Anda estos días un servidor
haciendo un viaje sorprendente por las montañas del Nepal, camino de Lhasa, la
ciudad prohibida. Un viaje sin pasaporte, sin visados y sin autorización para
transitar por aquellas tierras. Pero, aunque la aventura parezca arriesgada, no
lo es en absoluto, si, como ya he apuntado, resulta que la hago cómodamente
sentado en mi sillón de lectura.
Viaje imaginario pero no menos
real ya que, si se me permite el doblete, es un viaje vicario. Un viaje por
persona interpuesta, como los solemos hacer los lectores. Otros fueron los que
se esforzaron, los que sufrieron las penalidades y conocieron lugares extraños
y vedados a los ojos occidentales y, ya al regreso, nos lo contaron. Nosotros
hemos recorrido ese mismo itinerario, pero caminando con nuestra mirada sobre
las líneas de un libro, y tantas veces como leemos estas historias viajeras,
las estamos reviviendo.
Somos, si lo permite el improbable lector, demiurgos
sedentarios que damos vida, con nuestra curiosidad lectora, a esas historias
lejanas en el tiempo y la distancia que vuelven a la existencia por nuestra
simple voluntad lectora. No es poco que un modesto lector traiga a la vida
hechos que fueron y ya no lo son, incluso una vez muertos sus protagonistas, por el simple gesto de sumergirse en las páginas
de un libro.
Decía, pues, que la curiosidad me
ha llevado – mejor dicho, me está llevando, puesto que aún estoy en Tachi tsé y
a punto de entrar en Po yul (el país de Po) – a Lhasa. Ni siquiera los tibetanos de otras regiones
se arriesgan a cruzar el país de Po porque sus gentes se dedican al bandidaje
y, hay quien dice, son caníbales. Pero se ve que, a pesar de lo inhóspito de
aquellas tierras, sus moradores no deben ser tan fieros, puesto que Alexandra
David-Néel lo atravesó.
Bueno, sin darme cuenta se me ha
escapado. No soy yo quien viaja, es la franco-belga Alexandra
David-Néel quien, en 1924 y acompañada por su hijo adoptivo,
el lama Yongden, dedica varios meses a
atravesar a pie el país, disfrazada de vieja mendiga tibetana, a pesar de la
prohibición a los occidentales de entrar en aquel país.
Este jubilata descubrió a doña
Alxandra hace un par de años por pura casualidad, como suelen ocurrir estos
encuentros. Un día se tropezó con una frase suya que le impacto: Qui voyage sans rencontrer l´autre il ne
voyage pas, il se déplace (“quien viaja y no conoce al otro, no viaja, se
desplaza”). El viaje como conocimiento, como descubrimiento es la verdadera
razón del viajar y la única forma de que tenga sentido y ensanche nuestra
percepción del mundo. El viaje es una riqueza que nos sobreviene si lo hacemos
con ojos curiosos y las ventanas de la mente abiertas de par en par, tratando
de comprender por qué “el otro” piensa como piensa y vive como vive, por qué es
diferente y qué le hace serlo. En fin, viajar no es hacer turismo, incluso
aunque uno sea turista, casi única forma de viajar que tenemos hoy en día; uno
puede ir en un paquete turístico y dejarse impregnar por los lugares, los
paisajes y las personas que los habitan y volver a casa un poco más aprendido
de como estaba al salir de ella.
Lo que me trae a la memoria aquel
viaje que hicimos la santa y yo en 1999 a Cuba. Dedicamos una semana a patear La
Habana y Santiago, a hablar con la gente, a comer en los paladares e
impregnarnos de la vida caribeña con la inestimable ayuda de Lázaro, quien
había trabajado en el Instituto del Historiador (sede del Cronista de la Habana, que tenía, si no recuerdo mal, rango de ministro) y era hombre letrado por
demás. Cuando, al finalizar la estancia nos reencontramos con el “paquete” de
turistas con el que habíamos venido, nos miraban como a bichos raritos porque
no habíamos pisado las playas de Varadero ni nos habíamos hinchado a mojitos y a los
sabrosos bufés libres del hotel, sólo permitidos a los turistas. Les parecía
normal que los cubanitos estuvieran allí como sirvientes y camareros, pero sin
derecho a gozar de aquellos paraísos.
Por entonces no conocía yo a doña
Alexandra, pero estoy seguro de que ella hubiera tenido un gesto de
conmiseración hacia aquellos turistas torrados por el sol caribeño y con la
mente abotargada. Nosotros, sin saberlo, hacía ya muchos años que estábamos
siguiendo sus consejos de viajar e ir al encuentro de los otros, de tratar de
entender y regresar a casa con el morral lleno de experiencias viajeras.
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