Todo presagiaba que iban a ser unas
navidades post crisis. Las pantallas de plasma de la Moncloa así lo afirmaban.
Las multitudes gozosas que se apiñaban en las calles comerciales, llevaban estampada
en la cara la gran sonrisa del consumo. Las luminarias navideñas incitaban al
paseo gregario de escaparate en escaparate.
Quien más, quien menos, hacía cola
en la carnicería del súper para comprar el cordero, en la pescadería para
comprar los langostinos, en la charcutería para comprar el jabugo. De paso,
camino de las cajas registradoras, se llevaba de las estanterías los turrones
duros, blandos, guirlaches, mazapanes, polvorones. De la crisis se sale
mediante el consumo, era la consigna, y las felices masas impregnadas de
alegrías navideñas gastaban sus sueldos de media jornada, sus subvenciones del
desempleo, sus magros ingresos de trabajo en negro. Consumo, felicidad. Era Navidad.
Galiano Peláez lo sabía de otros años.
Por eso, desde dos semanas antes de navidades estuvo yendo y viniendo al súper
de cerca de casa. Con su carrito de la compra a tope de tabletas de turrón, fue
haciendo acopio de ellas. Cada mañana, cada tarde, bajaba al súper y llenaba el
carrito. Era como una fiebre que le había entrado; no podía pasar un día sin
hacer un par de viajes y cargar todas las tabletas que podía: turrones de
Jijona, de Alicante, mazapán de Toledo, barras de guirlache, de coco, de
praliné, de chocolate con almendras… Todo le servía.
Cuando faltaban unas horas para la cena
de Noche Buena, Galiano apagó el
teléfono y la tele, atrancó la puerta de casa y bajó las persianas. Detrás del
frigorífico levantó un parapeto con las barras de turrón: metro y medio de alto
y treinta y cinco centímetros de grosor, cogió el saco de dormir, se escondió
dentro y esperó a que pasaran las navidades.
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