El arte que resiste inflexible es saboteado y condenado al ostracismo. Todo lo demás es desmontado, privado de su sentido y reconstruido de nuevo. El único criterio del procedimiento es alcanzar al consumidor en la forma más eficaz posible. El arte manipulado es el arte del consumidor.
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Somos una sociedad de gente profundamente infeliz: solitaria, preocupada, deprimida.
Que perdone el paciente lector por todo lo anterior. No
es que este jubilata presuma de haber leído con provecho a Theodor Adorno o Erich Fromm –
los dioses nos libren del nefando pecado de soberbia intelectual –, es que, de picotear
lecturas por aquí y por allá, de forma más bien anárquica, algo se queda
siempre almacenado en la trastienda del intelecto de cada cual y aflora cuando
menos lo esperas.
Todo lo dicho viene a cuento porque, tanto si son pensamientos
prestados como de propia cosecha, me vinieron a la mente el otro día, cuando
nos invitaron a asistir a la inauguración de una inusual exposición de pintura
de un resobrino de la santa, en la academia Artium Peña. En Madrid hacía un
calor del carajo, pero la visita era obligada, tanto por vinculación familiar
como por ver personalmente unas pinturas que ya había visto en el muro ese del
Facebook del autor, pero faltaba el contacto directo, que es donde de verdad
surgen las afinidades o rechazos.
Andaba yo mirando aquel oprobioso devorador de
hamburguesas Gordo avergonzando a su
familia, cuando la santa, con esa su espontánea aversión hacia los
esteticismos fuera de norma que le caracteriza, me pregunto: “¿Pero, de verdad te gusta…?” Y me miró
como pensando: “Mira que tener un marido de gustos tan raros...”. “Bueno…, vamos a ver… - contesté - Lo que se dice te gusta, te gusta... A ver cómo le explicaba yo que
el realismo expresionista no invita al placer estético, de la misma forma que
mi admirado Otto Dix y su expresionismo devastador, retratando la sociedad
alemana de la república de Weimar, es cualquier cosa menos armonioso y
tranquilizador. Por eso, el régimen nazi lo clasificó de decadente y anti
alemán, y quemó gran parte de su obra.
Y si somos sinceros, y no nos ponemos exquisitos, El grito, de Munch, es un horror elevado
a los altares del consumo cultural. Un observador sensato se daría la vuelta y
pensaría: “A éste, que lo encierren”. Y
es que tiene que haber un gramo de locura, de inadaptación a la sociedad
niveladora, para que cualquier pintor, por modesto y poco conocido que sea,
pueda considerarse artista: Nullum magnum
ingenium sine mixtura dementiae fuit, “Nunca existió un gran genio que no
tuviese unos granos de locura”, según Séneca. Y perdone el improbable lector,
ya sabe que este jubilata es un poco cultureta y se perece por meter alguna
cita culta.
Dos pijos
comprando droga, tiene esos gramos, si no
de locura, sí de deprimente y absurdo, que me hizo recordar la frase de Fromm
que va en la cabecera: Somos una sociedad
de gente profundamente infeliz. Insolidaria, deprimida… Dos necios de clase
bien que se meten en los bajos fondos a comprar costo o perico, y son
observados irónicamente por un grupo de personajes de estética zombi, de mirada vacías y curiosidad de gato que observa al ratón. Mientras, ellos se asustan de su propio
atrevimiento por bajar hasta las cloacas de la escala social en busca del chute que dé la
felicidad.
Claro que ese mirar con ojos vacíos es común a toda
la obra de Guillermo (acabo de darme cuenta de que no había dicho su nombre:
Perdona, Guillermo, majo). Viene a ser, piensa el observador, como la constatación que el
pintor tiene del vacío interior de sus personajes. No porque éstos carezcan de
entidad sobre el lienzo, sino porque son el reflejo de seres sociales como con
alma de trapo, viviendo una vida de muertos vivientes que se expresa en esos
globos oculares en blanco, muchos de los cuales observan, sin ver, insistentemente
al espectador. Son inquietantes, producen desasosiego, no temor porque no son
agresivos; es que el espectador, cuando los mira, no encuentra correspondencia
en la mirada de los personajes: los ojos están hueros y nuestra mirada choca
con su vacío. Y no hay nada peor para un observador de la la
pintura como que el personaje te mire desde el cuadro sin ver que estás ahí. No hay forma de
empatizar con la escena observada y de ahí la sensación de intranquilidad y esa incomodidad que te sobreviene, como
si estuvieses en un lugar donde no debieras.
