El caso es que el otro día la santa me mandó con urgencia al DIA, a
comprar una caja de leche para hacer una bechamel. Ante el ordeno y mando femenil, un servidor soltó por lo
bajo varios comentarios micromachistas, quejoso de lo perentorio de la orden. Pero obedeció por aquello de la paz conyugal.
Cruzaba a buen paso el parque del Calero cuando vi a mi vecino el
depresivo quien, con cara de ¡Ay de la
Patria mía!, desgranaba su rosario de lamentos ante un individuo
desconocido para mí. Me paré un momento a saludar y me presentó al desconocido:
era un tabarnés exiliado en la meseta castellana. Por lo visto,
había tenido varios malos encuentros con unos cachorros de Òmnium Cultura de su
barrio, Torreforta, por un quítame allá esas pajas soberanistas. Como le dijeron que allende el Ebro nadie se peleaba por esas cosas, había
liado el petate, había deslocalizado sus ahorros de toda la vida a un banco de
honda raigambre española y había aterrizado en el nuestro barrio.
Como la tendencia o tending
topic (creo que se dice) en las tierras catalanas, en los últimos tiempos,
es una dispersión en busca de cómodos exilios, el tabarnés que me presentaron
había salido por pies de Tabarnia para caer en el Barrio de la Concepción;
exilio, si no glamuroso, al menos, tranquilo y de discreto pasar. Aparte que en
la capital del reino están exiliados el presidente de Tabarnia y algunos
consejeros in pectore, y eso siempre da consuelo a los expatriados y caché a los prófugos políticos trasterrados de su patria ideal.
Se lamentaba mi vecino el depresivo de la última maniobra antiespañola
del señor Puigdemont. Eso de expedir, previo pago, carnés de identidad, pasaportes y otros
certificados de la virtual República independiente de Catalunya le parecía un
delito de lesa patria y le tenían en un sinvivir. La farmacopea de la Seguridad
Social, con sus antidepresivos, estimulantes, calmantes y
sobredosis de Prozac, no mejoraba su estado anímico. Y el tabarnés, dolido por
el destierro, tampoco ayudaba mucho.
A este jubilata, la verdad, vista la cosa de forma objetiva, no le
parecía tan fuera de propósito ni como para tantas angustias. Al fin y al cabo, el
señor Puchimón (así le llamamos familiarmente en casa) había logrado aunar el
patriotismo con el negocio, que, si bien se mira, no tienen contraindicaciones cruzadas y suelen ir de la mano. De hecho – les decía yo a mi vecino el depre y al
tabarnés – un servidor, puesto en la tesitura independentista, me gustaría
tener un DNI virtual al precio que fuera. Si el amor a la patria hay que
pagarlo en metálico, se paga. Aparte que un President
en el exilio ha de mantener, con la dignidad que merece su cargo, un tren de
vida acorde a su status. Y para ello hacen falta unos ingresos regulares que,
si no se logran vía impuestos o con el tan útil como denostado tres por cent, hay que detraerlos del fervor patriótico popular.
Un carné, un pasaporte, o un certificado de pertenencia al pueblo
oprimido, por muy virtuales que sean sus efectos, siempre tienen un soporte
físico que se puede llevar en la cartera, junto a los billetes de 20 euros,
para exhibir con orgullo entre familiares y amigos. Así que su venta y
adquisición tienen la doble ventaja de acreditar la adscripción ideológica de
los adeptos y procurar una honrada sinecura al molt honorable que le permita pagar las mensualidades del palacete
presidencial de Waterloo.
Trabajo me costó convencerles de que yo no era separatista, sino
alguien que comprendía la lógica del asunto en su doble vertiente patriótica y
económica. Tiempo me llevó. Tanto que me hizo olvidar lo del cartón de leche
para la bechamel que estaba haciendo la santa. Subí corriendo a casa. El aceite
y la harina se habían quemado en la sartén. La santa estaba que fumaba en pipa y la
comida sin hacer. Tuve que soportar algunos comentarios aviesos sobre la
inutilidad de los hombres en general y de mi persona en particular. Sacó a
relucir todo el argumentario feminista que convenía al caso para demostrar el
abandono en que tenemos a las féminas los hombres de mi generación. Me llamó
jubilata machista irredento y me mandó poner la mesa.
Comer sí comimos gracias a la inventiva de la santa: un par de huevos
fritos de gallina criada en jaula. Como refuerzo, unas chistorricas de la
reserva estratégica que ella conserva en el congelador. En desagravio, me
ofrecí voluntario para fregar los platos y ni eché la siesta en el sofá, ni
nada.
Mientras le daba al estropajo,
pensaba en los problemas de convivencia que origina la política.
No lo he leído. Mi trabajo es polear. Mi descanso el dormir y el dormir mucho polear.
ResponderEliminarApoyo, como mujer, a su santa. Mandar a buscar leche y volver con las manos vacías sin el blanco elemento dando lugar a una bechamel interrupta es un grave acto machista que espero pague suficientemente. Usted es un jubilata machista y lo ha demostrado en más de una ocasión que ahora no recuerdo. Se lo tiene merecido.
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