A pesar de que se van cumpliendo
años y van quedándose atrás viejas ilusiones que el tiempo ha reducido a
recuerdos borrosos; a pesar de aquellos proyectos nunca realizados, pero sin
los cuales un día ya lejano no concebíamos que nuestra vida tuviera sentido,
aún, entre esas hojarascas de lo que no pudo ser, quedan unos pequeños brotes
verdes que resisten a marchitarse tras decenios de vida condenada a la
mediocridad bíblica del ganarás el pan y a la mediocridad existencial del
vivirás de tu jubilación. Y gracias, que otros ni lo catarán.
Es sorprendente que, tras tantos y
tantos años, todavía siga vivo el enamoramiento por una mujer que murió joven,
apenas con veinte años, de nacimiento Giovanna degli Alvizzi, florentina ella,
de la que este jubilata se quedó prendado allá en sus tiempos mozos, cuando era
estudiante en la Complutense. Aquellas clases en las que el profesor de Arte
pasaba las filminas y nos descubría, a algunos jóvenes como yo que sólo vivíamos la grisalla del franquismo social, toda la belleza que hay en la
pintura renacentista. Nos hablaba de Paolo Ucello y sus caballeros de negra
armadura en la batalla de San Romano, o Piero della Francesca con sus retratos
enfrentados de los condes de Urbino, o de Mantegna con ese escorzo imposible del
Cristo muerto…
Pero fue Ghirlandaio quien,
definitivamente, marcó la fascinación por el Cuattrocento italiano. Su jovencísima y serena Giovanna Tuornabuoni era
a los ojos del estudiante enamorado de la belleza, que entonces fui, como Beatrice para el Dante o Dulcinea para el loco
egregio que fue el Caballero de la Triste Figura, un ideal inalcanzable. Una de
esas obsesiones estéticas sin las cuales es imposible soportar la vulgaridad
del tiempo presente.
Con la ventaja, frente a ellos, de que uno puede serle
infiel sans état d´âme, como aquella
vez en Atenas, frente a los ojos almendrados y la sonrisa enigmática de una
Kore, que arrebató a este turista sorprendido al borde del éxtasis estético. Claro
que, puestos los pies en tierra, con estos antecedentes, el currículo
profesional de un servidor no daba para alcanzar grandes metas sociales,
andando, como andaba, con la cabeza a pájaros.
El caso es que, volviendo al
asunto, jamás habíamos visitado la colección permanente del museo Thyssen,
hasta ayer, que fuimos la santa y yo. Y, por lo que recuerdo, nunca había
estado frente al retrato de Giovanna Tuornabuoni, teniéndola tan cerca, a penas
a media hora de transporte público. Mil veces la había visto en reproducciones,
pero nunca antes vi la tabla que pintó Ghirlandaio. Fue una lástima que los ojos que
la pintaron no fueron los que la vieron viva -tomó su retrato de una medalla
conmemorativa-, ya que la tabla hubiera sido el punto exacto de encuentro entre
la mirada de este espectador fascinado y la del pintor que debería haberla
conocido.
Aunque idealizada de acuerdo con
los cánones renacentistas, debió ser harto hermosa y de buenas prendas
personales y morales. Tanto que el pintor
puso una cartela con dos versos de un epigrama de Marcial: Ars utinam mores animumque effigere posses. Pulchrior in terris nulla
tabella foret: “Ojalá el arte pudiera representar las costumbres y el alma. No
habría en la tierra mejor pintura”.
Y dirá el improbable lector que a
qué viene tanto rollo por una joven dama muerta en 1488, que es una pasada de exquisitez
para un viejo funcionario anclado en viejas contemplaciones. Y no le faltará
razón. Puestos a adorar antiguas bellezas –insistirá el lector- , ahí está Mona Lisa, a
la que visitan en peregrinación miles de turistas. El refrendo multitudinario
de la Gioconda deja en mantillas a la jovencísima Giovanna, a la que cuatro
despistados echan un vistazo distraído.
Pero quien esto escribe sigue en
sus trece, porque la masa turística, con sus selfies, no hace más que prostituir de vulgaridad a un personaje al
que, para desacralizarlo, ya Marcel Duchamps pintó perilla y bigotito de
señorito sexualmente ambidiestro, además de colgarle aquel infamante letrero de
L. H. O. O. Q.: Elle a chaud au cul.
Permítame que le diga que a yo también soy jubilata y me gusta mucho la Mirus Cyrus o como se llame. La suya la veo un poco acartonada, demasiado rectangular, si me permite la expresión. Pero Myrus Cirus o como se llame, es otra cosa. Pero las opiniones son de cada uno, por supuesto.
ResponderEliminarJuan José, no haga usted caso al Sr. Trajano que respira rencor retroactivo, al no ser capaz de imaginar que esta mujer maravillosa pueda haber sido contemporánea suya aunque sea solo en mente y por eso se aferra a cualquier cosilla, con tal de que sea actual y a mano. D. Juan José siga ud. por este camino que es el que lleva directamente a la derrota, como diría un marino; es decir, al camino marcado que tiene uno en su vida, grabado a fuego en sus cartas natalicia y de navegación. Y que dios reparta suerte, leñe.
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