El caso es que la otra mañana (19-D) me fui a
Muface a pedir un talonario de recetas médicas. Los jubilatas, ya se sabe, somos consumidores
compulsivos de medicinas, y por eso…
Según iba por la calle, camino del metro, la
ropa se me impregnó de ese sutil aroma a Navidad que flota en el ambiente estos
días: un entreverado de feliz beatitud, contaminación atmosférica y ofertas del
Primak. Al respirar, junto con el dióxido de carbono habitual, el espíritu de
paz, amor y fraternidad cristiana - con un regusto de tarjetas de crédito quemando rueda,
hay que decirlo – me invadió los pulmones. El corazón se me ensanchó y me dejé
arrastrar por los buenos sentimientos que se suponen aledaños a la alegría que
debe imperar de aquí al año nuevo.
El metro, Línea 7 por más señas, iba apretado
de personal: son navidades y había convocada una huelga. Siguiendo mi deplorable costumbre, me
dediqué a contar la gente que viaja abducida por su teléfono móvil. No en todo
el vagón, que iba petado y no me alcanzaba la vista; sólo la gente de mi alrededor. Se trata de una
estadística casera que un servidor acostumbra a llevar sin más objeto que
demostrarse a sí mismo lo evidente: que la masa, conectada a un chisme
electrónico, pierde conciencia de su ser en el mundo real. Esta vez la cuenta
salió redonda: 10 seres ellos/ellas (por no discriminar géneros) eran
transportados por el tren suburbano y por los pixeles que desprendían las
pantallas. Tan solo uno/una (por no ofender sensibilidades) iba leyendo un
libro de esos de papel impreso. Quien esto suscribe, por no destacar ni por un
extremo ni por otro, acostumbra a llevar un E-book, siguiendo la recomendación
de Horacio: In medio uirtus.
Por favó me pue-den ̮a-yudá para
comé…
Por favó me pue-den ̮a-yudá para
comé…
Por favó me pue-den ̮a-yudá para comé..
Una
especie de tonadilla reiterativa, monótona e insistente que emitía un ser enfermo,
desgreñado, sucio y en estado de ruina. Observé a aquella mujer en puro andrajo
humano, observé a la gente de mi alrededor. La mujer negra no movía a piedad
sino a repulsión; llevaba en la mano costrosa unas pocas monedas. Y la gente, que estaba a
lo suyo, se apartaba con discreción cuando pasaba por su lado. Yo hice igual,
me estrujé contra los viajeros de alrededor y la dejé pasar. Era el espíritu de
la navidad.
Se alejó entre la indiferencia y el asquito que
produce el roce de la miseria y la pérdida de dignidad humana. En lo que me
alcanzó la vista, nadie le dio ni una pieza de cobre ni le dedicó una mirada.
Yo tampoco le di nada, aunque la miré como quien mira a un desahuciado. Muchos
ni levantaron la cabeza de la pantalla, pasó la navidad hecha ruina por su lado
y ni se enteraron. Los que sí, escondieron la vista en el teclado del móvil e
hicieron como que no. El pasillo que se había abierto al paso del ser en
descomposición de humanidad, se fue cerrando insensiblemente. Los cuerpos
recuperaron esa pequeña burbuja de aislamiento personal que suele acompañarlos
incluso en las aglomeraciones.
Tras dejar de oír el Por favó me pue… todo volvió a su ser en el vagón. Las pantallas
volvieron a hacer guiños a sus adeptos. Saqué una libretica que siempre llevo
en la bolsa y anoté la letrilla que canturreaba la mujer negra ante la indiferencia
general. De la música, sencilla y rítmica, no me acuerdo, que soy duro de oído
y frágil de memoria musical. Hecha mi anotación y confirmada mi estadística de
abducidos, me sumergí de nuevo en las aventuras de Julien Sorel. Aquella mujer
negra, despojo de alguien que inmigró un día a este país esperando encontrar el
paraíso, ya no es más que una anécdota que sirve para rellenar una entrada en
esta bitácora.
No me haga reproches el improbable lector. Yo,
al menos, la miré a la cara.
Esta pole sí que da pena.
ResponderEliminarAsí es Juanjo, los móviles don la atadura actual que pagamos en cuotas
ResponderEliminarPrecioso. Feliz Navidad
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