El caso es, querido aunque improbable lector, que el otro día volví a tropezarme en el parque con mi vecino el depresivo. Iba yo al DIA, comisionado por mi santa, a comprar unas cajas de leche descremada y crucé el Calero. El Calero no es El Retiro, pero es el parque de nuestro barrio. Es, para que el lector se haga una idea, como El Retiro, pero en plan modesto. O sea, en plan barrio.
El parque del Calero – y perdóneseme la insistencia – es al barrio de
la Concepción como El Retiro es a Madrid: su pulmón verde, su espacio de
esparcimiento, su circuito de perros domésticos y de jubilatas quemando
colesterol. Es, en fin, lugar de socialización, de disfrute de un trozo de
naturaleza domesticada, donde mi vecino el depresivo pone en práctica, a su
modo, los consejos de su médico de la cabeza, que no de cabecera: “Usted,
Fulano, camine mucho y piense poco”.
Y mi vecino, que aunque depresivo es muy suyo,
sigue las instrucciones del loquero al cincuenta por ciento. Camina mucho parque
arriba y parque abajo: entre el tornavoz ("auditorio", lo llamamos en el barrio
para darnos importancia) y la comisaría. Puede pasarse toda la mañana dando
vueltas, arrastrando los pies, con aire pesaroso y mirada ausente, hasta que la
mujer le pone un wasap: “Fulano, que ya está la mesa puesta”, y sube a casa.
Respecto al otro cincuenta por ciento, o sea: lo
de pensar poco, la verdad es que no hace mucho caso. Depresivo, pero no irreflexivo, acostumbra a decir, en un arranque de autoafirmación insospechado. Lo de deprimirse es algo sobrevenido por culpa de un Ere que le
puso en la puta calle a los cincuenta y un años: demasiado viejo para competir
en el mercado laboral y demasiado joven para aspirar a una jubilación de supervivencia.
Lo de la depre, tras dos años en la cola del
INEM, estaba cantado. Fata obstant,
acostumbra a decir. Como ya conté una vez anterior, tiene sus puntas y ribetes de
latinista. Lo de reflexivo, lo es por inclinación natural. Por mucho que lo dictamine un miembro del Ilustre
Colegio de Psicólogos, mi vecino no puede ir contra su propia naturaleza: Es maníaco depresivo por inducción y caviloso a jornada completa por convicción. Su cabeza es una olla a presión con la
espita obturada y es capaz de triturar una obsesión durante horas, días,
noches, hasta que la mujer le prepara un coctel de pastillas y le deja aparcado
en el salón de casa como un felpudo: home
sweet home.
El caso es que, cuando yo iba a DIA a cumplir
el mandado de la santa, me crucé en su camino. Estaba el hombre, con su habitual gesto de pesadumbre,
mirando una caca de perro (“una mierda”, dijo él) que había espachurrado con la suela de su zapato izquierdo.“Al que nace pa martillo, del cielo le caen los clavos, …Y, encima, me he dejado las pastillas en casa”,
me dijo, como disculpándose, nada más verme. Yo ya sabía lo que significaba, que en su cabeza se
estaban formando nubarrones y no escamparía en horas. Le di unos golpecitos amistosos
en la espalda y le dije: Nada, hombre, las estadísticas dicen que un peatón
tiene un 27% de probabilidades de pisar una mierda de perro al año. Tú acabas
de entrar en la estadística.
“Todo lo
que sea posible que ocurra, ocurrirá” me respondió. Sabia reflexión, dije.
No es mía, es de Leibniz, contestó. Y es que el hombre tiene esas cosas; desde que le agarró la
depresión, le dio por leerse, por orden alfabético, todos los filósofos que hay
en la biblioteca municipal del distrito. Lo cual es otra forma de retroalimentar
su depre, ya que no puede charlar con los jubilatas que echan la partida en el
Asturleonés.
