Cuando se inauguró el Museo Reina Sofía en 1992, los que andábamos de progres empezamos a llamarlo el “Sofidou”. Un híbrido de Sofía y Pompidou, porque nos parecía que este museo nuestro había nacido a imitación del Georges Pompidou de Paris. Una apreciación injusta pero muy nuestra, esa de ensalzar lo ajeno desprestigiando lo propio. Lo cierto es que el Reina, cuando lo visito de tarde en tarde, siempre me produce alguna alegría cultural y estética, si el improbable lector permite ese prurito cultureta a este jubilata.
Eso de ver la exposición dedicada
a Salvador Dalí resultaba un agobio de visitantes que uno no está dispuesto a
soportar ni por el mejor artista del mundo. El disfrute de la obra de arte es
un goce personal, intransferible y silencioso, alejado de las muchedumbres
curiosas y de las manadas turísticas. Un placer en solitario, una especie de
onanismo estético, si se permite tan mala comparación; o, si se prefiere, un
bis a bis con la obra contemplada. Los testigos sobran.
Total, pasando mucho de Dalí,
terminé viendo De la revuelta a la posmodernidad. Es ese tipo de muestras en que el esteticismo tradicional se va al
carajo; se rompen los esquemas de esa mirada conformista del espectador ante la
obra consagrada, y entra en juego no sólo una mirada inquisitiva, sino la
curiosidad, el afán por entender qué coños significan esas imágenes, esos
recortes de prensa, esas fotos o esos montaje audiovisuales que a uno le suenan
a camelo, a pseudo-arte. Es que el sentido estético pequeño burgués, del que
todos estamos preñados, no sirve y tenemos que habilitar otros nuevos
paradigmas para comprender lo que tenemos ante los ojos. Porque es lo que
tienen eso que llamamos vanguardias (en el sentido más amplio): no están solo para
ser vistas, sino para ser comprendidas, tomando como referencia el medio
sociocultural en que fueron creadas.
Una sorpresa encontrarse con
escenas de La batalla de Argel, 1967, de Gillo Pontecorvo, referida a la crudelísima guerra de independencia de Argel en la que la potencia colonizadora cometió todo tipo de tropelías. Esa vergüenza histórica que arrastran los franceses desde
entonces y que aún les duele como una infamia colectiva. Cada pueblo tiene las
suyas, así que nada que reprocharles.
Una curiosidad esas fotografías de
estructuras tubulares en lo que me ha parecido el Paseo del Prado, tan sólidas
y efímeras. Inmediatamente me han hecho recordar el “homenaje tubular” de aquel
personaje de Torrente Ballester en La
saga-fuga de J.B. Personaje que empezó a ensamblar tubos en el sótano de su
casa y terminó desbordándola toda ella, hasta convertir el armazón en una
enorme maraña geométrica que parecía fuese a deglutirla, como a una mosca
atrapada en una tela de araña.
En un rincón, del Equipo Crónica,
un “espectador de espectadores”, un muñeco de papel maché policromado, sentado,
a tamaño natural, que parece observar a los visitantes, pero sabemos que mira
sin ver, como nosotros miramos la realidad muchas veces; no nos enteramos de lo
que estamos viendo y viviendo, aunque parezca que sí. Somos un espectador con la mirada vacía ante un mundo farragoso y difícilmente comprensible.
Y la mirada que la mujer tiene
sobre sí misma tras la revolución feminista rompe con la visión patriarcal y
falocrática del mundo. Esta visión patriarcal ha negado sistemáticamente la
capacidad de la mujer de representarse a sí misma, controlando sus decisiones
(autonomía política, jurídica, económica…). Incluso la historia del arte es
sometida a crítica, ya que siempre consideró a la mujer como objeto de representación
estética. En la muestra, un grupo de fotografías representa varias poses de una mujer desnuda:
enorme matorral en el pubis, pechos tan caídos como naturales, rostro uno entre
miles, pero ella misma: sin depilación, sin tetas siliconadas, sin afeites en la cara. Como se vería
cada cual desnudo ante el espejo, corriente, pero único. Una especie de
antiesteticismo que denuncia el engaño del cuerpo femenino tomado como objeto
de deseo y uso.
Del arte povera italiano, que
también se muestra en la exposición, este jubilata recuerda de cuando era joven
– uno siempre se recuerda como joven, fueran 20 o 40 los años que tuviera
entonces – haber visto, en el Palacio de Cristal del Retiro, una exposición
dedicada a Michelangelo Pistoletto, especialmente, La
Venus de los trapos. Tuvo su origen el arte povera en los años 60, cuando
Italia pasaba de la miseria de posguerra a la industrialización. Es
un rechazo a la tecnificación deshumanizadora y a la pérdida de valores
tradicionales mediante el empleo de materiales de uso corriente: telas, hojas,
madera, papel… y todos aquellos objetos relacionados con una forma de vida
natural. Es la estética de lo obsoleto que se fija en lo perecedero y en la
fragilidad de los objetos. Es la creatividad a partir de los medios más
modestos y anodinos.
En esta amalgama de corrientes,
digamos artísticas en cuanto reflejan una visión más lúcida del mundo, dos
visiones de la posmodernidad: La atrofia de los sentidos corporales (olfato,
gusto, tacto) a favor de la hipertrofia de lo audiovisual, con preeminencia del
gran icono comunicador que es la televisión. Y en una sala, con el nombre de Textos autocensurados, un gran, enorme,
panel de papel xerografiado (creo) y arrugado como formando una ola que se
desmorona. Atornillados a la pared, a modos de cuadernillos, bloques de papel
tamaño folio que el espectador puede ir arrancando, doblando, rompiendo,
arrugando, y echar en un recipiente de metacrilato. Una contribución a la
creatividad artística (no sé si eso es una performance)
a la que este jubilata, a punto ya de terminar la visita, se unió con entusiasmo.
Allí, un grupo de escolares adolescentes franceses, con mucha aplicación,
plegaban hojas en pliegues geométricos o las desgarraban con mucho miramiento. Un
servidor arrancó una hoja de la pared, la arrugó, comprobó que la arruga era
bella dentro de su informidad, y la echo a la papelera. Satisfecho
de su capacidad creativa efímera y un poco absurda, se fue.
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