Incluso cuando están en la intimidad de su casa, o
compartiendo una comida familiar, o tomando unas copas en el bar, o de botellón
por Malasaña, estos zombis sin agresividad son como mónadas cerradas: están
físicamente juntos, pero mentalmente aislados. No parece que tengan mucho que
decirse entre ellos y, a lo mejor por eso, algunos miran con curiosidad fuera del
cuadro, al espectador, a ver qué impresión le causan. Solo que, aunque parecen
sospechar que hay vida fuera del cuadro, su mirada no ve. La incomunicación está garantizada: desde dentro, miran sin ver; desde fuera, miramos sin comprender.
Un servidor, aunque tío postizo del pintor – o a lo
mejor por eso –, se siente solidario con su obra y está dispuesto a jurar que
su antiesteticismo expresionista es un hallazgo, un camino expresivo que, a lo
mejor, produce extrañeza o rechazo estético según los gustos del espectador, pero no le dejará indiferente. Es
que expresar la realidad con deformidades es una manera que tiene el artista de
ver el mundo y darle forma, lejos de la perfección y la utilidad que nos
ofrecen los objetos de consumo tal como los vemos en los anuncios de la tele, que para eso está.
Lo que no tengo claro es cómo, esta visión distorsionada de la realidad, puede encajar en los circuitos comerciales donde se decide qué es arte y qué no, qué marca tendencia y qué no; qué debe cotizarse como valor al alza o quedarse en los márgenes del negocio artístico. Porque visiones inquietantes del mundo se llevan como espectáculo de consumo al gusto de las masas. Sirven para disfrutar un rato ante la pantalla y olvidar cuando cambias de canal, no como reflexión sobre un mundo. Bastantes inquietudes tenemos con el terrorismo yihadista y las pateras en el Mediterráneo.
De persistir en esta línea estética, quizás estemos ante un arte de resistencia, minoritario y personal. A lo mejor, aquí se cumplirá lo que dijo don Teodoro Adorno, aquello de que el arte que resiste es saboteado y condenado al ostracismo. Porque, si ha de ser arte apto para el consumo masivo, deberá ser convenientemente manipulado. Así llegará al consumidor envasado, desinfectado, y producirá beneficios a quien tenga la patente. Pero esas miradas inquietantes que miran sin ver, vacías, de ojos en blanco y sin vida, no parecen el mejor camino para el reconocimiento popular y el engorde de la cuenta corriente.
Claro que, a lo mejor, este jubilata no da una en
el clavo, pero no por eso se priva de decir lo que aquí deja dicho, lo mismo que Guillermo no se priva de ver su mundo personal como lo ve. Allá cada cual con sus fantasmas y fantasías.
Has dado en el clavo, Juanjo. ¿Que es lo que quieren los artistas? ¿Vender? (se requiere una gran inteligencia emocional para empalizar con el gusto de los compradores y triunfar. Si pintas bien y tienes talento, puedes llegar a lo mas alto sin necesidad de ser disruptivo y crear polémica) o ¿destacar? (en este caso solo hay que dejar que el ego o la genialidad se apodere del artista. Algunos utilizan técnicas que gustan y tienen suerte; otros, la mayoría, van a contracorriente, solo para sentirse distintos, aunque no vendan un cuadro, que para eso los demás son los raros)
ResponderEliminarPor lo menos no salió el de las carreras
ResponderEliminarEstoy de acuerdo. Es una exposici'on que merece mucho la pena. No se la pierdan que termina el dia 29 de junio.
ResponderEliminarLa crítica del jubilará es muy acertada e, indudablemente, aunque las figuras tengan los ojos blancos, si llaman la atención de espectador.
ResponderEliminarestoy de acuerdo con Juanjo, hoy el marketing de las grandes empresas deciden quienes son los artistas y las tendencias
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