Sepa el lector, aunque improbable no por eso
menos estimado, que un anaquel (lo de anaquel
se dice aquí por no perder el uso) lleno de libros dentro de una habitación, una ventana a la calle y un concierto
para piano de Schumann pueden ser lo más próximo al paraíso que se puede
permitir un simple mortal. La habitación vale tanto como el claustro materno
para un nonato: te acoge y protege; la ventana, la necesaria comunicación con
el mundo exterior: te aísla a la vez que te comunica con él. Y la música, en
este caso un concierto de Clara Schumann, es el líquido amniótico en el que
flota la imaginación del voluntario enclaustrado. Con tan poco, un mundo a la
medida.
¡Vaya! Esta vez el jubilata se ha puesto
intimista - pensará el improbable lector -. Intimista y exquisito, para llamar
la atención. Pero, no. Es que está un tantico harto del mundo exterior y, de
vez en cuando, decide replegarse para sus adentros, a ver si se olvida por un
rato de esas afueras tan ingratas que le toca vivir. No es que lo consiga del
todo, pero al menos el intento da pábulo (pábulo, otro término que muere de inanición) a la redacción de esta
entrada a la bitácora.
Pues viene al caso el título por una entrevista
que hicieron a una filósofa, doña Catherine Malabou (que no tengo el gusto de
conocer, no se vaya Vd. a creer) en L´Express.
– Y aquí se impone un inciso para que el lector no se haga una idea equivocada:
el autor de la bitácora no pretende aparentar que sabe, sólo habla de leídas, con el agravante de que, siendo su memoria inmediata débil, lee y olvida. Por eso, para no olvidar – el
olvido es la aniquilación –, escribe y pretende que los demás lo lean, como si buscase refugio en intelectos ajenos.
Pretende ser, a lo mejor influido por las pelis de ciencia-ficción, como un alien alimentándose de la masa
encefálica de los lectores. Pero en buen plan. O sea: se lanza una idea; ésta, al ser
leída, se aloja en el sistema neuronal del lector y allí vive tan ricamente,
sin molestar. Y al jubilata, que se reconoce flaco de memoria, olvidadizo – y,
por lo tanto, aniquilable – le ilusiona saberse huésped de mentes más
despiertas.
Volviendo al asunto, habla doña Catherine de la
gran plasticidad del cerebro, incluso a edades avanzadas. Nuestras conexiones
neuronales son capaces de cambiar de forma, de tamaño y de volumen bajo el
efecto de la experiencia y la educación. Y, aunque los circuitos neuronales
estén ya formados, pueden remodelarse y crear otros nuevos. Lo cual quiere decir
que, incluso a estas edades que nos vemos obligados a tener algunos, somos
capaces de comprensión, aprendizaje y adaptación. Porque resulta que la
inteligencia humana es un intercambio continuo entre el exterior y nuestro
cerebro, que se adapta, asimila e integra los resultados de su adaptación. La
inteligencia tiene mucho que ver con la educación, la realización personal y el
afecto; aunque aquí no se habla de inteligencia emocional.
La inteligencia se define en términos de
equilibrio: todos envejecemos físicamente, pero mucho más despacio en el plano
mental. La edad nos va desmanguillando – Mme. Malabou no usa esta expresión
popular; yo, sí – este cuerpo que se ha de comer la tierra, o quemar la incineradora,
pero nuestra mente se mantiene activa. Se produce un desfase entre nuestro
deterioro físico y nuestra actividad mental, dando como resultado un desdoblamiento
asimétrico. Y, precisamente, la inteligencia consiste en equilibrar estos dos aspectos:
en acomodar nuestro envejecimiento corporal a la juventud de nuestro espíritu.
Cosa, por otro lado (lo del desfase entre
cuerpo y mente) que un servidor ya se lo había oído decir a un traumatólogo cuando me mandaron
hacer un estudio de la pisada, porque la artrosis de mi cadera me hacía
renquear. Decía el galeno del problema que se estaban encontrando los de su profesión
ante el desfase entre el deterioro físico y la agilidad mental de cada vez más
especímenes humanos de nuestra edad. Lo que podría solucionarse – esto ya es de
mi cosecha – integrando nuestra capacidad cognoscitiva en un sistema de
inteligencia artificial que nos librase de las taras físicas a la vez que
mantenía la actividad cerebral. Cosa de ciencia-ficción que ya se contempla en
algunas teorías sobre IA (inteligencia artificial) leídas en algún papel serio.
El caso es que también le preguntaban a Mme.
Malabou sobre avances cibernéticos y la superación de los humanos por parte de
los cada vez más perfectos cerebros electrónicos. Sostiene que, aunque las
máquinas nos han sobrepasado cuantitativamente (son capaces de cálculo a una
velocidad que no está a nuestro alcance), aún no lo han hecho cualitativamente:
todavía no son capaces de crear como lo haría un artista o un pensador. Porque
se trataría de crear, no de imitar.
La inteligencia artificial, dice, llegaría a
equipararse a la humana el día que fuese capaz de equivocarse y reparar sus
errores. Cosa que, hasta ahora, un servidor nunca a nadie se lo había oído
decir: humanizar las máquinas a través de la capacidad de error y
rectificación. Mira por donde, una de nuestras flaquezas, el cometer errores,
es algo que no está al alcance del chisme cibernético más perfecto que pueda
darse y, por extraño que parezca, nos hace superior a él. Nuestra debilidad nos
hace superiores a los dioses del monoteismo – el error es una cualidad que no se
da en su naturaleza – y la inteligencia artificial más puntera.
Pues, sí, lector paciente. En tales andurriales andaban las elucubraciones del jubilata estos días en que, según informes
económicos publicados por algún medio, cada español debe 24.455 €, si
repartimos la deuda pública entre los ciudadanos de esto que se sigue llamando
España. No extraña que algunos quieran levantar fronteras en el Ebro para que
los impagos queden de este lado.
Por lo que a un servidor y demás pensionistas respecta,
con nuestros ingresos no llegaríamos a cubrir la apuesta ni aun acudiendo a un comedor
social de aquí al final de nuestros días. No hace falta ser muy inteligente para adivinarlo.
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