Pensando cómo iniciar esta
croniquilla semanal, he recurrido al humorismo del arcipreste Juan Ruiz, de
quien sé de antemano me habría dado la licencia: Probar todas las cosas el Apóstol manda; / quise probar la sierra, hice
loca demanda…, Solo que este jubilata no se ha puesto a cruzar la sierra el día marceño de San Meder,
sino que ha ido a visitar una exposición de pintura cargada de adoctrinamiento
religioso la tarde de un sábado decembrino y lluvioso a más no poder.
Desde los lejanos tiempos en que
estudiaba Historia del Arte durante la carrera, mi relación con la pintura
religiosa ha sido la de mantener una actitud que me permitiera entender su
valor estético y cultural, dejando a una distancia prudente su significado
doctrinal. De la misma forma que uno puede admirar La familia de Felipe V, de Van Loo, sin por ello sentirse
partidario de la monarquía absoluta, igualmente uno puede sentirse subyugado
por una Anunciación del Greco sin por
ello creerse el mito de un Mesías nacido de una virgen sin concurso de varón, menos aún por
la sorprendente intermediación del Paráclito bajo forma de paloma.
El caso es que, venciendo unas
prevenciones más que justificadas, me acerco al Centro Cultural de la Villa
Fernán Gómez a ver la exposición a Su
imagen. Arte, cultura y religión. Ya de antemano sabía lo de El
Confidencial; eso que decía en su titular de que “Botella monta una lección de
catequesis de dos millones de euros por encargo de Rouco”.
Y sí, creo que los
de El Confidencial no han exagerado. La exposición es una lección de catequesis
con todo lujo de grandes pintores al servicio de la ideología religiosa: el poderoso
Rubens con un Sansón y el león, donde
el profano no ve al melenudo juez de Israel, sino a Hércules y el
león de Nemea, e incluso un episodio similar de la epopeya del Gilgamesh
sumerio; o la grácil imagen del Arcángel san Gabriel, de Gregorio
Fernández, que parece flotar en el aire, donde el espectador correoso y más
inclinado a la cultura clásica, ve al mensajero de los dioses, Mercurio, solo
que sin el caduceo y el petaso alado; pero uno y otro son clavaditos a los
mitos que pretenden suplantar.
Y como los artistas citados, aunque con otros asuntos, hay otros primeros
espadas de la pintura, como Rivera con su Susana
y los viejos, o La virgen del
pajarito, de Luis Morales, Velázquez, Lucas Cranach, Tintoretto…
Uno ya va a estos eventos curado de
espantos. Interesado en su valor estético y cultural, y conocido el sustrato
ideológico sobre el que se basan, el espectador puede, perfectamente, disfrutar
de estas obras de arte sin temor a que los paneles que lee y la audio guía que
escucha, le lleven al huerto del adoctrinamiento. Ya en junio pasado tuvimos
una experiencia parecida, cuando la santa y yo fuimos a Aranda de Duero a
visitar Las Edades del Hombre y nos
encontramos con que la imaginería que allí se mostraba era la excusa para evidenciar la influencia que la religión católica ha ejercido sobre nuestra cultura. En esta bitácora hablé de ello en su momento.
Pero forzoso es reconocer la
debilidad que este jubilata siente por la escatología que la Iglesia católica ha
utilizado durante siglos con profusión y efectividad: la caducidad de los bienes
terrenales, la presencia de la muerte y el pulvis eris; sobre todo porque es un asunto muy querido por los barrocos y una
forma eficaz de aterrorizar a los adeptos, tanto o más que aquella película de Pesadilla en Helm Street en la que
Freddy Kruegger hacía escabechinas con total fruición. A mí In ictu oculi, de Valdés Leal, o El sueño del caballero, de Pereda, me
ponen mucho. Sobre todo porque los veo como una venganza en diferido.
Imaginar a los poderosos de la
tierra aferrándose a sus riquezas en los estertores de la muerte me da un
subidón. Imaginar, por un acaso, a un príncipe de la Iglesia, modelo episcopado español,
aferrándose con manos sarmentosas a la mitra bordada en hilos de oro, los ojos vidriosos en las
últimas ansias agónicas, mientras un confesor sádico le susurra al oído: omnia vanitas, pulvis, cinis... nihil!, es un puntazo. Ni siquiera el Freddy Kruegger ese descuartizando jovencitas con su motosierra podría proporcionar estremecimientos de tan intenso terror plancentero.
Claro que a nuestra casta sacerdotal autóctona la veo más cerca de Gutiérrez Solana con su procesión de la muerte y de una España ténebre, clerical de teja y manteo, y doctrinaria hasta el fanatismo. Sin embargo, para que no se le remuevan a uno las bilis con estas funebridades y sosegar los espíritus convulsos, nada mejor que contemplar esos humildes cardos que pintaba el cartujo Sánchez Cotán.
Claro que a nuestra casta sacerdotal autóctona la veo más cerca de Gutiérrez Solana con su procesión de la muerte y de una España ténebre, clerical de teja y manteo, y doctrinaria hasta el fanatismo. Sin embargo, para que no se le remuevan a uno las bilis con estas funebridades y sosegar los espíritus convulsos, nada mejor que contemplar esos humildes cardos que pintaba el cartujo Sánchez Cotán.
El improbable lector sabrá perdonar
esta incapacidad que un servidor tiene para discernir entre la iconografía religiosa y
las heterodoxias que le bullen en la cabeza. Si no fuese porque la madre de
Amenofis III hubiese quedado embarazada por el dios Amón, o que Rómulo y Remo nacieran de
la coyunda forzada de Marte con la vestal Rea Silvia, o que de la fecundación
de Danae por Zeus naciera Perseo, uno podría disfrutar estéticamente, por
ejemplo, de esas Anunciaciones que tanto abundan en la imaginería católica,
sin tener que preocuparse de complicadas justificaciones teológicas.
Es un fastidio ir a una exposición
a ver pintura religiosa y pasarse el rato deslindado entre el valor estético de
la obra y la carga ideológica que conlleva. Pero, bueno, ya sabemos que el arte
no es imparcial… y el espectador es, a veces, beligerante.
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