martes, 21 de abril de 2015

Desentrañando a Mr. Fontaner


Recién regresado de un viaje por el Midi, el Languedoc y la Provenza, me encuentro con una invitación para un pase privado de la proyección (que ni es corto ni largo, sino todo lo contrario) de Míster Fontaner.

Se trata de una obra original, realizada en interiores y con medios artesanales, familiar en el sentido más estricto, que se mueve entre la crítica social y el absurdo casero. Un primer pase de la película lleva a la conclusión inmediata de que aquello no tiene ni pies ni cabeza, hasta que algunos detalles, sabiamente semidesvelados al espectador que desconoce las claves, dan la pista sobre otras lecturas más profundas. Todo ello adobado con un extraño sentido del humor que los iniciados podríamos llamar “tomasino”, y una visión absurda de la vida y las relaciones interclasistas que se mueve entre el absurdo existencialista de Beckett y el absurdo marxista de Groucho.

Puede parecer mentira que una película con tan escaso tiempo de proyección – apenas  36 minutos –, tan limitada de escenarios – un cuarto de baño, una cocina, un salón de clase media alta –, y de medios materiales – una caja de herramientas y una barra de pan –,  sea capaz de presentar varios niveles de lectura en función de la visión de partida que adopte el espectador. Porque, hay que decirlo sin ambages, es una obra para espectadores avezados. Si el improbable lector de esta bitácora es un cinéfilo de palomitas y refresco en vaso de papel encerado, cuando la vea anunciada en cartelera, mejor váyase al bingo. La lectura de los cartones bingueros no exige mayor desentrañamiento.

Porque, tras esa aparente anécdota del fontanero que va a arreglar un grifo, se esconde una reflexión en clave de humor de las complejas relaciones que pueden establecerse entre un trabajador de bajo estrato social y un miembro de la clase media profesional. La aparente falta de profesionalidad del primero, vista desde la perspectiva del segundo, y los permanentes desencuentros a que da lugar esa falta de sintonía interclasista, dan origen a unos diálogos en el más puro despropósito.

Puede entenderse, si el espectador lo quiere así, un nivel de lectura en el cual se evidencia un deseo irresistible, por parte de Mr. Fontaner, de tomar posesión, siquiera simbólicamente, de la confortabilidad burguesa del dueño de la casa. Obsérvese que se pone el albornoz (blanco impoluto, un símbolo de distinción) de la madre del propietario y hasta toma posesión de su bañera so pretexto de mera inspección profesional antes de acometer la tarea. Obsérvese también el aparentemente anodino gesto de abrir el frigo y encontrarse un bacalao al ajoarriero del que toma posesión, no simbólicamente, como el albornoz, sino gástricamente. Y lo que podría interpretarse como el culmen de la envidia de clase: el uso del retrete para defecar y  la siesta en el confortable tresillo del salón burgués.

Pero si el espectador tiene un sentido social crítico, observará que el profesional de la fontanería se esfuerza en dignificar su profesión comparándola con la de arquitecto. Entre ambas, aparte las grandes diferencias de consideración social evidentes, establece un nexo de unión en cuanto a las habilidades técnicas que las equiparan. Además, y es significativo de la diferencia entre la conciencia profesional de uno y el sentido puramente crematístico del otro, Fontaner quiere expedir una factura con IVA, mientras que el dueño del piso la quiere en negro, evidenciándose el egoísmo de la clase burguesa frente a la honradez del modesto autónomo.

Y aunque los aparentemente absurdos diálogos entre ambos protagonistas despierten la sonrisa del espectador o les lleven a la franca carcajada, la intencionalidad semiótica del autor va mucho más lejos.  Los despropósitos del diálogo muestran, si el espectador quiere verlo, la confirmación del desencuentro lingüístico. 

Si la lengua común sirve de nexo de unión en un intercambio verbal, todo a lo largo de la proyección se viene a mostrar lo contrario. El propietario del piso no entiende las motivaciones en las que el trabajador se apoya para defender sus criterios profesionales, por más que éste le dé cumplida cuenta empleando sus limitados recursos orales.  La lengua común no une, sino que separa en función del espacio social que ocupe cada cual.  Para un marxista no grouchista, la solidaridad interclasista no existe. Para un marxista grouchesco, siempre nos quedará el fuego de artificio que provoca un diálogo chispeante. El espectador elegirá entre ambos.

Para terminar, habrá que ver si el autor, con sus recursos artesanales y su extraña visión del mundo, decide emplear los próximos diez y siete años en darnos otra pequeña joya filmográfica tan fresca en su aparente sencillez como compleja en la visión de las relaciones sociales; eso sí, trufada con diálogos donde el disparate aparente esconda una visión del mundo que podríamos llamar, y que perdone el improbable lector si suena pedante, woodyallerianamente filosófica. 

2 comentarios:

  1. Tomás Ford Serrano21 de abril de 2015, 17:56

    Me ha hecho usted llorar. Con eso está dicho todo.

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  2. Mucho pase privado pero yo no he visto gachises en despiporre

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