viernes, 26 de agosto de 2011

Esas pequeñas manías.-




No digo nada nuevo si digo que los jubilatas estamos instalados en nuestras pequeñas manías. Las manías, a lo que se ve, son posicionamientos mentales que se toman ante cualquier hecho o situación y que, por repetidos a lo largo de los años sin variar el criterio establecido, terminan por enquistarse. O sea, una manía es un quiste mental.

Quistes mentales son algo que nos sobra a los que estamos transitando desde la tercera juventud hacia la edad provecta. Uno de esos quistes mentales, comunmente llamados manías -éste va a título de ejemplo- es el empeño en ser jóvenes indefinidamente, pese a que el paso del tiempo, y el espejo burlón, nos ponen ante los ojos las flaccideces (de entrepierna y otras flojeras de pellejo, y de intelecto, que es peor) que se van instalando en nuestras personas.

Pero no quería hablar de esa absurda manía de ser jóvenes eternamente. Detrás hay toda una serie de intereses de la sociedad de consumo, lo que diluye, en cierta forma, nuestra responsabilidad. Un servidor quería hablar de una manía que tiene muy arraigada y que se manifiesta a cada paso que da por esta ciudad a medio camino entre la desidia municipal y el incivismo de sus habitantes: la manía de la limpieza.

Y va la cosa por un pequeño detalle. Puntualmente, a las ocho de la mañana, mi santa y yo hacemos nuestra particular ruta del colesterol. Desde hace casi dos semanas, al pasar por uno de esos postes que, en algunas calles, marcan la parada de Metro más próxima, hemos observado que algún espécimen bípedo, de la variedad "cafre contumaz", debió darle una coz -quizás, con zapatillas de marca- al poste de marras y rompió el envoltorio de plástico donde se ven esquemáticamente las distintas estaciones y el número de la Línea que las recorre.

Los cristalitos allí siguen, al pie, al cabo de tantos días.

Lo que nos llama la atención no es el incivismo que campa por sus respetos; eso es consustancial a esta ciudad y uno, aunque no se resigna, se aguanta. Lo que nos sorprende es que ningún empleado municipal, del servicio de limpiezas, haya pasado por allí y lo barra.

Se ve que la administración municipal es tan compleja que funciona en compartimentos estanco. Un barredero, por precepto, debe barrer las basuras de la calle pero, a lo que se ve, los cristales del poste de señales es competencia del Consorcio de Transporte, con lo que día tras día vemos el desperfecto, la cachiza de cristales en el suelo y la desidia edílica.

Y no será por falta de medios, oiga. En estos días pasados han retirado ciento veintisiete mil kilogramos de basuras, producidas por el gregario y ferviente entusiasmo de las dóciles multitudes vaticanistas, y a los ediles les ha parecido bien. Tenemos un poste de señales roto por un vándalo en la calle Virgen del Val, y no hay un triste escobón con el que recoger los cachitos.

Claro que, en el Barrio de la Concepción, no acogemos a ilustres y venerables huéspedes, pero no por culpa nuestra, sino de pura escasez de medios. Un barrio de clases medias (y encima, lleno de jubilatas de parca pensión) no es como para mostrárselo al Papa de Roma ni a San Pedro bendito que del cielo baje. Estamos en la periferia de los altos intereses de quienes nos gobiernan.

Pero, al menos, y teniendo en cuenta que aquí la jubilatería es muy de derechas y vota siempre PP, los munícipes PePe que nos gobiernan deberían tener el detalle de compensarles siquiera con un carrito de la basura y una escoba que se pasen por aquí y limpien los desperfectos en un ratito. Yo creo que razón no nos falta, ya que no pretendemos ser visitados por Papas u otros Próceres Excelsos, ni siquiera por el concejal del distrito, sino que nos conformamos con una pasadita de escoba.

No es tanta exigencia...

En fin, maníaco de la policía de las calles, uno se reconoce como tal. Entiéndaseme, lo de "policía" es en sentido clásico de "limpieza y aseo". Término que, cuando un servidor era un sorche que hacía la mili por imperativo patriótico, se empleaba en el ejército para designar una tarea de mantenimiento: Policía y servicios. O sea, escoba, fregona y disciplina.

domingo, 21 de agosto de 2011

Paseando Pamplona.-

Me pregunta Tomás, de coña, si "voy a hacerme eco" -frase muy utilizada por un periodista de su ciudad, me dice- de mi estancia en Pamplona. Pues creo que sí, que "voy a hacerme eco" un rato en esta bitácora. Sobre todo porque Pamplona es, con mucho, la ciudad que más me gusta. Si dijera que es la ciudad más bonita del norte de España, seguro que habría quien protestase, pero méritos no le faltan para ser considerada una de las ciudades mejores para vivir en ella.


Uno, que es un tanto simplista en sus apreciaciones, no puede evitar compararla con Madrid, ciudad donde uno sobrevive. Y lo primero que le salta a la vista es la limpieza y policía de sus calles. Aquí, en la capital, hay una papelera cada 20 metros y bastante mierda entre una y otra. Allí hay pocas papeleras, pero el suelo suele estar limpio y las praderas de césped y parques, cuidados. Conclusión: no es una cuestión de medios, sino de civismo. Y de aglomeración de gentes. No en vano Pamplona tiene unos 200.000 habitantes, lo que hace de ella una ciudad confortable, mientras que la capital del reino es un poblado de aluvión y desarraigados.

Tiene Pamplona ese aire de ciudad burguesa, apacible y un tanto provinciana, donde la gente camina sin prisas, se encuentra por la calle con los conocidos y se detiene a charlar sin miradas al reloj. Allí, la gente pamplonesa de toda la vida, lee el Diario de Navarra y lo primero que mira, al abrir el periódico, son las esquelas funerarias. Miembros de mi familia siguen manteniendo el ritual de leer los obituarios como si fueran las noticias más jugosas del día.

Las visitas a los enfermos hospitalizados ("perder la noche", llaman a acompañarlos en su vela nocturna), al tanatorio y la asistencia a los funerales religiosos, son una forma de relación social muy arraigada. Para un servidor, contaminado por la indiferencia de la gran ciudad, ir al tanatorio a dar el pésame a los deudos del finado es un trámite molesto. Para los castizos pamploneses, una ocasión de afianzar lazos de amistad o familiares; una forma de intercambiar noticias sobre la familia y allegados; un ponerse al día de la historia personal de gente conocida, pero que hacía tiempo no se tenía contacto con ella.

