Estos días pasados este servidor llevaba dándole vueltas al magín, a ver si encontraba un asunto para la bitácora, pero
¡Quia! Y no es por falta de noticias o sucesos sucedidos últimamente – el patio
patriotico está tal que da para que cualquier contertulio todólogo o bloguero iluminado sienten plaza
de hábiles remedia-patrias –, sino por obturación de los mecanismos mentales; esos conductos por donde fluían esas ocurrencias que el atrevido lector de esta bitácora ha tenido ocasión de ver cada vez que se daba una vuelta por aquí.
Pudiera ser, piensa uno de sí mismo, caviloso, que el escribidor de esta bitácora se meta en
demasiados charcos y berenjenales, embarrando fuentes de aguas claras
y hozando huertos ajenos como un gorrín silvestre. Y no me refiero, ya se ha dicho, a la falta de asuntos de que hablar, puesto que el
magma del caldero ibérico no anda falto de ruidos políticos, de borbotones y
bullangas donde meter la cuchara de mis opiniones, sino al mal uso que este
jubilata hace de la única herramienta que le suele sacar de apuros: la
imaginación, esa loca de la casa, como la llamaba Teresa de Cepeda en Las Moradas.
Por ver si desatascaba el conducto por donde fluyen las
palabras escritas, este jubilata se ha pasado los días de turbio en turbio (citar
el Quijote sin citarlo a las claras es marchamo de culto, así que no perdamos
ripio) leyendo algún clásico de la lengua castellana, a ver si, al codearse con
los buenos literatos, se le pegaba alguna habilidad literaria que le sacase del apuro. Pero
ni la riqueza, ni la hermosura, ni el buen decir son cosas que se peguen con el
simple roce: si uno nace para martillo, del cielo le caen los clavos, y mejor
que se aguante.
Y ya que a grandes males les corresponden grandes
remedios, ¿por qué no meterse una rayita de cultismo barroco sin cortar? Y allí
fue recurrir al inefable Gracián, abrir su Criticón
al azar y leer: Después de haber solazado
la vista… no menos se recreó el oído con la agradable armonía de las aves.
Íbame escuchando sus regalados cantos, sus quiebros trinos, gorjeos, fugas
pausas y melodías, con que hacían en
sonora competencia bulla el valle, brega la vega, trisca el risco y los bosques
voces, saludando lisonjeras siempre al sol
que nace. Y la pregunta inmediata: ¿Pero con ese estilo literario voy a escribir
la entrada de hoy? Seguro que los improbables lectores mandan la bitácora al
cajón de correo no deseado, y va a ser peor el remedio que la enfermedad.
Y eso que la censura que hace el
padre Antonio Liperí del libro es de lo más positiva: Contiene, dice el
censor, muchos y saludables documentos morales, declarados con
sutil ingenio y con ingeniosa sutileza, y con un lenguaje gravemente culto y
dulcemente picante; y cuanto más picante, más dulce y más provechoso para la
buena política y reformación de costumbres, pudiendo preciarse su autor de que
miscuit utile dulci, cosas bien dificultosas de juntar.
Oxímoros incluidos, no están las prisas de los
lectores actuales como para pararse en finezas conceptuales ni en cascadas de
sutiles ingeniosidades, tipo: Señoreaba el centro una agradable
fuente, equivoca de aguas y fuegos, pues era Cupidillo, que cortejado de las
Gracias, ministrándole arpones todas ellas, estaba flechando cristales
abrasadores, ya llamas ya linfas. Ibanse despeñando por aquellos nevados
tazones de alabastro… Y disculpe el lector tanta insistencia, que ya acabo con las citas.
Si ese mismo lector al que se ha pedido disculpas en el párrafo anterior, ha llegado hasta aquí, sepa que hay días en que uno no debería
ponerse ante la pantalla del ordenador y sí ante la de la tele, a ver si,
saturadas sus neuronas de intrascendencias visuales, deja de dar la coña y no lanza ese puñado de caracteres binarios al océano internautico. Que la Red es
un sumidero, ya lo sabemos, pero contaminar
a sabiendas el universo virtual con palabrería vana es, cuando menos, un
acto de vanidad estúpido.
Pero nos gusta tanto ser estúpidos cuando no sabemos ser
otra cosa, con tal de alcanzar los quince minutos de gloria que nos prometió el gurú del Pop-Art... Otro día, para desengrasar, a lo mejor nos inspiramos en ese decir conciso de aquel minimalista
del lenguaje que fue Azorín.
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