Al contrario que el doble oximoron
de fray Juan de la Cruz, música callada, soledad
sonora, quienes tenemos alguna afición a los conciertos en el Auditorio
Nacional estamos habituados, ya desde los lejanos tiempos del Teatro Real
(cuando éste era sala de conciertos), a los carraspeos, las toses y los
gargarismos del público en los entreactos.
Por alguna razón que este jubilata
nunca ha podido desentrañar, los melómanos madrileños tienen la costumbre de
carraspear y toser durante esos pequeños espacios de tiempo que la orquesta se
toma entre movimiento y movimiento. Póngase el improbable lector en situación e
imagine que asiste a un concierto y está escuchando –como nosotros este domingo
pasado– la séptima sinfonía de Beethoven, la que llaman “romántica” o
“apoteosis de la danza” y que el autor consideraba como una de sus mejores obras.
Su primer movimiento acaba con un Vivace, música alegre y con un ritmo
danzable, que dará paso a un Allegretto
del segundo movimiento, un poco más pausado, con un obstinato que lo hace tan agradable al oído como para que el día de
su estreno, en 1813, el público pidiera un bis, de forma que este segundo
movimiento hubo de repetirse íntegro.
Pues eso, imagínese que aún
conserva el ritmo de los últimos compases del primer movimiento con sus aires
de danza en los oídos, cuando, en los instantes que transcurren antes de
iniciarse el segundo, la sala se convierte en un oleaje desacompasado de toses
y carraspeos que sacan a la luz todas las telarañas que el respetable tiene
agarradas al gañote. Y que ese mar tenebroso de gargarismos se encrespa entre el
segundo y el tercer movimientos, y entre éste y el cuarto. Don Ludwig, con toda
su sordera, se hubiese agarrado un globo de muchos bemoles.
Pero aquí, en los Madriles, es
moneda corriente. El público siente una necesidad imperiosa de aportar su
ración de ruidos guturales aprovechando el respiro que se toma la orquesta. Y
no es que sea un público despegado, que ni mucho menos. Es agradecido y aplaude
generosamente la labor de director, solistas y maestros músicos en general, en
cuanto se le da la mínima ocasión. Un
servidor ha podido asistir, emocionado, a la ovación que el respetable le
dedicó a la pianista Alice Sara Ott tras
el concierto para piano nº 1 de Liszt, hace unas semanas. Pero eso sí, las
carrasperas no hay quien se las quite.
Y otra de las particularidades de
esta sala de concierto son las pelusas. Por razones de la más pedestre economía
(la pensión no da para gollerías), solemos ir a silla de coro que son las
localidades más baratas. A veces, nuestros asientos están justo un poco por
encima de los timbales, o junto a la sección de metales. El brío con el que
atacan sus solfas estos instrumentos produce vibraciones acústicas que rebotan
contra el lampadario que está sobre la orquesta.
El melómano, que sigue las
evoluciones del director gobernando la orquesta, de repente ve que se desprende
de una lámpara una madeja de pelusillas como una mínima nubecita color gris
rata. Ésta parece mantenerse en suspenso durante breves segundos, iniciar una
suave caída, quedarse un momento flotando en el aire, como dudando si seguir
cayendo o fluctuar indefinidamente en el éter, reiniciar el descenso, fiel a la
ley gravitacional universal, para terminar posándose suavemente sobre la
hombrera de un trombón de varas (del ejecutante, entiéndase); eso cuando no
viene a hundirse en el cóncavo sumidero de la bocina de la tuba, como vi en una
ocasión. No hay emoción estética que resista a las evoluciones de las pelusas
en suspensión, de verdad lo digo.
Pero que el lector no se tome a
mala parte lo dicho, este jubilata, con carraspas y pelusas flotantes y todo,
prefiere su modesta silla de coro a una tribuna en el Bernabeu o a un asiento
de barrera en las Ventas. También confiesa que, aprovechando la marejada, ha
soltado alguna tosecilla que otra escudado en el anonimato, y que las
evoluciones de las pelusillas en suspensión le producen la sensación de ser
ángeles caídos que vienen a morir mansamente entre vibraciones de las ondas sonoras.
Este jubilata es un esteta de baja
intensidad. Peores defectos tienen otros, ¿no?