En fin, los lazos sociales se afianzan ante la caja del muerto, tanto en el impersonal tanatorio como en el ritual religioso. No es para dicho los corrillos animados en la puerta de la iglesia o en la sala aséptica, con el difunto embaulado entre encajes y coronas.

Cuando he tenido ocasión -digamos que obligación familiar- de asistir a estos rituales fúnebres, he acabado conociendo primos y familia de ramas alejadas del tronco común, de los que ni sospechaba su existencia. La tribu, así, ata lazos y un servidor se ha sentido miembro de una familia extensa, descubriendo que tenía amplias raíces.

Pero Pamplona es, también, una ciudad hedonista ¿Quién no ha oído hablar del Casco Viejo? Allí hay tantos o más bares y restaurantes por metro cuadrado que en el barrio húmedo ("El Húmedo", que dicen los autóctonos, y que ahora se empeñan los necios exquisitos en llamarlo el "barrio gótico") de León, ciudad por la que también siento debilidad. Uno pasea a media mañana por las calles de Calderería, Chapinería, Mayor, San Nicolás, la inevitable Estafeta... y las ve llenas de pamploneses, turistas, peregrinos, deambulando y tomando vinicos con sus correspondientes pinchos.
Aquí, en esta ciudad, los pinchos son pequeñas obras de arte culinaria con el refinamiento de la cocina más vanguardista. La barra de los bares está llena de bandejas donde se exhiben esos bocados suculentos y uno se encuentra ante la difícil elección de saber cuál será el más sabroso.

Los vinos, de Navarra o Rioja, habitualmente. Este jubilata, desde hace ya muchos lustros, está abonado al rosado, aunque los puristas tuerzan el morro. Preferencia por un local determinado, ya no lo tengo. La tuve, en tiempos, cuando mi primera visita al casco viejo, nada más soltar las maletas, era para tomar un vino y unas sardinas de San Sebastián en El Cosechero, popularmente conocido como Casa el Marrano en toda la comarca. El mote era justo título. En cierta ocasión comprobé cómo, el camarero, que era tuerto y espeso, limpiaba con un migote de pan un platillo con restos de aceite y alguna raspa, y echaba en él una nueva ración de jugosas sardinas fritas. Se ve que era un ecologísta avant la lettre, ahorrador de agua y detergente.

El ambiente de la ciudad es el propio de una sociedad bien vividora que disfruta de sus placeres con total olvido de la crisis económica que nos está devorando. Viendo la forma como esta gente disfruta de sus pequeños placeres, parecen olvidarse los graves problemas de nuestra sociedad. Nadie diría que, en Inglaterra, bandas de adolescentes sometían (durante los recientes días pasados) a saqueo los barrios de sus ciudades, o que la especulación bursátil está mermando los recursos sociales y económicos de toda Europa, o que en Somalia se mueren de hambre por millares, mientras que aquí, acodados en la barra, charlábamos distraídamente con la copa en la mano.

Habría más cosas de las que "hacerse eco" en esta croniquilla, pero ya vale.

Regresamos ayer sábado a Madrid y nos encontramos con un horror de calorina. Encima, esta capital lleva tres días empapada por las multitudes de la grey vaticanista, a cuyo prócer rinden pleitesía el rey, el presidente del gobierno (quien va y besa la mano del Papa, signo de sumisión de la nación toda a lo que simboliza el anciano de blanco, con su perpetua sonrisa de lobo bondadoso y envuelto en albas vestiduras de cordero místico), y toda la prensa adicta, y hasta la policía, que cubre carrera con tanquetas y todo por donde circula el papamovil, mientras aporrea, con la convicción que solo la fe puede dar, a la turbamulta laica que protesta.

Por cierto, y a propósito del besamanos, alguno de sus caros (por costosos al erario) asesores debería haberle explicado al ZP la diferencia entre proskinesis y eleutheria. No un servidor, que está jubilado y no ejerce.
Menos mal que mañana escampa.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Pacontrarias: un viejo manifiesto que sigue en vigor.-



Tras incontables consultas a los más conspicuos astrólogos del mercado mundial del ramo, y previa reunión tumultuosa de los santones poseedores de las verdades universales, enzarzados en discusiones bizantinas sobre la posesión de la Verdad Cósmica, reclamada en exclusiva por todos y cada uno de ellos, se ha llegado a una conclusión obvia que, modestamente, quien esto escribe ya sospechaba. A saber: que la humanidad se divide en dos grupos irreconciliables. Uno, nosotros - los amigos de Paco -, y el resto.


A despecho de los envidiosos, la minoría selecta la formamos Lorenzo y yo, que gozamos -inmerecidamente, claro está- del privilegio de la desinteresada, y no por eso, menos grandiosa amistad de Paco, en cuanto que nos hace partícipes de su cosmovisión acerba y lúcida. Lucidez sazonada con una reconcentrada mala leche que no es sino consecuencia de la apasionada observación del entorno social y, por ende, la fortísima convicción de que los humanos son un hato de cabrones sin remedio conocido ni previsible.


De ese aserto irrefutable se desprende el siguiente corolario, de prístina evidencia para cualquier mente lúcida; esto es: que la humanidad, tanto en la versión bíblica de una primera pareja deshauciada por un dios celoso de sus privilegios, como en la científica que supone el origen humano en un mono primigenio, es una raza de seres biológicamente complejos pero con un intelecto de una simplicidad similar al de las amebas.


Y no fuera eso lo malo, ya que entonces nuestro sufrido planeta sería una apacible charca de infusorios ignorantes, pero felices, sino que, en esa hipertrofiada cavidad ósea que exhiben los humanos en el extremo superior de su espina dorsal, se aloja una deficiente conexión neuronal que les predispone a la comisión de todas las aberraciones conocidas y por inventar, y que les hace merecedores de todas las desgracias que a sí mísmos se causan, con gran regocijo, no exento de justificado menosprecio, de quienes formamos parte de la minoría selecta arriba expresada.


