Recorrer media Turquía en diez
días es labor ardua y que le deja a uno con las entendederas saturadas y con el
cuerpo quebrantado, de forma que no ha podido atender a ese puñado de lectores
que suelen darse un garbeo por este blog, que también es su casa.
Para ver si el país que encuentro
al regreso es el mismo que dejé a la salida, he ido corriendo a ver las
noticias de eso que la neoderecha carpetovetónica llama “la marca España ” y que
antes llamaba “Patria”; que ahora quiere vender como rufián que rifa puta joven
sin desvirgar (aunque esté bien trotada) y que antes defendía con la sangre de
quienes ahora mantiene en el paro. O sea, a ver si este país disparatado sigue
con lo suyo. Y sí, no me lo han cambiado.
Para convencerme de ello, me ha bastado
una noticia leída al azar: los maderos le dicen a una monja que se quite el
velo a ver si coincide su cara con la de la foto del DNI. El ayatolá-arzobispo
de Madrid se entera y le pega un telefonazo al ministro del Interior para darle
una colleja. El ministro se achanta. Pura sabrosura hispánica. Las cosas siguen
como estaban antes de salir. Uno, así reconfortado, recupera sus rutinas, y con
ellas, su bitácora.
No sé si el improbable lector
conoce El viaje de Turquía, un libro
que podríamos clasificar dentro del apartado de literatura de viajes. Solo que
se escribió en el S. XVI y su autoría no está muy clara. Para unos (la edición
que tengo, de la
colección Austral ) su autor es Cristobal de Villalón. Para un
profesor que tuve en la Complu, y según el hispanista Marcel Bataillon, su
autor es el médico de Carlos V, Andrés Laguna.
Describe este libro las aventuras
de Pedro de Urde Malas, quien cayó preso de los turcos mientras navegaba en una
galera de Andrea Doria y dio con sus huesos cautivos en Constantinopla. Allí,
como era un buen urdidor de patrañas, se hizo pasar por galeno e incluso llegó
a ser el médico de su amo Zinán Bajá y de la hermana del sultán. Con todo ello,
nos va relatando cómo eran los turcos de entonces, cuáles sus costumbres y cómo
su sociedad.
Es libro que este jubilata
recomienda vivamente aunque advierte, de paso, que el castellano empleado es el
propio de aquel siglo, lo que dificulta un poco su comprensión, pero no lo
bastante como para quitar el gusto por su lectura. Y ya que Urde Malas huyó de
Constantinopla porque su amo no quería darle su carta de libertad, este
jubilata y su santa se toman la libertad de ir a aquellas tierras a ver cómo
les va a nuestros vecinos del otro extremo del Mediterráneo.
Pero no se vaya a creer el
improbable lector que es la primera vez que recorremos aquellas tierras; ésta es
ya la cuarta. Es
cierto que la anterior fue hace unos veinte años y que las dos primeras – si no
recuerdo mal – fueron en 1977 y 79. De aquellas lejanas fechas recuerdo dos
cosas aún con viveza: el paseo por la ciudad helenística de Éfeso, a orillas
del Egeo, y las tanquetas del ejército por la calle, en Estambul. Hacía un par
de telediarios que los militares habían dado un golpe de estado y aquello tenía
un aspecto raro, con los sorches, armados de fusiles, haciendo plantón en la
calle y los turistas a lo suyo. Eran días de penuria, pues ni siquiera los
turistas teníamos qué comer, aparte el arroz con pollo que ponían en los
restaurantes. Un día comimos huevos y fue una fiesta gastronómica.
Lo que va de aquella Turquía a la
que acabamos de conocer es como comparar la España de los años 50 con la de los
90, solo que ellos están en periodo de crecimiento y nosotros andamos
arrastrados como pantuflas desbarbadas. Dicho sin componendas: ellos están empezando a surfear en la cresta de la ola y nosotros andamos como puta por rastrojo.
Creo que merece la pena dedicar una nueva entrada a hablar de este viaje último.
En cuanto me libre de otras obligaciones que tengo, me pondré a ello.
El improbable lector queda debidamente amenazado.
El improbable lector queda debidamente amenazado.
Se está dando mucho últimamente, especialmente por la red, en esta época de crisis económica aguda, una especie de fraude que consiste hacer creer que uno ha viajado mediante el diestro uso de Photoshop u otros programas semejantes. Que usted abunde en un libro del siglo XVI sobre un periplo turco puede hacer sospechar al lector avispado. ¿Tiene usted alguna prueba irrefutable de que ha hecho el viaje del que presume? Permita que en estos tiempos de engaños quepa una mínima duda.
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