A veces este jubilata se siente un privilegiado. Decía don Francisco Silvela: Madrid, con dinero, en agosto y sin la familia, Baden-Baden. Se ve que ilustre prócer no vivía en un barrio popular, torrado por un sol inmisericorde y con el asfalto en ebullición. De ser así, su opinión hubiera sido otra, incluso sin parienta y con libertad para echar unas canas al aire.
Huyendo del
calor mesetario, de la contaminación permanente, de los ruidos que se cuelan
por las ventanas abiertas, hacemos la mudanza provisional a la Sierra y nos
instalamos en Rascafría, muy cerca del arroyo Artiñuelo, detrás del
ayuntamiento. Es como estar en medio del pueblo y en las afueras. El Artiñuelo
nos hace de barrera geográfica: a un lado, la plaza de la Villa con sus
tiendas, terrazas y bullicio, al otro, nosotros. El puente de la Manola
(pasarela, más bien) comunica los dos ambientes. Bastan unos pasos para pasar
de la soledad y el rumor del arroyo al ajetreo de un pueblo de sierra que se va
llenando de veraneantes.
La vida aquí
se organiza en pequeñas rutinas, como de personas habituadas a un transcurrir
sin grandes alteraciones. Para ser claros, como jubilados en vacaciones. Los
galenos se lo han advertido al jubilado: pasee usted, haga vida al aire libre,
es la mejor medicina. Y el jubilado, que prefiere calzarse las deportivas antes
que tomar mejunjes de farmacia, pasea. Pasea por la mañana con la santa y
pasea por la tarde. Mano a mano, o mano de la mano, toman el camino que lleva
al Paular y el puente del Perdón. Temprano, a eso de las ocho ya están dándole
a la zapatilla. Antes de salir, un vaso de agua, y, para el camino, una pieza
de fruta.
El jubilado es
gente madrugadora y de hábitos higiénicos. Se desayuna con la fresca de la
mañana, el rocío de los prados, la humedad de la arboleda, el rumor del río y
el canto de los pajaritos. El café y la bollería quedan para el regreso, una
hora después. Y por la tarde, ya tarde, cuando el sol ya no castiga tanto,
nuevo paseo. Esta vez hasta el centro de interpretación de la naturaleza, junto
al puente del Perdón. Allí, un rato a la sobra de los abedules, sentados sobre
el banco fresco de piedra, y viendo a las modorras en el cercado de enfrente.
Las modorras,
en nuestro lenguaje coloquial, son las ovejas. Un animal gregario y bastante
corto de entendederas. Aquí, frente al centro de interpretación, hay una buena
docena, de raza negra, que pasan el día con el hocico pegado al suelo, paciendo
la hierba. Están a pleno sol, nadie se acordó de esquilarles los vellones que
les cuelgan como si estuviesen embuchadas en un abrigo peludo, y cuando pastan
lo hacen formando un revoltijo apelotonado y juntando todas las cabezas. Verlas
amontonadas en el mismo espacio, habiendo tanto prado donde comer, con el sol
de la tarde cayendo a plomo sobre sus lomos lanudos, nos da mucha risa. Con
tantas risas, se nos olvida que también los humanos somos gregarios y nos gusta
despersonalizarnos en el anonimato de las grandes multitudes, como diluyendo
nuestros temores personales en la masa amorfa. Y si no se me cree, no hay más que acercarse a las Presillas y ver la muchedumbre de bañistas desparramados por las praderas.
Sin embargo,
nuestro paseo es por parajes donde camina poca gente. El camino de la finca de
los Batanes trascurre entre grandes chopos, abedules, coníferas. La pelusa que
han ido soltando los chopos estas últimas semanas ha dejado el pavimento como
con manchas de nieve. El lago artificial que hay a un lado – se llega a él por
un caminito entre coníferas – también tiene su superficie cubierta de la pelusa
de los chopos, con grandes manchones blancos, que le dan un aire raro, como de
espejo de agua sucio a grandes ronchas.
Pero sigue siendo un lugar con mucho romanticismo. Uno puede sentarse ante el
embarcadero y dejar que los ojos paseen sobre el agua, y entorno al lago, por las matas de carrizos y la
vegetación boscosa que lo circunda.
Camino
adelante, la chopera da paso a matas de avellanos que hacen de este tramo un
lugar umbrío y siempre fresco. Al final de la finca, las ruinas del antiguo
colegio de San Benito, donde la Sección Femenina inculcaba en las educandas el
santo temor de dios, la sumisión al esposo y a las convenciones, y las normas al
uso del saber estar en el estamento social que les correspondía por herencia
familiar o matrimonio. De aquel programa de educación doméstica ya solo quedan
las tapias y algunas abuelas sesentonas. Si éstas aprovecharon aquellas
enseñanzas, hoy estarán bien instaladas en familias burguesas.
El regreso al
pueblo, por un ancho camino que bordea el río Lozoya, de charla apacible, mientras
las moscas nos acosan con su insistencia de insectos glotones. Gozamos - como
acostumbraba a decir el primo Paco el de León – de las incomodidades del campo.
Pero no se haya
a creer que sólo de plácidos paseos se rellena el tiempo de vacaciones. El
jubilata tiene otras aficiones, pero hablar de ellas quedará para otra ocasión,
si el improbable lector tiene la paciencia de leerle.
Su sobrino ha aprobado todo y hasta tiene carnet de conducir recién sacado.
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