Tiempos hubo, ya felizmente sumidos en el negro pozo del olvido, en que nosotros, los elegidos -Lorenzo y yo- éramos prisioneros de la ignorancia, hasta que abandonamos la mísera condición de humanos gregarios e irraciones por obra y gracia del que fuera nuestro mentor y ahora es nuestro oráculo: Paco, conocido entre nosotros -los iniciados- como Pacontrarias, quien, en suprema muestra de desdén por la sociedad y sus vanidades, se oculta bajo la discreta apariencia de un funcionario de la Justicia española, que es bajeza difícilmente superable, pero prueba inequívoca de su actitud despectiva por las pompas mundanas.


El Boñar, modesto restaurante donde tiene su comedero una heterogénea fauna de albañiles, sudacas, moros de patera, parados sin amo ni morada estable y otros individuos en lento proceso de desintegración social, es el privilegiado lugar donde, ante descomunales pucheros de garbanzos con callos, nuestro Pacontrarias imparte sus conocimientos y reparte sus aceradas opiniones sobre la purulenta y pestífiera sociedad en la que nos toca vivir.


Blandiendo en la mano diestra -a modo de espada justiciera- un tenedor en cuyos dientes se ensarta un trozo de callos rezumando pringue, con voz tronitosa y adusto además, aniquila con su verbo certero todo argumento que suponga una tímida defensa del orden establecido. Su calva potente y su frente vigorosa, cual arietes temibles, lanzan terribles y demoledores mazazos argumentales que desmoronan las mejor elaboradas defensas intelectuales del Sistema.


Aquellas cejas hirsutas que se encaraman sobre sus arcos supraciliares a modo de pilosas excrecencias, imponen tan incontenible temor a su oponente, que éste pierde su hilo argumental y tiembla cual judío tornadizo ante el inquisidor de plantilla. Sus ojos, cual carbunclos igníferos, desde la profunda espelunca de sus cuencas, escudriñan, sopesan al contrario y descubren las fisuras intelectuales de sus argumentos que debarata de un zarpazo encabronado y desdeñoso, mientras se echa al coleto un trago de vino peleón.


En él vemos sus incondicionales la imagen viva del dios bíblico, justiciero implacable y terrible al que nosotros admiramos con reverencioso temor, a la vez que nos embarga la feliz satisfacción de sabernos sus amigos y, por ello, venturosos miembros de la parte privilegiada de la humanidad.


Y, aunque él sostiene que no hay paraíso conocido, nosotros tenemos la íntima convicción de que llegaremos, por lo menos, a disfrutar de un Edén sucedáneo -a falta de mejor premio- el día que veamos en la Puerta del Sol instalada la guillotina, cuya benefactora cuchilla irá cercenando los cuellos de políticos, jueces, capitalistas, burgueses satisfechos, clerigalla, ejecutivos agresivos, especuladores bolsistas, periodistas falaces... y toda la turbamulta de peones, lacayos y paniaguados que, con la sumisión propia de seres inferiores, coadyuvan al mantenimiento de esta sociedad infecta a la que nosotros -roncos de gritar anatemas y próximos al coma etílico- con todo entusiasmo mandamos a la mierda. Amén.

viernes, 5 de agosto de 2011

El coreano (Gente del barrio,4)



En este barrio de jubilatas, nacido en los años cincuenta del pasado siglo, la caída demográfica de la población autóctona ha dado paso a una sociedad un tanto varipinta y multicultural que ha ido llenando los huecos que nuestra baja natalidad ha dejado en los últimos lustros.

Los pequeños comercios han sido ocupados por chinos que abrieron negocios de alimentación y bagatelas de Todo a Euro; también suramericanos y paquistaníes abrieron fruterías que compiten duramente por la supervivencia de sus negocios. Incluso una señora peruana abrió, a pocos portales de mi casa, un taller de arreglo de ropa bajo el pomposo nombre de Retoucherie, como si el nombre afrancesado diese cierta categoría social a la necesidad de dar la vuelta al cuello de la camisa para que parezca nueva.

Pero pocos tienen la oportunidad de tener como vecino a un coreano, como nos ocurre a nosotros. Se trata de un matrimonio de Corea del Sur que alquiló el bar de debajo de casa y se especializó en comidas de su país. Gente laboriosa y cortés para quienes no parece que la crisis económica haya supuesto un problema excesivo a la hora de sacar adelante su negocio.

Entramos en relación con ellos una vez que tuvieron problemas con el suministro de gas natural y subieron a casa para que les ayudásemos a comunicarse con la empresa a través del teléfono. Imposibilitados de entendernos en un idioma que ambos hablásemos, la cosa se resolvió por gestos: ellos gesticulaban en español y nos hacían grandes reverencias al modo oriental, y nosotros hablábamos el coreano por señas, con sonrisas de cumplido a falta de mejores cortesías. A pesar de proceder de culturas tan dispares, fuimos capaces de entendernos y resolver el asunto de la mejor forma posible.

Desde entonces mantenemos una relación educadamente distante -el idioma sigue siendo una frontera que no logramos sobrepasar- con intercambios de reverencias y sonrisas. Lenguaje universal que allana cualquier barrera idiomática.

El restaurante de nuestros vecinos coreanos tiene el exótico nombre de Gayagum y sus clientes son tan exóticos como el nombre que ostenta. Casi todos los días aparece algún autobús lleno de turistas orientales que siguen disciplinadamente a su guía y ocupan el comedor. Cenan a media tarde y desaparecen con la misma discreción con que han llegado. Pero no solo vienen turistas de su país, sino que, de vez en cuando, aparecen personajes de muchas campanillas. Llegan en grandes coches negros del cuerpo diplomático, con guardaespaldas trajeados y discretos. En estas ocasiones, el dueño del local se trajea, sale a la calle a recibir a sus ilustres huéspedes y le da a la bisagra de las reverencias con mucha ceremonia.

En un barrio tan modesto como el nuestro, ver aparecer a tan conspicuos personajes es un espectáculo que observamos desde la distancia de nuestras ventanas, a fin que nuestras mediocres vidas no interfieran en la existencia de gente de tanto tronío. Porque hay formas sutiles, con esa sutileza del oriental que insinúa sin señalarte con el dedo, de marcar las distancias sin ofender a quienes somos clase media de medios pelos. Como nos ocurrió a nosotros.

