En
estos días que todos los perros del pensamiento económico único ladran
a los hijos de Atenea; en estos días que las ménades furiosas del austericidio,
presas de locura mística por la ingestión de sobredosis de crack neoliberal,
escupen su rabia contra la frágil Syriza; en fin, en estos días en que la
prensa afín al no me toquéis el chiringuito que me juego las habichuelas,
enseña sus dientes de perro guardián de las esencias del sistema y ayuda a
despedazar a la víctima propiciatoria que nació en las urnas griegas, este
jubilata se ha fugado a un mundo paralelo y lejano.
No es
porque aquel mundo al que hemos huído temporalmente fuese mejor, sino porque la distancia en el tiempo ha
suavizado sus aristas y nos ha dejado lo que merece ser conservado. Por
situarnos en un espacio de ahora mismo y en un tiempo de aquel entonces, aquí se
habla de algunos monasterios medievales visitados por tierras del Midi y el
Rosellón-Languedoc en las dos primeras semanas de este mes.
Íbamos
buscando – aparte otros intereses viajeros – las huellas de aquellos antiguos
“perfectos” cátaros, quienes buscaban desprenderse de los bienes materiales y
criticaban a la iglesia romana por su riqueza, poderío y alejamiento de la
recta doctrina cristiana. Como es sabido, el papa Inocencio III predicó la
cruzada contra albigenses, en 1208, y ésos terminaron pasados a cuchillo o en la hoguera,
como el último Perfecto conocido del Languedoc, Guillaume Bélibaste, a quien
convirtieron en chicharrones en el castillo de Villerouge-Termenès en
1321. Lo que casi obliga a hacer una
pirueta en el espacio-tiempo – al estilo de las pelis de ciencia ficción – y
descubrir ciertos paralelismos: también actualmente la ortodoxia, no religiosa
sino económica, no tolera interpretaciones heréticas y envía a la hoguera a
estos nuevos perfectos que predican la esperanza de “otro mundo es posible”.
Pero
no, este jubilata quería hablar de viejos monasterios de fundación carolingia
donde un maestro cantero dejó su impronta en forma de capiteles, modillones o
canecillos. Uno de esos artesanos del cincel y la maceta que fue esculpiendo
personajes bíblicos, evangélicos y animales míticos por tierras que abarcan
desde Navarra, Cataluña, Sur de Francia y la Toscana italiana. Por si el
improbable lector no lo supiera, aquí se habla del llamado Maestro de
Cabestany. Un maestro cantero, o quizás una escuela de cantería (el área
geográfica es muy extensa para una sola persona) cuyas señas personales pudimos
ver en dos de los monasterios que visitamos: Sainte-Marie-D´Orbieu, en Lagrasse,
tierras del Rosellón, y en St-Papoul,
en Castelnaudary, por tierras
tolosanas.
Quien
observa sus obras cae en la cuenta de que tienen unas características
específicas y comunes a todas ellas: grandes ojos almendrados, dispuestos de
forma oblicua, cuyos globos oculares están muy marcados y resaltados por los
trepados en las comisuras de las pupilas. Frente estrecha y cabelluda, cabeza
de forma triangular y bocas de labios estrechos. Sus manos son grandes, descomunales, de
dedos muy largos, y los ropajes caen en pliegues al modo de las esculturas
clásicas, dando cierta sensación de volumen y movimiento.
Sería
una buena peregrinación, para quien tuviera tiempo y medios, y humor para ello,
recorrer las viejas iglesias y abadías donde fue dejando muestras de su
originalidad. En Cataluña, San Juan de las Abadesas, San Pedro de Roda o
Peralada. En el norte de Italia, Prato, Sant Casciano… Y, por supuesto, en el sur de Francia, Sant-Hilaire, Cabestany, o los ya visitados por nosotros Lagrasse y Saint-Papoul.
Por
cierto que San Papoul se hizo célebre en la zona por un milagro curioso. Era
discípulo de San Sernin, obispo de Toulousse, quien, a su vez, era maestro del
San Fermín pamplonica que echa el capotico a los mozos que corren el encierro.
Pues eso, el santo Papoul fue martirizado por el original sistema de rebanarle el cráneo como si fuera
una tapadera; finalizada la faena del verdugo, él cogió su cráneo debajo del
brazo y se fue tan campante hasta donde se fundó el monasterio en su honor.
No se
sabe si esa trepanación a lo bestia limitó su capacidad cognitiva el tiempo que
anduvo con el cráneo en la mano. No debió ser así, ya que al lugar donde vino a
ser enterrado le llamaban el país de Cucaña por la riqueza de sus tierras. De
haber vivido el santo en nuestros días, seguro que hubiera elegido la Marca
España - reino de Jauja donde se ata a los chuchos fieles con ristras de chorizos - para aposentarse. Un país donde el milagro de la recuperación económica
es ladrado a los cuatro vientos por los perros guardianes del sistema. Un milagro económico, vamos, gracias a la trepanación craneal colectiva.
Ladran,
luego divagamos.
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