Recién
regresado de un viaje por el Midi, el Languedoc y la Provenza, me encuentro con
una invitación para un pase privado de la proyección (que ni es corto ni largo,
sino todo lo contrario) de Míster
Fontaner.
Se
trata de una obra original, realizada en interiores y con medios artesanales,
familiar en el sentido más estricto, que se mueve entre la crítica social y el
absurdo casero. Un primer pase de la película lleva a la conclusión inmediata
de que aquello no tiene ni pies ni cabeza, hasta que algunos detalles,
sabiamente semidesvelados al espectador que desconoce las claves, dan la pista sobre otras
lecturas más profundas. Todo ello adobado con un extraño sentido del humor que
los iniciados podríamos llamar “tomasino”, y una visión absurda de la vida y
las relaciones interclasistas que se mueve entre el absurdo existencialista de
Beckett y el absurdo marxista de Groucho.
Puede parecer mentira que una película con tan escaso tiempo de proyección – apenas 36 minutos –, tan limitada de escenarios – un cuarto
de baño, una cocina, un salón de clase media alta –, y de medios materiales –
una caja de herramientas y una barra de pan –, sea capaz de presentar varios niveles de lectura
en función de la visión de partida que adopte el espectador. Porque, hay que
decirlo sin ambages, es una obra para espectadores avezados. Si el improbable
lector de esta bitácora es un cinéfilo de palomitas y refresco en vaso de papel
encerado, cuando la vea anunciada en cartelera, mejor váyase al bingo. La
lectura de los cartones bingueros no exige mayor desentrañamiento.
Porque,
tras esa aparente anécdota del fontanero que va a arreglar un grifo, se esconde
una reflexión en clave de humor de las complejas relaciones que pueden establecerse
entre un trabajador de bajo estrato social y un miembro de la clase media
profesional. La aparente falta de profesionalidad del primero, vista desde la
perspectiva del segundo, y los permanentes desencuentros a que da lugar esa
falta de sintonía interclasista, dan origen a unos diálogos en el más puro
despropósito.
Puede
entenderse, si el espectador lo quiere así, un nivel de lectura en el cual se
evidencia un deseo irresistible, por parte de Mr. Fontaner, de tomar posesión, siquiera
simbólicamente, de la confortabilidad burguesa del dueño de la casa. Obsérvese
que se pone el albornoz (blanco impoluto, un símbolo de distinción) de la madre
del propietario y hasta toma posesión de su bañera so pretexto de mera
inspección profesional antes de acometer la tarea. Obsérvese también el
aparentemente anodino gesto de abrir el frigo y encontrarse un bacalao al
ajoarriero del que toma posesión, no simbólicamente, como el albornoz, sino
gástricamente. Y lo que podría interpretarse como el culmen de la envidia de
clase: el uso del retrete para defecar y la siesta en el confortable tresillo del salón
burgués.
Pero
si el espectador tiene un sentido social crítico, observará que el profesional
de la fontanería se esfuerza en dignificar su profesión comparándola con la de
arquitecto. Entre ambas, aparte las grandes diferencias de consideración social
evidentes, establece un nexo de unión en cuanto a las habilidades técnicas que
las equiparan. Además, y es significativo de la diferencia entre la conciencia
profesional de uno y el sentido puramente crematístico del otro, Fontaner
quiere expedir una factura con IVA, mientras que el dueño del piso la quiere en
negro, evidenciándose el egoísmo de la clase burguesa frente a la honradez del
modesto autónomo.
Y
aunque los aparentemente absurdos diálogos entre ambos protagonistas despierten
la sonrisa del espectador o les lleven a la franca carcajada, la
intencionalidad semiótica del autor va mucho más lejos. Los despropósitos del diálogo muestran, si el
espectador quiere verlo, la confirmación del desencuentro lingüístico.
Si la lengua común sirve de nexo de unión en un intercambio verbal, todo a lo largo de la proyección se viene a mostrar lo contrario. El propietario del piso no entiende las motivaciones en las que el trabajador se apoya para defender sus criterios profesionales, por más que éste le dé cumplida cuenta empleando sus limitados recursos orales. La lengua común no une, sino que separa en función del espacio social que ocupe cada cual. Para un marxista no grouchista, la solidaridad interclasista no existe. Para un marxista grouchesco, siempre nos quedará el fuego de artificio que provoca un diálogo chispeante. El espectador elegirá entre ambos.
Si la lengua común sirve de nexo de unión en un intercambio verbal, todo a lo largo de la proyección se viene a mostrar lo contrario. El propietario del piso no entiende las motivaciones en las que el trabajador se apoya para defender sus criterios profesionales, por más que éste le dé cumplida cuenta empleando sus limitados recursos orales. La lengua común no une, sino que separa en función del espacio social que ocupe cada cual. Para un marxista no grouchista, la solidaridad interclasista no existe. Para un marxista grouchesco, siempre nos quedará el fuego de artificio que provoca un diálogo chispeante. El espectador elegirá entre ambos.
Para
terminar, habrá que ver si el autor, con sus recursos artesanales y su extraña
visión del mundo, decide emplear los próximos diez y siete años en darnos otra pequeña
joya filmográfica tan fresca en su aparente sencillez como compleja en la
visión de las relaciones sociales; eso sí, trufada con diálogos donde el
disparate aparente esconda una visión del mundo que podríamos llamar, y que perdone
el improbable lector si suena pedante, woodyallerianamente filosófica.
Me ha hecho usted llorar. Con eso está dicho todo.
ResponderEliminarMucho pase privado pero yo no he visto gachises en despiporre
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