Un día que teníamos el coche -bastante marrano, como es habitual- aparcado delante del restaurante, apareció con el parabrisas y el capó brillantes. El encargado coreano, con amabilidades y en un español a medio zurcir, nos explicó que lo había limpiado la dueña del restaurante porque la suciedad desmerecía de la cortesía que se debía a los clientes que allí entran.

Ahora no es que me moleste en limpar el coche más que antes, pero caí en la sutileza del asunto y lo aparco donde no perturbe con su marranez las buenas maneras de la cortesía oriental. Que lo cortés no quita lo valiente, oiga.

lunes, 25 de julio de 2011

Más andanzas veraniegas.-



Creería el improbable lector, si ha leído en una entrada mía anterior que pensaba ir este verano a lugares donde las conexiones a Internet y telefonía móvil fuesen inexistentes o azarosas, que estaba exagerando. Pues no.

En Soto de Sajambre, aldea al pie de Picos de Europa, para conseguir línea en el móvil, había que subirse a una piedra y esperar con paciencia el santo advenimiento del ángel anunciador de la conexión, cuando se dignaba aparecer. Y no puedo decir que lo haya lamentado mucho. Es más, si uno hace la prueba a vivir desconectado de las mil tecnologías que nos acosan, descubre que sí se puede y que no se echan de menos. En mi caso, en 24 horas, estaba desintoxicado de la dependencia del móvil, del ordenador, del internete este y hasta de la bitácora que tengo tan huérfana últimamente.

Claro que así me pasa. Mis improbables, aunque fieles lectores, se cansan de pinchar en vacío y abandonan, a falta de nuevas entradas, la lectura de esta bitácora pensada para la charla, para dialogar. Que no otra cosa significa su título tan raro: Conloquendi causa, esto es: para dialogar, para conversar. En fin, el diálogo se convierte en monólogo a cargo de este jubilata, ya que el otro término del coloquiando, el receptor que se supone ha de leerlo y comentar si le apetece, está en abonés absentes, como dicen los franceses.

En Sotres de Cabrales, pueblo asturiano incrustado en lo más hondo de Picos de Europa, descubrimos que, para tener línea, debías salir del pueblo y enfilar el comienzo de la carreterilla. Allí podías charlar por el móvil mientras veías los imponentes macizos calizos en frente, si te lo permitían las nieblas y el orbayu, porque solo un día vimos el sol. Y eso para comprobar, horrorizados, que era fin de semana y había más coches por los desfiladeros que procesionarias en un pinar.

Ya imagino que muchos de mis improbables conocen la zona de Cabrales, con Arenas, el municipio más importante. Para subir desde allí a Sotres hay que hacer 14 kilómetros por una carreterilla que pasa por Poncebos, donde termina la garganta del Cares, que tiene su otro extremo en Caín, en el valle leonés de Valdeón. Pues bien, produce susto hacer esa carretera de montaña entre el precipicio y las paredes rocosas, con más curvas que la Loren en sus tiempos mozos y con una pendiente que obliga a meter la segunda en algunos giros donde no se sabe si, del otro lado, sigue la cinta del asfalto o te vas a desmorrar contra los pretiles del borde de la carretera.

Pero lo que más sobresalta, a los cándidos que buscamos sosiego, es ver centenares de coches aparcados por aquellos

andurriales y montones y más montones de senderistas aglomerándose en la ruta del Cares como si fuese procesión de rogativas. Recuerdo -porque uno empieza a vivir de recuerdos- hace treinta años, cuando Teresa y yo hicimos aquella marcha (ida y vuelta) desde Posada de Valdeón, pasando por Cordiñanes y Caín, antes de enfilar la garganta hasta Poncebos, en el lado de Asturias. Podías encontrarte por aquellos vericuetos a dos montañeros y medio, y el resto del camino eran rebecos, soledad y silencio.

En aquel entonces, en Caín, la única energía eléctrica procedía de una fabriquita de la luz que ponían en marcha por las tardes, los prados del pueblo no eran aparcamientos, sino prados de verdad y con vacas, y para llegar allí en conche había que alquilar el Land Rover de casa Abascal. La gente vivía del ganado, de hacer queso picón en las cuevas naturales y de "pelar tila", que así llamaban a la recolección de la flor del tilo cuando era temporada.

Allí conocimos a una señora que era descendiente del Cainejo, aquél célebre paisano que escaló el primero, como guía del marqués de Pidal, el Naranjo de Bulnes. Nos contaba que su abuelo subió descalzo por las peñas y el marqués en alpargatas, y que la cuerda que usaron había ido a comprarla el marqués a Inglaterra.

Pero son éstos otros tiempos, donde cualquier urbanita se viste de Coronel Tapioca y se echa por esos caminos como si fuese en busca del doctor Levingston a lo más intrincado de las fuentes del Nilo. Además, uno ya no tiene edad para ir por los montes pidiendo a las muchedumbres que le abran paso, bastante tiene con soportar los atascos peatonales en la Gran Vía.
Pero aún luce el sol en las bardas.

sábado, 16 de julio de 2011

Uno que se va.-




Leo en la prensa que la que fue CTNE (la popular Telefónica, empresa de telecomunicaciones propiedad del Estado Español cuando el Estado era patrimonio común de los españoles) y ahora llamada Movistar, empresa trasnacional que explota a sus usuarios y reparte beneficios millonarios entre sus directivos, va a despedir en España a 6.500 trabajadores con el beneplácito del gobierno. ¿Porque sufre pérdidas? No, porque ha de acumular beneficios. Más beneficios de los que tiene actualmente.


Este jubilata sigue practicando la antigua creencia de que los trabajadores son parte de la empresa y su trabajo el principal motor de riqueza de un país decente. En esa creencia, no acaba de entender que echar al paro -aunque sea incentivado- a unos miles de trabajadores ayude a mejorar la economía de este país, ya a medio camino de convertirse en Ex-paña. Y lo entiende aún menos cuando más de un quinto de la población en edad laboral está sin trabajo; cuando la empresa tiene beneficios multimillonarios; cuando los lamentables y múltiples ERE suponen un coste social añadido a las cargas que estamos aguantando entre todos; cuando el empobrecimiento progresivo de las clases medias es fermento futuro de revueltas sociales que llegarán... cuando lleguen, pero llegarán. Y si no, arrieritos somos y en el camino nos encontraremos.


