Pues, aunque sea solo por eso,
por no aguantar la rechifla del improbable lector quien, en la entrada anterior,
fue amenazado con hablarle nuevamente del viaje a Turquía y ve que la cosa queda
en humo de pajas, este jubilata quiere tirar de su cuaderno de notas y recordar
un par de cosas.
No sé si el improbable lector
sabe que las tierras de Capadocia son un conglomerado de cenizas y barros
volcánicos, formando un enorme páramo desértico de color grisáceo con una
altitud media de 1200 m
sobre el nivel del mar. Da un paisaje de altiplano, bastante desolado y
desarbolado y con un clima extremo. Sus materiales, fáciles de labrar por
efectos de la erosión, dejan agrupaciones de cerros testigos formando las
características “chimeneas de las Hadas”. Quien haya estado allí y ha visto sus
ciudades subterráneas, sus iglesias y sus casas rupestres, sabe de qué hablo. Dicho sea para entrar en materia.
Lo que un servidor trata de
explicar es la sorpresa que se llevó cuando se asomó al valle de Ihlara. Desde
la llanura miraba al fondo del valle (son paredes de 150 metros de
profundidad a plomo y 500 escalones para llegar abajo) y veía al fondo los
meandros que forma el río Melendiz, las paredes rocosas verticales y, junto al
cauce, el bosque de ribera. La similitud con las hoces del río Duratón son tan
evidentes que el viajero cree estar en la estepa castellana. Pero no, está en mitad de la península de
Anatolia.
Pero no acaba aquí la similitud. El valle
de Ihlara sirvió como refugio, durante las invasión otomana, a comunidades cristianas. Como testimonio quedan varias iglesias rupestres excavadas en la roca,
cuyas bóvedas y paredes se cubren con pinturas bizantinas realizadas al fresco
o directamente sobre la roca.
Según parece, esta roca es fácil
de trabajar y endurece al contacto con el aire, lo que permitió labrar estos
recintos religiosos, reproduciendo la estructura de los templos de superficie.
Esto es, con planta en cruz, bóvedas, arcos, columnas, hornacinas… todo ello
adornado profusamente con pinturas (entre los Ss. IX y XII). Un servidor
recuerda especialmente la iglesia que, en turco, se llama “Bajo los árboles”.
Sus pinturas tienen unos tonos amarillos y azules con una luminosidad especial.
El programa iconográfico, como en la generalidad de estas iglesias orientales,
se basa en escenas de los evangelios y de la Biblia: La dormición de la Virgen,
la natividad… De la iglesia llamada “De la serpiente” me viene a la memoria una
virgen theotocos (madre de dios) con apóstoles a ambos lados y en el nartex,
los padres de la Iglesia.
También el valle labrado por el
Duratón sirvió de refugio para comunidades religiosas durante la invasión
sarracena. No hay que olvidar la ermita de San Frutos o el monasterio de Ntra.
Sra. de los Ángeles de la Hoz.
Y si camina por el fondo del valle, encontrará varias cuervas
que sirvieron de eremitorios y una pequeña iglesia rupestre llamada de los Siete Altares.
El viajero, siempre dispuesto a
dejarse sorprender, no puede por menos de hacerlo en esta ocasión. Encuentra
paralelismos no sólo geográficos, sino humanos: antiguos habitantes
sorprendidos por la invasión de pueblos extraños, que buscan refugio en lugares
recónditos para mantener sus tradicionales formas de vida y creencias.
También le gustaría al viajero
recordar que fue una noche a un antiguo karavansar a ver una danza ritual de
derviches giróvagos. La orden de los derviches se caracteriza por la búsqueda
de la espiritualidad, usando la danza a modo de viaje místico hacia la perfección. Los
derviches, con su ropaje talar blanco que vuela a cada giro y su gorro cónico
sobre la cabeza, inician su danza con los brazos cruzados sobre el pecho.
Lentamente, los van bajando hasta la cintura para subirlos de nuevo a lo alto hasta
extenderlos como dos alas. El cuerpo, casi ingrávido, gira sobre sí mismo,
mientras el danzante se desplaza en círculos, la mano derecha abierta al cielo,
la cabeza ligeramente inclinada sobre el hombro derecho y la mano izquierda
hacia el suelo, simbolizando los dones que toma del cielo y esparce sobre la
tierra.
Es una sensación de gran equilibrio y
armonía la que envuelve al observador, muy a pesar de que enfrente tiene a una
turista que bosteza sin mayores miramientos. A través de aquella bocaza abierta
en bostezos se podía percibir la vulgaridad del turista que convierte un acto, tan
delicado como la danza de los monjes, en puro gesto de consumo que ni
comprende, ni respeta.
En fin, el viajero recorrió lo suyo
y tuvo ocasión de rendir visita a antiguos templos dedicados a otras divinidades
que aquí vivieron durante siglos. Así, en Aphrodisias, visitó el templo de la hermosa Afrodita
y tuvo un recuerdo para las alegrías de los placeres amoroso; también se acercó
con reverencia a visitar el antiguo templo de Asclepios, en Pérgamo, donde los
devotos acudían a curar sus enfermedades, tal como lo hacen hoy a Lourdes o
Fátima.
Este jubilata y viajero no molestó a los viejos y nuevos dioses con súplicas
de favores que no espera alcanzar, se limitó a disfrutar de tanta vida como
estas tierras conservan desde hace milenios.
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