viernes, 5 de febrero de 2016

Después de haber solazado la vista...

Estos días pasados este servidor llevaba dándole vueltas al magín, a ver si encontraba un asunto para la bitácora, pero ¡Quia! Y no es por falta de noticias o sucesos sucedidos últimamente – el patio patriotico está tal que da para que cualquier contertulio todólogo o bloguero iluminado sienten plaza de hábiles remedia-patrias –, sino por obturación de los mecanismos mentales; esos conductos por donde fluían esas ocurrencias que el atrevido lector de esta bitácora ha tenido ocasión de ver cada vez que se daba una vuelta por aquí

Pudiera ser, piensa uno de sí mismo, caviloso, que el escribidor de esta bitácora se meta en demasiados charcos y berenjenales, embarrando fuentes de aguas claras y hozando huertos ajenos como un gorrín silvestre. Y no me refiero, ya se ha dicho, a la falta de asuntos de que hablar, puesto que el magma del caldero ibérico no anda falto de ruidos políticos, de borbotones y bullangas donde meter la cuchara de mis opiniones, sino al mal uso que este jubilata hace de la única herramienta que le suele sacar de apuros: la imaginación, esa loca de la casa, como la llamaba Teresa de Cepeda en Las Moradas.

Decía de ella (de la imaginación) la de Ávila que era la “tarabilla” del molino, esa pieza de madera que se pasaba el día haciendo ruido para avisar del funcionamiento de las ruedas: la tarabilla parlotea sin tregua, luego el molino está dale que le das a la molienda. Pues bien, esa tarabilla instalada en su caja craneal es la que lleva bastantes días avisandole con su silencio que el molino del escribidor, ese donde lleva a moler sus opiniones, se había atorado. 

Por ver si desatascaba el conducto por donde fluyen las palabras escritas, este jubilata se ha pasado los días de turbio en turbio (citar el Quijote sin citarlo a las claras es marchamo de culto, así que no perdamos ripio) leyendo algún clásico de la lengua castellana, a ver si, al codearse con los buenos literatos, se le pegaba alguna habilidad literaria que le sacase del apuro. Pero ni la riqueza, ni la hermosura, ni el buen decir son cosas que se peguen con el simple roce: si uno nace para martillo, del cielo le caen los clavos, y mejor que se aguante.

Y ya que a grandes males les corresponden grandes remedios, ¿por qué no meterse una rayita de cultismo barroco sin cortar? Y allí fue recurrir al inefable Gracián, abrir su Criticón al azar y leer: Después de haber solazado la vista… no menos se recreó el oído con la agradable armonía de las aves. Íbame escuchando sus regalados cantos, sus quiebros trinos, gorjeos, fugas pausas y melodías, con que hacían  en sonora competencia bulla el valle, brega la vega, trisca el risco y los bosques voces, saludando lisonjeras siempre al sol  que nace. Y la pregunta inmediata: ¿Pero con ese estilo literario voy a escribir la entrada de hoy? Seguro que los improbables lectores mandan la bitácora al cajón de correo no deseado, y va a ser peor el remedio que la enfermedad.

Y eso que la censura que hace el padre Antonio Liperí del libro es de lo más positiva: Contiene,  dice el censor,  muchos y saludables documentos morales, declarados con sutil ingenio y con ingeniosa sutileza, y con un lenguaje gravemente culto y dulcemente picante; y cuanto más picante, más dulce y más provechoso para la buena política y reformación de costumbres, pudiendo preciarse su autor de que miscuit utile dulci, cosas bien dificultosas de juntar. 

Oxímoros incluidos, no están las prisas de los lectores actuales como para pararse en finezas conceptuales ni en cascadas de sutiles ingeniosidades, tipo: Señoreaba el centro una  agradable fuente, equivoca de aguas y fuegos, pues era Cupidillo, que cortejado de las Gracias, ministrándole arpones todas ellas, estaba flechando cristales abrasadores, ya llamas ya linfas. Ibanse despeñando por aquellos nevados tazones de alabastro… Y disculpe el lector tanta insistencia, que ya acabo con las citas.

Si ese mismo lector al que se ha pedido disculpas en el párrafo anterior, ha llegado hasta aquí, sepa que hay días en que uno no debería ponerse ante la pantalla del ordenador y sí ante la de la tele, a ver si, saturadas sus neuronas de intrascendencias visuales, deja de dar la coña y no lanza ese puñado de caracteres binarios al océano internautico. Que la Red es un sumidero, ya lo sabemos, pero contaminar  a sabiendas el universo virtual con palabrería vana es, cuando menos, un acto de vanidad estúpido.

Pero nos gusta tanto ser estúpidos cuando no sabemos ser otra cosa, con tal de alcanzar los quince minutos de gloria que nos prometió el gurú del Pop-Art... Otro día, para desengrasar, a lo mejor nos inspiramos en ese decir conciso de aquel minimalista del lenguaje que fue Azorín. 

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