lunes, 25 de diciembre de 2017

Maniobras de distracción en torno al 24-Dic.

El caso es que la otra mañana (19-D) me fui a Muface a pedir un talonario de recetas médicas. Los jubilatas, ya se sabe, somos consumidores compulsivos de medicinas, y por eso…

Según iba por la calle, camino del metro, la ropa se me impregnó de ese sutil aroma a Navidad que flota en el ambiente estos días: un entreverado de feliz beatitud, contaminación atmosférica y ofertas del Primak. Al respirar, junto con el dióxido de carbono habitual, el espíritu de paz, amor y fraternidad cristiana - con un regusto de tarjetas de crédito quemando rueda, hay que decirlo – me invadió los pulmones. El corazón se me ensanchó y me dejé arrastrar por los buenos sentimientos que se suponen aledaños a la alegría que debe imperar de aquí al año nuevo.

El metro, Línea 7 por más señas, iba apretado de personal: son navidades y había convocada una huelga. Siguiendo mi deplorable costumbre, me dediqué a contar la gente que viaja abducida por su teléfono móvil. No en todo el vagón, que iba petado y no me alcanzaba la vista; sólo la gente de mi alrededor. Se trata de una estadística casera que un servidor acostumbra a llevar sin más objeto que demostrarse a sí mismo lo evidente: que la masa, conectada a un chisme electrónico, pierde conciencia de su ser en el mundo real. Esta vez la cuenta salió redonda: 10 seres ellos/ellas (por no discriminar géneros) eran transportados por el tren suburbano y por los pixeles que desprendían las pantallas. Tan solo uno/una (por no ofender sensibilidades) iba leyendo un libro de esos de papel impreso. Quien esto suscribe, por no destacar ni por un extremo ni por otro, acostumbra a llevar un E-book, siguiendo la recomendación de Horacio: In medio uirtus.

Andaba a medio camino entre los vistazos discretos al personal aferrado a las respectivas pantallitas y las aventuras de Julien Sorel, sus amores con madame Rênal y su ansia de ser un nuevo Napoleón, cuando se empezó a oír una cantinela que llegaba desde el fondo del vagón. Presté atención ante la insistencia de la cantinela y olvidé por un momento a los felices wasapeadores y los resquemores anti burgueses de Sorel. Poco a poco, llegué a entender la letrilla de aquella especie de melopea que sonaba como una monodia basada en apenas tres o cuatro notas.  Una mujer negra, puro despojo de ser humano, con todas las acreditaciones de drogata, recorría los vagones canturreando:

Por favó me pue-den ̮a-yudá para comé
Por favó me pue-den ̮a-yudá para comé…
Por favó me pue-den ̮a-yudá para comé..

Una especie de tonadilla reiterativa, monótona e insistente que emitía un ser enfermo, desgreñado, sucio y en estado de ruina. Observé a aquella mujer en puro andrajo humano, observé a la gente de mi alrededor. La mujer negra no movía a piedad sino a repulsión; llevaba en la mano costrosa unas pocas monedas. Y la gente, que estaba a lo suyo, se apartaba con discreción cuando pasaba por su lado. Yo hice igual, me estrujé contra los viajeros de alrededor y la dejé pasar. Era el espíritu de la navidad.

Se alejó entre la indiferencia y el asquito que produce el roce de la miseria y la pérdida de dignidad humana. En lo que me alcanzó la vista, nadie le dio ni una pieza de cobre ni le dedicó una mirada. Yo tampoco le di nada, aunque la miré como quien mira a un desahuciado. Muchos ni levantaron la cabeza de la pantalla, pasó la navidad hecha ruina por su lado y ni se enteraron. Los que sí, escondieron la vista en el teclado del móvil e hicieron como que no. El pasillo que se había abierto al paso del ser en descomposición de humanidad, se fue cerrando insensiblemente. Los cuerpos recuperaron esa pequeña burbuja de aislamiento personal que suele acompañarlos incluso en las aglomeraciones.

Tras dejar de oír el Por favó me pue… todo volvió a su ser en el vagón. Las pantallas volvieron a hacer guiños a sus adeptos. Saqué una libretica que siempre llevo en la bolsa y anoté la letrilla que canturreaba la mujer negra ante la indiferencia general. De la música, sencilla y rítmica, no me acuerdo, que soy duro de oído y frágil de memoria musical. Hecha mi anotación y confirmada mi estadística de abducidos, me sumergí de nuevo en las aventuras de Julien Sorel. Aquella mujer negra, despojo de alguien que inmigró un día a este país esperando encontrar el paraíso, ya no es más que una anécdota que sirve para rellenar una entrada en esta bitácora.

No me haga reproches el improbable lector. Yo, al menos, la miré a la cara.

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