Dice la empresa que tiene 34.000 trabajadores en España, el doble que cualquiera de sus competidores, lo que le resulta muy oneroso para mantener la competitividad en un mercado donde los precios tienen que ir a la baja para mantener su cuota de clientes; bajadas que, por cierto, sus usuarios no vemos por ninguna parte.


Pero uno, que no entiende de macroeconomía, no acaba de entender por qué sus directivos han de repartirse esos bonus tan sustanciosos que ascienden a millones de euros anuales. Tampoco entiende por qué un tal Javier de Paz, íntimo del presidente del gobierno y ¡¡¡miembros del Comité Federal del Partido Socialista!!!, ha de asegurarse unos ingresos de 1,4 millones de euros por pertenecer al consejo de administración de Telefónica y de sus filiales en Argentina y Sao Paulo. Individuo, además miembro asesor de Telefónica Latam y de Telefónica Andalucía. Asimismo, presidente de la Comisión de Regulación del Consejo Asesor de Telefónica de España.


En fin, al jubilata le entran mareos cuando lee todos los cargos del señor ese que, por lo que se ve, es como dios omnipresente: en todas partes está (entre los íntimos de la Moncloa, entre los altos cargos del PSOE, en los órganos decisorios de Movistar) y en todos influye a mayor gloria de la verdadera religión de Todo por la Pasta. Y eso que uno no sabe de la misa la media e ignora la cantidad de tiburones conspicuos instalados ahí dentro, aparte del susodicho.


Por eso, este jubilata decide que se va de Movistar. Decide que no está más dispuesto a pagar 70 euros mensuales por su conexión a Internet. Decide que con su dinero no va a pagar a los Alierta, Javier de Paz y otros tantos oficiantes de la religión neoliberal, y se va a dar de baja.


Son sólo 70 euros mensuales, pero uno con su dinero va a donde le da la gana, o donde puede, que tampoco las otras empresas de telefonía se dedican a la caridad. Pero, al menos, protesta y quiere que conste. Y, aunque dispone de bien pocos e improbables lectores de su bitácora, invita, a quien quiera hacerle caso, a bardonar el barco de Movistar y dejarlo a la deriva con sus ratas al timón.


Este jubilata ha de decir en su descargo que no se trata de un calentón momentáneo. Que lleva ya meses pensándoselo y leyendo las noticias que le llegan al respecto, y ahora que el gobierno ha autorizado el despilfarro de tanta mano de obra y dineros públicos, es el momento de decidirse a obrar en consecuencia y buscar nueva operadora. Así podrá cambiar el objeto de su cabreo y descubrir (sin sorpresas, por otra parque) que quien le venda el nuevo servicio de telefonía es el mismo perro capitalista, pero con distinto collar.


De momento, para que el improbable lector vea que uno reflexiona antes de actuar, este jubilata aparca su decisión y se va una semana a Picos de Europa, a ver si el contacto con la naturaleza le hace olvidar los despropósitos de un sistema económico voraz que empobrece a la sociedad para enriquecerse a su costa.

lunes, 11 de julio de 2011

Por el Valle de Mena




El caso es que cuando decía por ahí que iba a pasar una semana en el Valle de Mena, todos ponían cara de extrañeza: ¿Y eso por dónde cae?Pues cae al norte de la provincia de Burgos, por tierras de Merindades, lindando con Vizcaya y muy próximo a Cantabria. Bosques de hayas, robles, quejigos, arces, avellanos, majuelos, grandes praderías con sus vacas y todo; atravesado por el río Cadagua naciente entre calizas al pie de Peñamayor y tributario de la ría de Bilbao; con pequeños pueblos de arquitectura montañesa, casas sólidas construidas en sillarejo y con buenos corredores soleados, torres defensivas señoriales, iglesias románicas, un tramo de calzada romana (la de Castro Urdiales a Herrera de Pisuerga). Un pequeño paraíso natural donde, a pesar de que el urbanismo salvaje ha dejado sus destrozos en la capital del valle, puede uno perderse sin mayores problemas.
No sólo naturaleza, también son lugares cargados de historia porque son tierras de tránsito entre la costa y Castilla. De hecho, esta es tierra de foramontanos, aquellos primeros pobladores de Castilla que bajaron desde los montes cántabros y astures para repoblar tierras ganadas a los moros en el avance del reino astur hacia la meseta del Duero. Gentes libres que ocuparon tierras despobladas con la azada en la mano y la espada al cinto.

Por aquí abundan torres señoriales levantadas durante la Baja Edad Media, cuando la nobleza local fue afianzando su poder en torno a las aldeas, y siempre en pugna entre familias nobiliarias por el dominio de pastizales y labranzas. Son torreones cuadrados, a veces protegidos por una cerca, como el de Villasante de Mena, que pueden verse en la distancia, sobresaliendo por sobre los tejados de los pueblecitos.

Aquí todavía hay vestigios de un ramal secundario del camino de Santiago que transitaba desde los puertos del Cantábrico, pasando por Valmaseda, y atravesaba el valle en dirección a Espinosa de los Monteros y Burgos. Como testimonio quedan las imágenes talladas en piedra en arquivoltas y capiteles de las iglesias de Vallejo y Siones. En San Lorenzo de Vallejo puede verse, en una arquivolta de su portada principal, un peregrino con su bordón y venera, y en Santa María de Siones, en un capitel , puede verse un barco cargado de peregrinos.

Por ser lugar de paso entre el mar y la Meseta, lo cruzan rutas comerciales antiguas y recientes. Así, sobre la calzada de Irús transcurre el Camino Real de las Enderrotas por el que pasaban las recuas de los arrieros llevando lana y cereales hacia la costa y regresaban con hierro y pescados secos hacia Castilla. Por aquí circuló en la Edad media la lana de la Mesta, desde las ferias de Burgos, pasando por Valmaseda hacia los puertos norteños. Y también por aquí se trazó, y sigue activo, el tren de La Robla que los industriales vizcaínos del S. XIX mandaron tender para subir el carbón de las minas leonesas hacia las ferrerías vizcaínas, cuando un repunte en el precio del carbón inblés les obligó a buscar nuevas fuentes de energía más baratas.