A ver, si le hablan del último gol del Messi, él trata de razonarlo desde el sistema de causalidad aristotélico y los contertulios del bar se hacen un lío. Así que prefiere dar vueltas por el parque. Eso sí, sorteando heces de perro (menos ese día, que hizo bingo), latas vacías de cerveza, bolsas de plástico, papeles y otros desechos cuya abundancia por los suelos es un indicador del grado de felicidad de nuestra sociedad de consumo.
A ver, si le hablan del último gol del Messi, él trata de razonarlo desde el sistema de causalidad aristotélico y los contertulios del bar se hacen un lío. Así que prefiere dar vueltas por el parque. Eso sí, sorteando heces de perro (menos ese día, que hizo bingo), latas vacías de cerveza, bolsas de plástico, papeles y otros desechos cuya abundancia por los suelos es un indicador del grado de felicidad de nuestra sociedad de consumo.
¿Sabías que un opinólogo – me dijo
mientras restregaba el zapato pringoso de heces contra el bordillo – ha hablado
en el último número de L´Express del
triángulo de poderes? Yo miré el reloj. Obsesivo y monotemático como es, me iban a dar las mil: como me cierren DIA la parienta me va a
chorrear. Pues sí, -continuó, ignorando mi gesto de impaciencia – hay tres
modelos utópicos de sociedad: el tecnológico, el populista y el empático. Según
el primero, la tecnología y el mercado impondrán un control progresivo de la
vida y la política, aumentando las diferencias entre una minoría que controlará
el poder, la economía y la riqueza, y una mayoría sumida en la precariedad.
Según el modelo populista, que rechaza las consecuencias de la mundialización,
fomentando secesionismos, nacionalismos, totalitarismos identitarios o
religiosos…
“Ya, pero es que como me cierren la tienda, mi
mujer me chilla” – le insistí, para que abreviara. “Esa es una contingencia menor
que en nada afecta al devenir social – me replicó. El hombre estaba metido en harina y mis problemas conyugales le traían al pairo –, donde se vislumbra el tercer
modelo utópico, el empático…” “Vale, tío – le corté, ya nervioso –, pero yo ya
tengo bastantes problemas con llegar a fin de mes con la jodida pensión. Y, además
- y aquí me pasé tres pueblos – tienes mierda en el calcetín”.
Mi vecino el depre
me miró con ojos de carnero a punto de degüello, luego miró su calcetín pringoso,
empezó a ponerse triste, triste, y hasta juraría que se le escapó una lágrima. Arrastrando
los pies, se fue camino de casa, a chutarse un pastillazo, según prescripción, dada
su poca resiliencia ante la adversidad.
Tuve cargo de conciencia toda la tarde, con la putada que le había hecho, y hasta
llegué a deprimirme un poco. A lo mejor era contagioso, pensé. Por si acaso, me
prometí que, la próxima vez que lo viera por el parque, le pediría la dirección
de su médico.
Al DIA llegué a tiempo, menos mal.
Al DÍA siempre se llega a tiempo. Cierran muy tarde.
ResponderEliminarInsisten en decir que DIA está al día y no es verdad. Día está depèndiendo del día: unos, bien, otros mal. Pero lo que es a mí, me cierran cuando quieren; sin ir más lejos, el otro día fuí a comprar unos choricillos asturianos y nada, cerrado y solo eran las 22,30. Pero ya veo, que cada cual peche con lo suyo, que no es poco.
ResponderEliminarEn el barrio contiguo, casi en el mismo, está el centro de la "tercera" edad de la calle Panamá. Un día pasé por la acera y se oía música a gran volumen.Entré y los jubilados bailaban... "El relicario", como sus padres, no ellos. Estampa inolvidable verlos allí.
ResponderEliminarYo creo que si mandas para allá a tu vecino, incluso si nos vamos todos al Centro, acabamos en el hospital aquel de Alguien voló sobre el nido de cucó. Aunque, quién sabe... Cualquier cosa preferible a la caca de perro.
Por cierto, está precioso el parque de Calero esta temporada.