La marcha completa,diseñada por Juan F. Romero |
Quizás por eso, o por méritos propios del interesado, en la plaza del pueblo pueden verse hasta cuatro placas donde se ensalza, o se hace referencia de ilustre vecino, al buen hacer edilicio del que fue su alcalde D. Félix Perucha Monge. Éste debió ejercer una especie de caciquismo ilustrado que dejó el pueblo como una joya de modernidad, con su teléfono, sus aguas corrientes, su pavimentación y otros servicios de común disfrute vecinal. Tiene, además, este lugar una ermita de la Soledad en las afueras y una fuente medieval, pero como no fuimos a verlas, nada se dice aquí.
Un perro cojo y resignado se solaza bajo un sol luminoso e
invernal junto a la
fuente de la plaza mientras nos equipamos. Bajamos por un camino que nos lleva
hacia la rambla de Valmierla, espaciosa, que se encaja entre paredes llenas de cárcavas
a las que un pinar de repoblación pone barreras, mientras por nuestra derecha
afloran calizas.
Son éstas tierras de rañas, formadas por cantos rodados de
cuarcita, envueltos en una tierra arcillosa de un característico color rojizo.
Prácticamente todo nuestro recorrido nos encontraremos con este tipo de
terreno, fácilmente erosionable con las lluvias estacionales. Razón por la
cual, imagino, en su momento se plantó el pinar de repoblación.
Uno, aparte de ser jubilata y no entender mucho de estas cosas, viendo
aquellos paisajes piensa que esa función de sujetar las tierras lo ejerce
perfectamente el manto vegetal autóctono. Abunda el matorral oloroso como el
tomillo salsero, el romero, la jara, el espliego, a más de las aliagas y
vegetación arbustiva de chaparras y enebros y algún chopo. Eso entre otras
muchas especies que un servidor no conoce o no vio. Y en cuanto abandonamos la
rambla por su lado izquierdo, nos metemos en un bosque precioso, dentro de la
modestia de estos paisajes invernales, de enebros de la miera, con sus
característicos frutos rojizos en sazón. Camino adelante encontraremos encinas,
algunas de buen porte, que se entremezclan con los enebros y, a lo largo de
nuestra marcha, el inevitable pino de repoblación en terrazas.
Entramos en la terraza, con su chopera en estas fechas sarmentosa, que ha
labrado el río Sorbe; un río que se hace mayor en su encuentro con el río
Lillas, allá en Tejera Negra, y que tributa en el Henares. Con toda su modestia
de río de tercera, tiene maneras bravías ya que se encaja en las curvas del
paisaje y embalsa su caudal en la presa de Beleña. De sus aguas bebemos en
Madrid, y conviene que se sepa para que hablemos de él con un poco de respeto,
que es río provinciano pero servicial.
En nuestro caminar por cerros tupidos de vegetación y olorosos, a ratos, de
plantas aromáticas, Juan y su plano nos ponen ante la vista el pueblo de Beleña
de Sorbe. No hay más que cruzar el río sobre la pasarela y, en un rato, nos ponemos allí. Es un pueblo que actualmente sobrevive con escaso paisanaje, al pie de un cerro, en tierras
alejadas de cualquier apresuramiento, pero que en sus momentos de gloria fue
señorío con castillo y buenos muros, iglesia románica remozada en gótico
tardío, y puente medieval sobre el río.
Es lugar de paso entre las tierras de Ayllón y la Campiña de Guadalajara, así
que debió tener su interés estratégico durante la dominación árabe. Alfonso XI
le dio el título de Señorío de Beleña y éste pasó a formar parte de la familia
de los Mendoza con el marqués de Santillana. Si algo merece la pena una visita
detallada es la galería porticada de su iglesia; y dentro de aquella, el arco
de acceso al templo, de cuatro arquivoltas: en sus dovelas se representa un
calendario agrícola (veo que la palabra “mensario” –como ponen en algunos
sitios- no aparece en el DRAE).
La galería, orientada al medio día, es un buen lugar donde comer el bocadillo
mientras el sol de la tarde nos acaricia la espalda.
Fueron nuestro banquete unos tientos hambrientos
al bocata, traguito de vino para facilitar el pasapán, unas nueces y un poco de
chocolate y fruta a modo de improvisadas bodas de Camacho a la manera caminera.
Y eso
fue nuestro aliviar las hambres bajo sagrado, a la pata la llana y no por juramento, como
el que hizo don Quijote cuando se le rompió la celada y dijo aquello de no comer pan
a manteles ni con la condesa folgar hasta tanto… etc.
Una vez comidos, no era tiempo de folganza, ni había condesa a mano para tal menester, así que cargamos las mochilas,
bordeamos el cerro con los paredones del castillo aún en pie y bajamos hacia el
río por un camino empedrado que va haciendo zigzag hasta ponernos sobre el
puente andalusí que cruza el Sorbe. Regresamos a La Mierla por entre las
terrazas del pinar y un rato por la carretera, hasta encontrar el sendero que
no devolverá a este pueblo.
Aún tenemos tiempo de acercarnos con el coche a Puebla de Beleña, para echar un vistazo a
sus lagunas endorreicas donde anidan aves de paso, pero éste es un invierno
seco y las lagunas están vacías como ojo de tuerto y no hay más pájaros que los tres caminantes
curiosos. Regresamos a Madrid por la carretera de Burgos.
A lo lejos se ve el
perfil de la capital y una enorme boina pardo-anaranjada (se está poniendo el
sol) que es como un puñetazo en el ojo azul del cielo.
Preciosa caminata y cantarina fábula sobre ella. No encuentro en diccionarios nada de mensario. Abrazos
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