A ver cómo le
explica este jubilata al improbable lector que, este domingo, ha estado dando cabezadas
durante la audición de La Pasión según
San Mateo, del maestro Bach. Eso de sestear mientras la Orquesta y Coro nacionales,
más la escolanía de niños, desgranaban el texto del
evangelista musicalizado por don Johann Sebastian es de una mediocridad tal que
uno debería ser, con toda justicia, borrado del libro del Paraíso. Y me refiero
a ese paraíso donde el goce estético es el premio que alcanzan aquellos que
logran desprenderse de las cascarrias socio ambientales y transcienden – aunque
sólo sea un ratito - las vulgaridades de cada día.
No sé si lo he dicho otras veces,
pero la Pasión según San Mateo, de Bach, fue una de las primeras audiciones a las que tuve la
suerte de asistir al poco de venirme a vivir a Madrid. Andaba yo todavía con el
pelo de la dehesa y, en el proceso de desbastamiento provinciano, me pasaba los
días corriendo de un museo a una exposición, de allí al teatro o una
conferencia, hasta que empecé a asistir a los conciertos de la Orquesta Nacional en el Teatro Real.
Si tenías enchufe, podías entrar
gratis en el Real. Tú esperabas
discretamente en la puerta y, cuando el concierto estaba a punto de empezar, el
conserje, sobornado por alguien que conocía a alguien al que tu conocías, te
dejaba entrar y te ponían una sillita en un rincón. O bien, como cuando fui
iluminado por la gracia del dios padre Bach, te mandaban a las galerías de por
encima del gallinero, allí donde estaban colgados los focos, y veías a la
orquesta como pequeñas cucarachas negras afanándose sobre sus instrumentos. El
sonido ascendía en vaharadas hacia las bóvedas del auditorio, semejante al
incienso que se quema ante el altar, y te envolvía en su gracia santificante,
arrebatándote hasta ese cielo donde sólo los elegidos – y unos pocos enchufados, como
nosotros – podían gozar del paraíso sin ningún merecimiento especial.
Recuerdo aquella Pasión como si hubiera sido una
revelación divina. De Herr Bach uno no tenía mayor idea y oír aquellos coros
fue lo más parecido al éxtasis que un pardillo puede experimentar. Dudo mucho
que nuestra mística Teresa de Cepeda
hubiese vivido un deliquio tan intenso. Resultó una experiencia tan
arrebatadora que casi ni me di cuenta de que toda la audición me pasé
de rodillas. Y no por devoción, sino de pura necesidad. El banco estaba ocupado
por otros más madrugadores, así que me puse en un extremo de la galería,
arrodillado y con la cabeza asomando por entre la barandilla. Desde
entonces creo en dios padre Bach y, ahora, además, en su profeta Ton Koopman.
Dicho lo dicho, difícilmente
puede entenderse lo de las cabezadas en el concierto de hoy, menos si es Ton
Koopman quien dirige. Ya en una temporada anterior tuve la suerte de verle
dirigir también en el Auditorio Nacional y me sorprendió la forma en que es
capaz de mover aquella masa coral y la
orquesta, sentado ante un órgano positivo, agitando los brazos, llevándose las
manos a la boca para frenar el impulso excesivo de los vocalistas, boqueando
como quien acompaña a los cantores con su propia voz, y con una expresión
divertida y picarona, como de estárselo pasando estupendamente mientras pone
orden en aquella masa.
En mi descargo puedo decir que
este sábado me lo he pasado andando por tierras del río Tajuña, entre Abándanes
y Cortes de Tajuña, ida por el río y vuelta por el páramo. No es que disfrutar de la naturaleza sea un
obstáculo para disfrutar, al día siguiente, de una buena sesión de música
clásica, pero es que uno ya no es un mozalbete y tanta actividad le pasa
factura en forma de cansancio a tanto el kilómetro. Y eso fue, lo que este jubilata no
descansó por la noche le pasó factura en forma de sopores en el Auditorio
Nacional el domingo por la mañana.
Por cierto que en esos páramos de
Guadalajara puede haber tanta belleza como en una suite para violonchelo del
inefable Bach, salvando todas las diferencias, si cambiamos notas musicales
por paisajes. No lo creerá el improbable
lector, pero con las botas de caminar, con los ojos ansiosos de paisaje, uno
puede describir una sinfonía de colores, de aromas, de soles y lluvias y de
silencios. Y, lo que es mejor para los que somos simples mortales, no es necesario
ser un divino Bach, basta con acercarse a la naturaleza con una predisposición simple,
sin prejuicios asfaltícolas y con el espíritu abierto a los cuatro vientos. La
inspiración viene sola, mientras escribes con tus pasos sobre el pentagrama de
los caminos.
Lo prometo, la próxima vez que vuelva a quedarme sopa en un concierto me voy a cabrear pero mucho, muchísimo…
Lamento comunicarle que yo también he echado una cabezadita mientras leía su comentario. No me lo tome a mal, por favor.
ResponderEliminarBach is God! Bach es la música del Universo.
ResponderEliminarPor otra parte, Juan José, ya estás grande para esos trotes, hombre.
"Dudo mucho que nuestra mística Teresa de Cepeda hubiese vivido un deliquio tan intenso. Resultó una experiencia tan arrebatadora que casi ni me di cuenta de que toda la audición me pasé de rodillas. Y no por devoción, sino de pura necesidad. El banco estaba ocupado por otros más madrugadores, así que me puse en un extremo de la galería, arrodillado y con la cabeza asomando por entre la barandilla"
ResponderEliminarQué genialidad digna de Jadiel Poncela. Debería atreverse (si no lo ha hecho) con un relato largo o una novela.
Salu2