que corretea sin una dirección previsible. Él va abstraído y, aparentemente, no ve personas sino obstáculos que entorpecen su caminar. Les dedica una atención momentánea, suficiente para adelantarlos sin rozarse con ellos, y sigue su camino.
Yo, detrás suyo, observándole, me pregunto por qué pierdo el tiempo siguiendo a un tipo sin interés. Además, el hombre de la cartera empieza a dar muestras de sentirse observado. Empuña el paraguas como si fuera un garrote y aprieta el paso.
Pero no me importa, un sentimiento de inquietud y urgencia me empujan a identificar a aquel individuo. Le sigo los pasos, ya sin disimulo, y me repito con insistencia: lo conozco, sé que lo conozco, pero no sé de qué...
Él hace rato que se ha dado cuenta. Por un momento, ha tenido un gesto de duda y a continuación, de forma casi imperceptible, se ha distendido. Ya no empuña el paraguas con agresividad, incluso afloja el paso y se demora ojeando los escaparates al pasar. Observo su juego; está claro que quiere descubrir, a través del reflejo de las vitrinas, al extraño que le sigue. De observador anónimo paso a observado, e imagino lo que piensa el otro de mí, que soy un tipo vulgar. Igual que él.
Casi a la par, terminamos de subir la calle. En la esquina con Alcalá, junto a la boca del metro, se vuelve hacia mí y, con un gesto, me indica un bar. Entramos y nos sentamos en un extremo de la barra. Él no está sorprendido, me conoce, y por decirlo de alguna forma, me usurpa.
Entonces caigo en la cuenta... Ese tipo vulgar que me invita a un café son yo mismo. Soy un desconocido de mí mismo, como tanta gente corriente.

1 comentario:

  1. Ernesto Ocre Mediano4 de noviembre de 2012, 20:42

    Si les veo un día de estos, tomamos unas cañitas con mi otro yo, si les apetece.

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