lunes, 20 de noviembre de 2017

La inteligencia y otros asuntos de poco interés.-

Sepa el lector, aunque improbable no por eso menos estimado, que un anaquel (lo de anaquel se dice aquí por no perder el uso) lleno de libros dentro de una habitación, una ventana a la calle y un concierto para piano de Schumann pueden ser lo más próximo al paraíso que se puede permitir un simple mortal. La habitación vale tanto como el claustro materno para un nonato: te acoge y protege; la ventana, la necesaria comunicación con el mundo exterior: te aísla a la vez que te comunica con él. Y la música, en este caso un concierto de Clara Schumann, es el líquido amniótico en el que flota la imaginación del voluntario enclaustrado. Con tan poco, un mundo a la medida.

¡Vaya! Esta vez el jubilata se ha puesto intimista - pensará el improbable lector -. Intimista y exquisito, para llamar la atención. Pero, no. Es que está un tantico harto del mundo exterior y, de vez en cuando, decide replegarse para sus adentros, a ver si se olvida por un rato de esas afueras tan ingratas que le toca vivir. No es que lo consiga del todo, pero al menos el intento da pábulo (pábulo, otro término que muere de inanición) a la redacción de esta entrada a la bitácora.

Pues viene al caso el título por una entrevista que hicieron a una filósofa, doña Catherine Malabou (que no tengo el gusto de conocer, no se vaya Vd. a creer) en L´Express. – Y aquí se impone un inciso para que el lector no se haga una idea equivocada: el autor de la bitácora no pretende aparentar que sabe, sólo habla de leídas, con el agravante de que, siendo su memoria inmediata débil, lee y olvida. Por eso, para no olvidar – el olvido es la aniquilación –, escribe y pretende que los demás lo lean, como si buscase refugio en intelectos ajenos.

Pretende ser, a lo mejor influido por las pelis de ciencia-ficción, como un alien alimentándose de la masa encefálica de los lectores. Pero en buen plan. O sea: se lanza una idea; ésta, al ser leída, se aloja en el sistema neuronal del lector y allí vive tan ricamente, sin molestar. Y al jubilata, que se reconoce flaco de memoria, olvidadizo – y, por lo tanto, aniquilable – le ilusiona saberse huésped de mentes más despiertas.

Volviendo al asunto, habla doña Catherine de la gran plasticidad del cerebro, incluso a edades avanzadas. Nuestras conexiones neuronales son capaces de cambiar de forma, de tamaño y de volumen bajo el efecto de la experiencia y la educación. Y, aunque los circuitos neuronales estén ya formados, pueden remodelarse y crear otros nuevos. Lo cual quiere decir que, incluso a estas edades que nos vemos obligados a tener algunos, somos capaces de comprensión, aprendizaje y adaptación. Porque resulta que la inteligencia humana es un intercambio continuo entre el exterior y nuestro cerebro, que se adapta, asimila e integra los resultados de su adaptación. La inteligencia tiene mucho que ver con la educación, la realización personal y el afecto; aunque aquí no se habla de inteligencia emocional.

La inteligencia se define en términos de equilibrio: todos envejecemos físicamente, pero mucho más despacio en el plano mental. La edad nos va desmanguillando – Mme. Malabou no usa esta expresión popular; yo, sí – este cuerpo que se ha de comer la tierra, o quemar la incineradora, pero nuestra mente se mantiene activa. Se produce un desfase entre nuestro deterioro físico y nuestra actividad mental, dando como resultado un desdoblamiento asimétrico. Y, precisamente, la inteligencia consiste en equilibrar estos dos aspectos: en acomodar nuestro envejecimiento corporal a la juventud de nuestro espíritu. 

Cosa, por otro lado (lo del desfase entre cuerpo y mente) que un servidor ya se lo había oído decir a un traumatólogo cuando me mandaron hacer un estudio de la pisada, porque la artrosis de mi cadera me hacía renquear. Decía el galeno del problema que se estaban encontrando los de su profesión ante el desfase entre el deterioro físico y la agilidad mental de cada vez más especímenes humanos de nuestra edad. Lo que podría solucionarse – esto ya es de mi cosecha – integrando nuestra capacidad cognoscitiva en un sistema de inteligencia artificial que nos librase de las taras físicas a la vez que mantenía la actividad cerebral. Cosa de ciencia-ficción que ya se contempla en algunas teorías sobre IA (inteligencia artificial) leídas en algún papel serio.

El caso es que también le preguntaban a Mme. Malabou sobre avances cibernéticos y la superación de los humanos por parte de los cada vez más perfectos cerebros electrónicos. Sostiene que, aunque las máquinas nos han sobrepasado cuantitativamente (son capaces de cálculo a una velocidad que no está a nuestro alcance), aún no lo han hecho cualitativamente: todavía no son capaces de crear como lo haría un artista o un pensador. Porque se trataría de crear, no de imitar.

La inteligencia artificial, dice, llegaría a equipararse a la humana el día que fuese capaz de equivocarse y reparar sus errores. Cosa que, hasta ahora, un servidor nunca a nadie se lo había oído decir: humanizar las máquinas a través de la capacidad de error y rectificación. Mira por donde, una de nuestras flaquezas, el cometer errores, es algo que no está al alcance del chisme cibernético más perfecto que pueda darse y, por extraño que parezca, nos hace superior a él. Nuestra debilidad nos hace superiores a los dioses del monoteismo – el error es una cualidad que no se da en su naturaleza – y la inteligencia artificial más puntera.

Pues, sí, lector paciente. En tales andurriales andaban las elucubraciones del jubilata estos días en que, según informes económicos publicados por algún medio, cada español debe 24.455 €, si repartimos la deuda pública entre los ciudadanos de esto que se sigue llamando España. No extraña que algunos quieran levantar fronteras en el Ebro para que los impagos queden de este lado. 

Por lo que a un servidor y demás pensionistas respecta, con nuestros ingresos no llegaríamos a cubrir la apuesta ni aun acudiendo a un comedor social de aquí al final de nuestros días. No hace falta ser muy inteligente para adivinarlo. 

1 comentario:

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