Habrá por ahí – pensaba un servidor
mientras andaba por lueñes tierras – algún improbable lector que esté sufriendo
en silencio la larga ausencia de esta bitácora. O quizás, esta misma ausencia
le ha habituado a no recibir noticias de ella, o a no echarlas de menos, lo que
es peor.
Comoquiera que sea, no es bueno ni para él ni para mí. Para él porque
se ve privado de esos momentos de lectura intrascendente en los que no está
obligado a tomar partido; para este jubilata, porque la no presencia en la nebulosa
internauta es tanto como una condena al ostracismo, la muerte civil en esta
charca universal de opiniones donde, si no parloteas, no existes. Así que
regreso a ella, a la charca de la cháchara internautica, a croar como una rana
más y unirme a este coro de disonancias donde cada uno dice lo que quiere y
cada cual entiende lo que le da la real gana.
Dicho esto, pues sí, este jubilata
se ha ido semana y media a visitar un par de países del Cáucaso y ha vuelto tan
lleno de nuevas experiencias viajeras que no querría dejar de contarle –
siquiera algunas de ellas, y sin afán didáctico – al lector expectante o acaso
olvidadizo, pero siempre presente en la intención de esta bitácora.
¿…Que estás en Georgia? – me “wuasapeó”
mi hermano – Espero que Putin no haga
ninguna tontería mientras estáis por esas tierra. Yo entendí su
preocupación. Como quien dice, anteayer (en agosto de 2008), Georgia se vio
metida en una guerra por reclamar Osetia del Sur y Abjasia como territorios de
su Estado. Pero la Madre Rusia apoyó a los disidentes y llevó sus tanques hasta
las puertas de Tblisi, la capital, tras ocupar Gori, ciudad natal de Joseph
Stalin. La cosa de la geopolítica quedó en que, por mediación de la Unión
Europea, los contendientes se retiraron a las posiciones previas al conflicto. Desde
entonces, los georgianos se lamen las heridas por la amputación de lo que
consideran parte de su territorio.
El asunto no es lo mismo leído en
la Wikipedia que oído de boca de Maia, nuestra jovencísima guía, quien vio su
pueblo natal ocupado por las tropas rusas. El sentido de frustración y de
irredentismo es algo que ha quedado en el espíritu de los georgianos, a lo que
se une la vecindad inquietante de los grandes que le rodean: Rusia al N (desde comienzos del S. XIX Georgia fue anexionada al imperio zarista, y tras el
bolcheviquismo, una de las repúblicas satélites), más los países islámicos y
opuestos en fe religiosa: Azerbaiyán al S.E y Turquía al S.O. Únicamente la
pequeña Armenia, al S., es vecino no conflictivo, aunque por aquellas tierra
todavía suspiran por la Gran Armenia, como se dirá en otra entrada posterior.
Lo primero que sorprende al viajero
es ese alfabeto, como hecho de gusanitos, el nombre impronunciable de los
lugares que uno visita (las consonantes deben ganar en proporción de 3/1 a las
vocales), y el alarde de religiosidad e influencia de la iglesia ortodoxa en la
vida pública. Eso, y que son unos triperos además de buenos bebedores de vino.
Uno se sienta a la mesa y le sirven una docena de platos distintos, abundantes
en vegetales, legumbres, carnes y variedades de quesos, todo especiado, que el
comensal mezcla a placer. Pero la cocina georgiana es tan complicada como su
alfabeto, así que aquí se apunta y nada más.
Tbilisi la capital, ciudad que
mantiene la belleza de las viejas ciudades medievales, está atravesada por el
río Kurá y rodeada de cerros que conservan una fortaleza y antiguas iglesias.
Y, cuando el viajero se pone en plan culto y visita lugares, éstos son o
iglesias o monasterios. Viejos monasterios existentes desde la implantación del
cristianismo, muchas veces fortificados, y a veces disponiendo de un aula donde
se impartían los saberes de la época. Son lugares de culto y de cultura.
Y lo
que sorprende al viajero profano, es que su arquitectura religiosa apenas sufre
evolución desde los primeros siglos hasta la actualidad. Son edificios sólidos,
construidos en piedra volcánica, tova o calizas, de gruesos muros y escasa iluminación. Planta
de cruz latina, con una cúpula sobre el crucero, y la curiosidad de que los
campanarios suelen ser exentos. Al interior, el iconostasio donde se celebra la
consagración, representaciones icónicas murales y una sensación de oscuridad
que anima a buscar la luz exterior en cuanto se han hecho media docena de
fotos.
Si al improbable lector le cuento
que estuvimos en Velistsije, Signapui, Mtsmjeta, Uplistsije o Tskaltubo, pues como
que le va a dar lo mismo, así que no le diré que también estuvimos en Gelati,
Kutasi, Motsameta y otras que me callo. Sí le sonará Gori, la cuna del
padrecito Stalin, donde se conserva su casa, modestísima, y el vagón blindado
que usaba durante la guerra mundial para no estar nunca localizable.
