Mientras ojeaba (he estado a punto
de escribir: “Ojeando”, pero me he contenido a tiempo) los libros en la mediateca de la
Alianza Francesa, encontré éste que lleva por título TOUTE LA VÉRITÉ. Les scandales, drames, énigmes qui ont bouleversé le
monde. A lo que se ve, se trata de una recopilación de emisiones radiofónicas
de Radio Montecarlo de los años 70 del siglo pasado. Debió ser un programa muy
popular en la época ya que, a petición del respetable, se hizo una edición
impresa (Grasset, 1976) para que los seguidores de la emisión pudieran leer
aquellos episodios que no habían podido escuchar en la radio.
Mientras leía algunos de estos
episodios – con especial insistencia en los más truculentos – me acordaba de
que, durante mi primera juventud, existía un programa en la Cadena SER que
llevaba por nombre “Ustedes son formidables”. El locutor, Alberto Oliveras, te
ponía el corazón en un puño hablando de esos dramas populares que acababan
resolviéndose gracias a la solidaridad de los radioescuchas, quienes ponían sus
picos de dinero como para reunir una cantidad suficiente que permitiera dar un
fin feliz a una situación que el locutor se afanaba en mostrarnos extremadamente angustiosa. Se apelaba al
buen corazón de las gentes y éstas demostraban que “eran formidables”. A mí - que nunca tuve un duro para darme ese gustazo de ser formidable - me
gustaba especialmente porque, como sintonía, sonaba el tercer movimiento de la
Sinfonía Nuevo Mundo, de Dvorak.
Pero no es el caso de este programa
de Radio Montecarlo, porque en él no se trataba de despertar la solidaridad,
sino el morbo popular. Se ve que esa duda de si Stalin había muerto envenenado
o de una hemorragia cerebral, o lo cruel del asesinato de Trotsky de un puntazo
de piolet que le dio un supuesto amigo, aunque oculto agente estalinista, o cómo
pasaportaron con reincidencia a Rasputín, producían un regusto sádico entre las clases populares
monegascas y francesas aledañas. De ahí su popularidad. No había historia truculenta
que no cupiese en esta emisión y que no despertase ese oculto placer que
proporciona el reproche moral frente a seres malvados que acaban recibiendo el
justo castigo a sus perversiones.
Ya digo, leyendo algunas de estas
historias moralizantes (el malvado siempre acaba sufriendo el castigo que merece su maldad) me he tropezado
con una vieja conocida, Erzebeht Bathory, a la que llamaron la Condesa
Sanguinaria. La buena de Erzebeht, allá en la Hungría del S. XV, que se aburría
como una ostra en su castillo mientras su marido andaba guerreando, dio en la
manía de la perpetua juventud y, mal aconsejada por algunos sirvientes infames,
se dedicó a raptar doncellas por los alrededores, a las que desangraba en una
pileta donde ella tomaba sus baños de sangre joven y fresca. Eso aparte algunos
pequeños caprichos sádicos que se permitía, como desnudar a sus criadas y
untarlas de miel para que les mortificaran las moscas y las hormigas.
Pues bien, esta lectura me hizo
recordar aquella peli porno de cuando los primeros tiempos del destape y la
proliferación de cines X en la pudibunda España, que tuvo la virtud de acabar
con las peregrinaciones a Perpiñán de españolitos sexualmente reprimidos. Se
trataba de los Cuentos Inmorales de Valeriam Borowczyk, donde en uno de ellos se relataba
la historia de esta condesa del S. XV. Lo bueno de esta historia cinematográfica
es que te permitía disfrutar de la visión de Paloma Picasso (en el papel de
protagonista) en pelota picada. Verle las carnes blancas y prietas a la hija
del pintor, con esos morritos carmín que siempre llevaba, esos ojazos negros y
ese tumbao de "aquí estoy yo" que se
traía, subía la tensión de los espectadores en muchos kilovatios. Aparte unas
duchas colectivas en el castillo (incongruencia que el espectador ni notaba), donde
se bañaban, antes de pasar por el desangradero, docenas de doncellicas con sus desnudas
y tiernas carnes palpitantes, para gozo del mugiente rebaño de hambrunas carnales que
poblaban la sala.
Supongo que, a estas alturas, la
Paloma Picasso andará con las carnes más bien fláccidas, y sus antiguos admiradores,
sometidos sus miembros a la ley de la gravedad que a todos nos obliga, estarán
para pocos empinamientos y alegrías venéreas. Eso sin contar que las carnes
otrora apetecibles de la Picasso han hecho olvidar el asunto central: las
historias truculentas de Radio Montecarlo.
También leer la historia de Vacher l´Eventreur, o la de Le Boucher de Hanovre (quien vendía en su carnicería la carne de los muchachos), o la de L´Ogresse de la Goutte d´Or (que ahogaba a los bebés en su regazo) produce un estremecimiento placentero, próximo al sadismo, que tiene,
en algún lugar remoto del cerebro, un punto de contacto con el estímulo sexual.
Solo que en esta sociedad actual, descreída de las penas del infierno, ya no
tienes que ir a confesarte de pensamientos y tocamientos impuros. Cosa que sí
ocurría tras aquellas primeras películas donde la lencería ya no ocultaba los
dones con que la madre Venus había dotado a las hembras humanas, y el españolito, temeroso aún del infierno y de las secuelas
Régimen, encendía una vela a Dios y otra al Diablo.
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