Vivimos un verano que tiene todas las pintas de ser un crematorio a
fuego lento, un anticipo de aquellas calderas de Pedro Botero con que nos
amenazaban a los que un día fuimos niños de doctrina y hoy estamos en edad
provecta. Esos “provectos” a los que en tiempos pasados se llamaba “viejos” y
hoy se les denomina seniors, jubilados, tercera edad, en una colección de
eufemismos que intenta ocultar la jodienda de los deterioros físicos y el paso
del tiempo. Un lifting verbal para ocultar las arrugas vitales que el tiempo
nos va dejando.
No es una queja que este jubilata se crea con derecho a hacer - la de
ser jubilado rugoso mental y físicamente
-, ni tienen motivos para ello, por lo menos mientras la pensión nos mantenga por encima del nivel de
subsistencia; cosa que va ocurriendo hasta tanto los gobernantes actuales no se
terminen de cepillar la hucha de las pensiones, que paso sí llevan de ello. Es más
bien la constatación de un par de evidencias: que este verano hace un calor del
carajo y que un servidor va para setentón.
En ninguna de las dos tiene parte responsable. O sí, según se mire: En lo del calor, cosa del cambio climático, como individuo de la especie animal (variedad Sapiens omnivoro) que está esquilmando el planeta, alguna participación tiene; en cuanto a lo de la edad, por la simple razón de haber vivido todo ese tiempo, algo está contribuyendo. Aunque, bien mirado, es una responsabilidad impuesta por las circunstancias. Si uno fuera jupiteriano o venusino, seguro que las circunstancias serían otras y las responsabilidades, distintas. Pero nunca sabremos si allí hay consumo compulsivo, vacaciones estivales y jubilados ociosos y con las ideas torrefactadas.
En ninguna de las dos tiene parte responsable. O sí, según se mire: En lo del calor, cosa del cambio climático, como individuo de la especie animal (variedad Sapiens omnivoro) que está esquilmando el planeta, alguna participación tiene; en cuanto a lo de la edad, por la simple razón de haber vivido todo ese tiempo, algo está contribuyendo. Aunque, bien mirado, es una responsabilidad impuesta por las circunstancias. Si uno fuera jupiteriano o venusino, seguro que las circunstancias serían otras y las responsabilidades, distintas. Pero nunca sabremos si allí hay consumo compulsivo, vacaciones estivales y jubilados ociosos y con las ideas torrefactadas.
Le preguntaron a Buda en cierta ocasión por qué, cada día, a la
caída del sol, sentado a los pies de un ailanto, se abstraía mirando una ramita
que mecía el viento. Así todos los atardeceres, hasta que el cielo se estrellaba. Intrigaba a sus
discípulos aquella rutina tan sin sustancia en un hombre capaz de dar
respuestas a grandes angustias de la
humanidad como es el afán de eternidad del hombre a pesar de su finitud. Buda
les respondió que en el leve mecer de aquellas hojas se concentraba el sentido
de la existencia humana.
No sabemos si sus seguidores entendieron la parábola. Este jubilata
tampoco está seguro de haber dado con la respuesta, pero la anécdota le sirve
perfectamente para justificar una vida de veraneante rutinario. Lejos de los
ruidos de la capital del reino, despertándose a la amanecida con el canto de
los pájaros (ese jodido mirlo que vive en nuestro pequeño jardín y empieza a
alborotar en cuanto despunta el primer rayo de sol), ese chopo airoso que se ve
desde la cama, meciéndose contra el azul del cielo y acariciando las nubes madrugadoras que lo cruzan, son un
anticipo de las pequeñas rutinas diarias.
No hay mucho que hacer estos días de canícula (más que canícula, gran
perra, que dijo Chus), si no es calarse
el panamá, coger un bastón de punta herrada y echarse a los caminos, buscando
la sombra de los robles y los fresnos. O si no, acercarse a la orilla del río,
ese pobre Lozoya tan menguado de agua que baja este año, y pasear bajo los
pinos de la orilla. En los pastizales próximos, cubiertos por una capa de
hierba amarillenta y reseca, las vacas, indiferentes al paso del caminante, sestean
bajo los árboles. El paseante, ocioso y sudoroso, se sienta en la orilla del río
y, como un nuevo Buda abstraído en el suave mecer de la ramita de ailanto,
observa, ve, oye y saborea el murmullo del agua.
No es mucho. El jubilata no tiene la grandeza del maestro Buda, ni ve
en el mecerse de las ramas el sentido de la existencia humana, solo busca un
poco de frescor mientras piensa en la hucha de las pensiones y en que en cuatro días
será setentón: el tiempo de ocio es mucho y da para estas rumias.
Aunque sí se siente uno un poco franciscano y es cierto que le gustaría departir un rato con los animalejos que habitan el bosque. Pero el hermano arrendajo o el hermano rabilargo, revoloteando entre las ramas del robledo, no gustan de la compañía humana, ni se fían un pelo. La hermana vaca pasa muy mucho del bípedo del sombrero y la garrota, y la hermana cigüeña es gente de altos vuelos y no da pie a una conversación con un vulgar veraneante.
Aunque sí se siente uno un poco franciscano y es cierto que le gustaría departir un rato con los animalejos que habitan el bosque. Pero el hermano arrendajo o el hermano rabilargo, revoloteando entre las ramas del robledo, no gustan de la compañía humana, ni se fían un pelo. La hermana vaca pasa muy mucho del bípedo del sombrero y la garrota, y la hermana cigüeña es gente de altos vuelos y no da pie a una conversación con un vulgar veraneante.
El otro día, sin ir más lejos, cerca del arroyo Aguilón estaba un
lagarto verde que se dejó observar durante casi diez minutos. “Hermano
lagarto”, le decía con amor fraternal, “charlemos de nuestras cosas”. Él se
limitaba a mirarme de hito en hito, no muy convencido de la fraternidad que yo
le ofrecía. Bien por desconfianza natural, bien porque yo no dominaba el
lenguaje con que Francisco de Asís hablaba al hermano lobo y a la hermana
oveja, el lagarto hizo un quiebro y se perdió por una resquebrajadura.
Sin interlocutores, volví a acordarme de la hucha de las pensiones y
de lo necesario que me resultaría un lifting de esos que planchan las arrugas
de la vida.
Me parece que esa frase atribuida a Buda es del Maestro Po en la serie Kung Fu. O, al menos, yo la recuerdo de ahí.
ResponderEliminar¿El tal Po había leído el Sidhartha? Pues entonces...
EliminarBueno, feliz cumpleaños, entonces, Juan José!! Saludos a ese tal Buda que conociste bajo un árbol!! Menudo tipo!
ResponderEliminarJuan José, pues si en Rascafría hace el calentón que dices, imagínate lo que puede hacer en el foro, donde estamos como Luciferes, Belcebúes y cachidiablos, cociendo la sopa logarítmica y fundamental de las entretelas mundiales. No digo esos, digo esa, Lilith, la reina de la oscuridad y de la noche, la que nos cautiva en estos días con más facilidad que nunca a los pobres hombrecillos. Y esto es el remate. Yo, si fuera vaca y te viera pasar cerca con tu sombrerete y tu cachava, te mugiría un poco, para no dar susto y que vieras que era un saludo de amiga. Y es que las vacas y los humanos nos parecemos en que tenemos doble digestión; la segunda nuestra es la que llamamos reflexión. Buda no le haría ascos a esto. Y si se los hace, que se vaya a conocer Rascafría para que vea lo que es bueno. Juan José te mando un abrazo y felicidades, Chus.
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