La otra tarde, un
amigo también jubilado y un servidor, ambos sobrados de tiempo y de añoranzas,
estábamos lamentándonos de la escasa altura de miras y cualidades de nuestros
personajes públicos actuales, y nos dio por recordar tiempos y personas de las
que ambos habíamos tenido un conocimiento indirecto, pero no por ello menos
vivo.
No pudimos por
menos que traer a la memoria aquel gran arquitecto brasileño, Dento Mª
Pinheiro, que formó parte de la Bauhaus, pues aprendió de Gropius las nuevas
tendencias del diseño y tomó como artículo de fe, para el resto de su vida
profesional, la máxima de que la forma sigue a la función. Lástima que con el
ascenso del nacional-socialismo, Mies van der Rohe tuviera que cerrar la escuela
y Pinheiro hubo de irse a trabajar al Nuevo Continente, donde dejó obras tan meritorias
que aún siguen sirviendo de ejemplo por sus sorprendentes soluciones
arquitectónicas.
Ni mi amigo ni yo
tenemos mayor idea de los grandes avances de la arquitectura en aquel periodo
histórico, pero tenemos en común el haber sabido de la vida y milagros del
insigne arquitecto. Sobre todo mi amigo, que vivió largos años en Brasil, donde trabó
amistad con miembros de una rama colateral de aquel, y tuvo la ocasión de
visitar la Fundación Pinheiro en Rio de Janeiro y el célebre rascacielos
horizontal; bien es verdad que un servidor se carteó brevemente, hace ya algunos años – gracias a un
familiar arquitecto que vive en Salamanca – con un sobrino-nieto del arquitecto
brasileiro por razones que no vienen al caso ahora. Asunto del que, por otra parte, ya se habló en otro lugar de
esta bitácora.
Pero no es de ésto de lo que quería tratar hoy. La añoranza es un vericueto de recuerdos
intrincados donde se pierde la noción del tiempo y de la realidad presente. En
realidad, andaba un servidor lamentándose de la mediocridad de los tiempos
actuales y también de la mediocridad existencial a la que le obliga una pensión
suficiente para una digna supervivencia, pero no para moverse por ambientes donde
conocer a personas interesantes por su notoriedad en algún campo de la cultura,
o por su simple forma de estar en el mundo. Dicho sin ambages, este jubilata
lleva una vida corrientita, y se aburre.
Y sí, confieso que esta vez me equivoqué. Porque, por esos caprichos del azar, hace apenas un par de días,
me encontré con el personaje más curioso que uno pueda imaginarse: aristócrata
tronado, poseedor de grandes apellidos nobiliarios a la vez que sufridor de un menos que mediocre pasar, cortés de cortesías anticuadas y más demodé que un gramófono
frente a un iPad Air – Tablet Wifi de 32 GB de esos. Nada más conocernos –
acababa yo de salir de la Alianza Francesa – y estábamos cruzando a la par el
paso de peatones de Santo Domingo, se me presentó con toda la retahíla de
apellidos sonoros, y dijo llamarse Auguste Villiers de L´Isle-Adam. Me invitó a
un café que yo pague porque me pasó la nota con un aristocrático gesto de
indiferencia, y me habló de su familia y las extrañas criaturas que había
conocido en sus andanzas de aristócrata sablista (si es que puede emplearse un término tan fuera de época en tiempos de estafa mediante tarjetas black).
Presumió de
antepasados, algo muy propio de quien lleva los pergaminos familiares dentro de
los bolsillos agujereados del pantalón, y me habló de su ilustre
recontratartabuelo Philippe de Villiers de L´Isle-Adam, Gran Maestre de los
Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, a quien Solimán el Magnífico desalojó
de Rodas tras un largo asedio, y fue a instalarse en Malta con sus caballeros. Yo
de su antepasado ya sabía porque hace años visité el viejo castillo de la Orden
que sigue en pie en la Rodas medieval. Todo lo cual no fue óbice para que Auguste pidiera al camarero una
ración de churros para acompañar al café y diese por supuesto que yo correría
con los gastos.
Pero, en fin, son
pequeñas miserias perdonables. Recuerdo que me habló de la hermosa y pálida Véra,
una de esas damas que acostumbraban a morir entre los brazos de su amante, lo
mismo que murió la prima Concha entre los brazos de Bradomín, tras una noche de
deliquios amorosos. Y, hablando de la frágil Véra, no me resisto a transcribir las palabras de Auguste, tan cargadas de
emoción – … puis ses longs cils, comme
des voiles de deuil, s´étaient abaissés sur la belle nuit de ses yeux – mientras
removía el café con leche con un trozo de churro bastante pringoso. Pero ya se
sabe que los afanes de la supervivencia imponen su presencia a los más
delicados sentimientos. Lo cierto es que la historia de la Pallida Victrix arrebatando a la hermosa dama de los brazos de su
amado, me conmovió bastante. Más cuando Auguste me insistió sobre la inefable
belleza de la pálida joven, de quien su enamorado juraba: qui
verra Véra l´aimera.
Desde mi condición
de jubilado fogueado en las mil mediocridades diarias, no dejaba de pensar que
no sería la primera dama decimonónica que moría de hemoptisis. Que como
historia estaba muy lograda, aunque su sujeto era un tanto socorrido, como cuando
la prima de Xavier de Bradomín, o aquella afamada demi-mondaine tísica,
Violetta Valery, inmortalizada por Dumas hijo.
Pero mi contertulio
ocasional en aquel bar de Jacometrezo insistía en su originalidad a la hora de
contar historias a medio camino entre la realidad, la verdad a medio velar y la
pura imaginación. Y me habló de la Eva Futura, mujer artificial inventada por
Tomás Edison, la cual tenía todas las ventajas de la femineidad y ninguno de los
inconvenientes propios de la mujer
corriente. Aseguró, bajo palabra de noble arruinado, que era él y no otro quien
había puesto los fundamentos de la ciencia ficción, incluso hasta la
denominación de androide (Andrèide,
la llamaba él), abriendo a la literatura del futuro las enormes posibilidades
de los mundos estelares.
La verdad es que,
ante los restos de mi café, yo no alcanzaba más que a recordar a R2-D2, esa
especie de cafetera cilíndrica con patas de Star Wars. Vista mi escasa imaginación,
Auguste Villiers de L´Isle-Adam me miró con cierta condescendencia no exenta de
lástima, pidió un bocata de calamares que envolvió en servilletas de papel y
guardó en la faltriquera, se levantó, me hizo una leve inclinación de cabeza y
se fue con sus apellidos sonoros, sus cédulas nobiliarias y hambres vergonzantes en busca de otro
incauto a quien sablear. Pagué la cuenta y, al levantarme para irme, me di cuenta
de que el bueno de Auguste había olvidado sobre la mesa un libro: Contes cruels.
J.J. tienes un remate que ni "el Juli" Me ha gustado mucho todo, pero sin duda el final es de traca. ¡Enhorabuena, maestro!
ResponderEliminarDento Pinheiro ha desaparecido. Hace años que no se publica nada de él excepto la entrevista en la revista del Colegio de Arquitectos de Madrid y en su blog de usted. Tiene más noticias? Creo que es uno de los personajes más olvidados a pesar de su gran obra reconocida. Es la tónica de nuestros días.
ResponderEliminarBuenas tardes. Envidio su predisposición a conocer caracteres tan a priori interesantes. Y dice usted que se aburre... Un saludo desde Algeciras.
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