¿Quién dijo que son tierras desconocidas, éstas del valle de Mena? Son desconocidas para quienes desconocen su propia historia y se conforman con las playas de moda y muchedumbre.

Este jubilata, que para ruidos y algarabías ya tiene bastante con los que produce la capital del reino, se calzaba las botas cada madrugada y se iba a recorrer caminos y atravesar pueblos silencionsos; al paso, saludaba a las vacas que rumiaban plácidamente en los prados y hasta se paraba un rato a admirar, desde el lado de acá de la cerca, a un cabrón espléndido, con sus grandes barbas y su empaque de semental cabruno, que solía tenderse junto a su harén bajo la mirada atenta de un mastín. Incluso se las tuvo que ver, junto a una antigua ferrería entre Vallejo y Villasuso, con un par de perros fieros que le salieron al camino y por poco le despedazan. Menos mal que el garrote es un buen compañero de camino. Si no es por eso, otras serían las aventuras a contar.

Y como uno es reincidente, de aquí a una semana volverá a irse a tierras de montaña, esta vez a Picos de Europa, allá por el valle de Sajambre, para subir a Vegabaños y recorrer los desfiladeros y comer buena cecina. Lo de ir a la playa será por obligación familiar, pero de momento no quiero ni pensarlo porque es que me espeluzno, coño.

domingo, 3 de julio de 2011

Antes de que me rescaten.-



Últimamente está muy de moda eso de rescatar países, incluso si los interesados no están nada conformes con la manera en que se lo imponen. Sirva como ejemplo lo de Portugal o Grecia, país éste prácticamente en quiebra, al que van a rescatar - con la inestimable y desinteresada ayuda de bancos franceses e ingleses - a pesar de los propios griegos, quienes gritan su cabreo en la plaza de Syntagma, aunque parece que nadie quiere oírles.

Para rescatar el país les obligan a vender en almoneda aeropuertos, carreteras, hospitales y todos aquellos bienes nacionales cuya pignoración servirá para tapar agujeros financieros... si lo logran, que todo vaticina que no. El friso del Partenón y otras joyas arquitectónicas no será necesario que las pignoren, ya que se las fueron robando en siglos pasados. Lo del expolio actual es otra cosa, va en plan fino y mediante ingeniería financiera.

En Cataluña, con la derecha nacionalista haciendo patria, también están en eso del rescate de la deuda pública, así que venderán hospitales y cualquier infraestructura de las que sacar las perras para devolver los créditos bancarios y tapar agujeros, como en cualquier economía doméstica, pero a lo bestia. Por lo visto, para que Cataluña sea Una, Grande y Libre, es necesario que sus habitantes disfruten de peor sanidad, peor educación pública y sean más pobres y con servicios públicos bajo mínimos. Con lo cual, uno, así a bote pronto, no ve la ventaja de pertenecer a la gloriosa patria cataláunica. Menos aún cuando Arturo Mas, si no he entendido mal, ha dicho por ahí que con que el Estado controle la policía y los jueces, el resto de las competencias sobra. Barra libre, amigo especulador.

Claro que al resto de las Españas también nos van a apretar los machos, un poco más, en cuanto ZP, con sus maravillosas medidas para tranquilizar mercados, tome boleta; y si no que nos cuenten lo de los informes de la FAES (todo queda en casa: informes y la pasta que cuestan) a propósito del copago de la sanidad pública, que algunos, ignorantes del complejo mundo de la financiación de los servicios públicos, vemos como un repago sin tapujos.

De momento, no sabemos bien lo que van a hacer: piden informes, los guardan en el cajón, y no dicen ni mú sobre lo que será de nosotros de aquí a pocos meses, cuando la gaviota enseñoree nuestros cielos. Imagino, puestos a ello, que harán como su primo ideológico -dentro de la familia neoliberal, se entiende- Arturo Mas: esquilarnos el vellón como actualmente, pero dentro de la más pura ortodoxia neocón.

Pero, ahora que me doy cuenta, no quería hablar de esas cosas porque estamos de vacaciones y en Madrid hace un calor del carajo. Se ve que a este jubilata le han patinado las neuronas y se va por los cerros de la demagogia casera. Aunque, eso no, no hace daño a nadie con decirlo: le basta al improbable lector con darle al ratón y saltar a otra cosa de más enjundia.

Lo que quería decir es que este humilde servidor se toma unas cortas vacaciones antes de que lo rescaten. No sea que a la señora Merckel le parezca mal ver cómo un sus scrofa domestica, miembro de la piara que forman los países PIGS, se toma semejante libertad. Ya se sabe: los mediterráneos somos improductivos, manirrotos y amigos de pasarnos la vida por el arco de triunfo, todo lo contrario de los ciudadanos germánicos, tan disciplinados ellos y trabajadores, y que encima le votan.

Pues eso, antes de que las fuerzas del mercado, las instituciones europeras, el FMI, el G7 y nuestros nunca bien ponderados políticos, metan mano a la tijera de rescatar jubilatas y nos recorten -con la mejor intención, eso sí- la paga, el transporte público, la sanidad..., un servidor se va a gastar la extraordinaria en perderse por montes donde la conexión a Internet es azarosa y el móvil no tiene cobertura. Perderá información de primera mano, pero ganará en tranquilidad.

Puede que, paseando por los hayedos, se le oxigenen las neuronas y vea con otros ojos las ventajas de la economía de mercado. Puede, incluso que le parezca bien eso de que el Banco Central Europeo preste a la banca privada sus capitales al 1,5% y que ésta los invierta en deuda pública de los estados en riesgo de insolvencia al 5 o al 6%. Puede, en fin, que cuando regrese a la capital del reino, ya le hayan rescatado sin contar con él, ni importarles un carajo su modesta opinión.