Próximos a
su estatua, los perros callejeros se enroscan sobre la tierra del jardín y
duermen sus sueños perrunos, ajenos a la efímera historia del sistema soviético
y la escasa gratitud que estas gentes le muestran. Un hombrecillo, con un
cajoncito de madera como mostrador, tiene a la venta pequeños recuerdos con la
imagen de Stalin. Yo le compré un par de cajas de cerillas donde se ve que al
prócer le hicieron un lifting porque exhibe mejillas tersas, pelo entrecano repeinado
y bigote de perfecta geometría. Y muchas medallas.
Entre tanto andorrear por el país,
atravesamos la sierra de Gombori, cadena montañosa previa al Gran Cáucaso, para
entrar en la región vinícola de Kakhti. Nuestra guía Maia, con orgullo patrio, nos
dijo que se cultivaban hasta 500 variedades de uva en su país y que la
tradición vitivinícola se remonta a 8.000 años, como quien dice a los tiempos
del patriarca Noé. El sistema tradicional de elaboración, declarado patrimonio
inmaterial de la humanidad por la UNESCO, se parecía como un huevo a otro huevo
a como lo hacía mi primo Servando en los Montes de Toledo: se pisa la uva y el
mosto se echa en tinajas junto con el hollejo para que fermente. Es lo que por
tierra de garbanzos siempre se ha llamado “vino de pitarra”. Solo que en
Georgia es una tradición milenaria, y aquí un atraso tecnológico.
Como son días de recogimiento
religioso y pascua de resurrección, el país está a medio gas y los museos no se
pueden visitar. Christe Azsca!,
“Cristo ha resucitado” dice la gente a modo de saludo cuando uno entra a
visitar una de las innumerables iglesias. Pero este jubilata se olvida un tanto
de esos piadosos sentimientos y observa el país desde el bus, mientras le
llevan de ciudad en ciudad, de iglesia en monasterio. Y ve muchas casas de
labranza abandonadas, unas vacas desmedradas andando por el arcén, y gran
cantidad de coches de la época soviética abandonados por pueblos, campos y caminos. Viejos Lada ya en puro esqueleto,
que exhalaron su último suspiro mecánico una vez que la economía planificada
murió de inanición.
Y si el viajero es observador, verá
viejos polígonos industriales, en tiempos del comunismo floreciente grandes
complejos fabriles que daban trabajo a millares de obreros, hoy esperando una
reconversión industrial que no se sabe si llegará de los fondos comunitarios,
con permiso de la madre Rusia, claro
está, que pone un ojo vigilante sobre estos hijos desagradecidos que le hacen
guiños a la OTAN y el capitalismo occidental.
Quizás, la impresión más
melancólica la recibió este jubilata viajero en Tskaltubo, ciudad balneario que
tuvo su momento de esplendor durante la época soviética. Un paseo antes del
desayuno me llevó a recorrer calles solitarias desde las que se veían viejos y
enormes hoteles abandonados, con ese aire triste y resentido que se les pone a
los edificios a los que se deja languidecer con las heridas del abandono
asomándole por puertas y ventanas desdentadas.
Sus hermosos parques estaban en
estado salvaje con árboles, arbustos y matorrales que cegaban los paseos,
balaustradas que se desmoronan, enrejados comidos por el óxido… Y en lo que fue
un campo de fútbol, centenares de ranas croaban en grandes charcas. El soberbio
aspecto de antaño se había convertido en penoso olvido de sus grandezas y, para
completar el panorama de desolación, varios perros callejeros se acercaban a
nuestro bus, buscando la caricia del turista. Ni siquiera esperaban algo de
comida, solo que el forastero les
acariciara o, al menos, le permitiera acercarse sin ponerles cara de asco.
Pero que el improbable lector no
saque una idea equivocada de lo aquí escrito. Son una apreciación subjetiva que
no da razón de la hermosura de aquellas montañas, su abundancia de ríos, la
omnipresente cadena nevada del Gran Cáucaso en lontananza, y la belleza agreste de
los parajes donde se asientan los monasterios. El turista allí se hace viajero
y bebe con los ojos todo lo que el paisaje quiere mostrarle.
Si tienes ocasión, lector paciente,
ve y visita el país. No te decepcionará, incluso verás que es otro al que yo te
he descrito.
Observo que comenta muchos detalles de Georgia, salvo que es la patria de la Coca-Cola. ¿No visitó su fábrica de Atlanta, ciudad que por cierto es más fácil de pronunciar que las que usted menciona. Un saludo, y oígo su respuesta por la radio.
ResponderEliminarsitio reservado para subpoles y fails. poco uso y siempre en garaje.
ResponderEliminarPobre polero, siempre tarde.
EliminarEnvidia sana, ganas de ir, poder ir. Me gusta... "ese aire triste y resentido que se les pone a los edificios a los que se deja languidecer con las heridas del abandono asomándole por puertas y ventanas desdentadas".
ResponderEliminarY la gente? Cómo viven? Qué hacen? Algo de idea das con la guía pero me quedo con ganas de saber más. Probablemente es que busco "mi" Georgia.