De lo que sí está seguro este jubilata es de que, a su regreso, seguirá protestando -con demagogia o a palo seco- desde su modesta bitácora. Y, aunque a la señora Merkel le moleste, uno seguirá siendo un cerdo de la piara de Epicuro, que es una de las pocas cosas dignas que se puede ser en estos tiempos azarosos.

lunes, 27 de junio de 2011

M* y el perro.-



M* es una mujer extraña. Próxima a la cincuentena, retraída y asustadiza, es una de esas personas que rehuyen el trato con los demás con el miedo enfermizo de quien teme ser maltratado sin razón aparente. Su cara no refleja emociones, como tampoco las reflejaría un muro.

Vive en una calle próxima a la mía, en una finca de vecinos que comparte con la nuestra el patio posterior. Nos conocimos hace varios años, cuando yo fui presidente de mi comunidad y tuve relación con ella que, a su vez, presidía la suya. Subía a su casa, hablábamos de asuntos de interés común a nuestras repectivas comunidades y me trataba con amabilidad. Pero, cuando nos veíamos por la calle e intentaba saludarla, sistemáticamente me evitaba. Como si yo fuera un extraño del que hay que desconfiar. A mí, su actitud me descolocaba y no sabía a qué atenerme con ella. En su casa me trataba con deferencia, pero en la calle me ignoraba.

Algún tiempo después, por otros vecinos que la conocían de toda la vida, supe lo peculiar de su carácter y no volví a preocuparme. A partir de entonces, cuando me cruzaba con ella, yo también hacía como si no la viese. Aun así, al pasar a su lado, la miraba de reojo a ver cuál era su reacción. Pero ella no movía ni un músculo de su cara inexpresiva al verme; puede decirse que mostraba la misma apatía que un semáforo ante un coche de bomberos. Pero algún rescoldo de emociones debía haber tras sus ojos inexpresivos.

Lo digo porque hace un par de años que se compró un perro. Un perro de pelo blanco y mirada inteligente, y, por lo que he podido observar, caprichoso y testarudo como un niño consentido. Con frecuencia, veo a ambos pasear por la acera de nuestra calle o por el parque. Él va delante o detrás de su ama, a su antojo, pero siempre marca el ritmo y decide dónde pararse y hacia dónde ir. Ella obedece.

Hay veces, en mis noches de insomnio, que, a eso de las cinco de la madrugada, me asomo a la ventana de la cocina y los veo caminar por la acera de enfrente: primero, el perro blanco marcando el ritmo, luego, ella. Lo peculiar del caso es que la cuerda que los une no sirve para sujetar al perro, sino para que éste tire de su dueña y la guíe. A veces, el perro decide correr y M* emprende un trotecillo torpe a su zaga, como con miedo a que el otro la riña si no logra mantener el ritmo que él marca. Otras, el perro va detrás del ama, relajado y casi con el aire filosófico de quien rumia sus perrunos pensamientos. Ella, delante y a pasitos, va fumando su pitillo y se nota que su cabeza no rumia ningún pensamiento de interés.

Cuando el perro blanco decide no caminar, M* lo saca a paserar en un cochecito como de niños, pero para perros, que le regalaron un cumpleaños.El cochecito tiene un armazón de aluminio y el capazo es de color rojo. El perro, tan telendo, se sienta en él mirando al frente con interés, y M* detrás, lo va empujando ajena a las miradas divertidas de los viandantes. Indiferente, estólida el ama, el perro tiene un aire más despierto.

A eso de las tres de la tarde, la hemos visto en la parada del autobús. M* despide al marido, que va al trabajo. Un hombre de complexión gruesa, con un chaleco de explorador y su permamente cachimba entre los dientes. No hablan. Cuando el bus llega, el hombre, como de cumplido, da un beso en la mejilla a M*, y otro beso, en los morrros, al perro, y sube al transporte. M*, con su inexpresividad apática, mira al perro y éste decide por dónde darán el paseo. Tomada la decisión, echa a caminar con su ama detrás. Nunca he visto bípedo más obediente.

miércoles, 22 de junio de 2011

Compro oro.-











"Como ave precursora de primavera, en Madrid aparece la violetera, que pregonando, parece golondrina que va piando..." No sé si el improbable lector conocerá esa canción tan madriles. Tampoco sé si, en su ciudad, con eso de la crisis económica, las aceras se han cubierto no de golondrinas volanderas anunciando una primareva de abundancia y birra para todos, sino de un crudo invierno de recesión, con bandadas de gurriatos en paro a los que la necesidad empuja a enfundarse los cartelones de hombre-anuncio y repartir papeletas de un amarillo purpurina (penoso remedo del noble metal) con la consigna "Compro oro".
No estoy muy seguro de si el batacazo de la economía financiera fue precursor, o sus barruntos fueron el previo origen de la proliferación de esta bandada de pardales que pía su falta de trabajo digno por las calles de nuestra ciudad. Lo cierto es que hay una relación de causa a efecto: cuanto mayor la iniestabilidad laboral, cuanto mayor dificultad para encontrar trabajo, mayor el número de humiles pájaros desempleandos dándole al pío-pío de "compro oro, ofrezco la mejor tasación".


Uno, que vive en esta babel capitalina, casi acaba por acostumbrarse a todo y a todos: a los jóvenes que se plantan en la Puerta del Sol y deciden reinventar una democracia, sin burocracias partidistas y sin corrupcción. Incluso se acostumbra a los que, de repente, han sacado sus credenciales de demócratas de toda la vida -que recuerdan a aquellos duros de calamita sobredorada de Alfonso XIII- y, a través del TDT Party, se desgañitan "¡¡Kaleborroca, kaleborroca!!" y exigen del Ministro de la Porra mano dura contra la jauría perroflauta. También se acostumbra (qué remedio) a los incívicos que arrancan papeleras de madrugada, tras el botellón finde; y al jubilata que juega plácidamente a la petanca en el parque del Calero; y al inmigrante africano que se saca unas moneditas ofreciendo La Farola delante de la puerta del DIA...


Como la adaptación al medio es condición indispensable para vivir en esta barahúnda de Tócame-Roque, quien esto escribe también se ha acostumbrado a tropezarse con ese tropel de anunciadores del "compro oro". Va por la calle Alcalá, en el cruce de Conde Peñalver con Goya, y se da de bruces con una bandada de infra-trabajadores que, por un puñadito de euros diarios (sin cotrato ni seguro), reparte papelinas con la consigna que invita a hacerse con dinero rápido cuando la necesidad aprieta.


Y si pasea por Sol, ahora que los Indignados la han dejado expedita, la bandada de hombres-anuncio le acosa a cada paso. Uno le pone la papela en la mano y, antes de llegar a una papelera donde echarla, otro más vuelve a ofrecerle otra nueva papela; dos pasos más allá, un tercero, y hasta un cuarto se las ofrecen de nuevo. De tal forma que, si uno quisiera venderles oro a cada uno de los patrones que les comisionan, necesitaría ser dueño de un Potosí para atender el requerimiento de todos ellos.


Ya sé que es inútil decirlo, pero no dejaré de hacerlo: Este jubilata, oro, lo que se dice oro, no tiene, aparte un Dupont que le regaló la santa cuando ambos éramos jóvenes y el amor se demostraba con regalos caros. A estas alturas de la vida el oro no significa gran cosa; basta con caminar de la mano, que los regalos caros ya son innecesarios. Aun así, el Dupont no pienso vendérselo a los merecaderes de oro, buitres de la necesidad ajena.


Sé tambíén que, por algún armario, anda rodando un trozo de puente dental con fundas de oro, de cuando aún no se habían inventado los implantes. Pero tampoco eso quiero vendérselo a esos carroñeros que le roen las tripas a quienes no puede llegar a fin de mes, o les vence el alquiler de un cuarto en una mala pensión, o han de solventar cualquier penuria económica por la vía rápida.


Estos mercaderes del oro a pequeña escala, predadores de economías domésticas anémicas, son carroñeros en lo más bajo de la escala trófica que engullen aquellas pequeñas joyas familiares, con más valor emocional que crematística. Pero, gramo a gramo, van drenando el metal hacia los enormes sumideros donde el oro se acuña en barras y se guarda en cajas de seguridad de quienes nos aseguran que la recesión económica exige sacrificios sociales, renuncias a derechos consolidados y mayor productividad, según la mágica fórmula de más horas de trabajo por menor sueldo.


De repente, el jubilata se da cuenta de que vive en una sociedad dominada por una escala bien organizada de depredadores: Desde el gran predador que devora economías de países en riesgo, pasando por el político depredador de votos cautivos, hasta el avechucho de uña retorcida que malpaga a los hombres-reclamo del "compro oro" y araña hasta las últimas hilachas del metal con que da lustre al gran becerro de oro de la economía de mercado.


Este jubilata, harto de la vulgaridad crematística que todo lo enseñorea, abre de nuevo el Cántico de Salomón y lee, saboreando cada palabra: Venter tuus sicut acervus tritici, vallatus liliis. Duo ubera tua sicut duo hinnuli gemelli caprae: Tu vientre es como montón de trigo, rodeado de lirios; tus dos pechos como dos cabritillos gemelos.


Esto sí es oro fino, oiga.

miércoles, 15 de junio de 2011

Donde los pies te lleven.-




Ya sé que acabo de fusilar malamente el título de una novela de Susana Tamaro, pero lo hago en la confianza de que el improbable lector se lo perdorne a este jubilata de pies cansados.


Como ya dije en mi entrada anterior, pensaba echarme unos días al Camino con el fin de disfrutar de la soledad (relativa) por esos campos y montes que atraviesa la ruta jacobea. Era un deseo que permanecía latente desde que, en 2005, fui caminando desde Saint-Jean Pied de Port, en tierras francesas, hasta Santo Domingo de la Calzada, en La Rioja fértil en vinos.
De regreso a casa, asaz molido y con los pies encallecidos, y más contento que unas pascuas, me apresuro a dar noticias de mis andanzas, no sea que el improbable lector crea que he abandonado esta bitácora y él abandone la lectura de estas notas que cuelgo semanalmente. Sería una pena porque a vér qué va a hacer un servidor, falto de lectores que sigan con curiosidad sus historias y experiencias.


Como no disponía de muchos días, decidí terminar el recorrido por tierras riojanas y recorrer la provincia de Burgos.


Para quien se haya metido en estas andanzas, bien como peregrino o como tourperegrino (que así llaman a los comodones que van con coche de apoyo y duermen en hoteles o casas rurales), hacer caminos por tierras castellanas es una experiencia que difícilmente puede olvidarse.
Ya se sabe cómo es esta Castilla nuestra, con sus tierras llanas donde se pierde la vista, con sus campos cerealistas y sus caminos que parecen no tener fin. Afortunadamente, en esta época del año los trigales aún verdean mientras van granando y, vistos en la distancia, semejan enormes alfombras que se mecen suavemente al impulso de la brisa mañanera. Los campos de colza, que también los hay, dan al paisaje una tonalidad amarillenta que sirve de contrapunto y complementa esos verdes intensos de los trigales. Incluso, cosa que antes nunca había visto, hay extensas plantaciones de adormidera de un rosa pálido que llaman la atención por lo exótico de su presencia en estas tierras de monocultivo. Cuando el paisaje se quiebra en pequeñas lomas, en lo alto de las colinas pueden verse, a veces, pequeñas matas de árboles que son como islas boscosas. Todo ello agradable a la vista y reconfortante para el caminante madrugador, que disfruta del frescor de la mañana.


Según se camina por aquellas soledades, puede verse a la alondra cantando mientras aletea a gran altura sin moverse del sitio. Es el macho que vigila el nido a sus pies, mientras la hembra, entre los cultivos, empolla los huevos. También puede el caminante oír el característico reclamo de la perdiz entre los trigales. Y al jilguero o al verderón que se columpian, casi ingrávidos, sobre un brote de trigo y trinan. Uno se para a oírlos y olvida por unos minutos que le quedan veinte kilómetros, o los que sea, hasta llegar al próximo refugio.


Pero, eso sí, uno debe ponerse en marcha a las siete de la mañana, como muy tarde, si quiere soportar las fatigas del camino sin que el sol le castigue durante las horas centrales del día. Cosa, esa de madrugar, que no puede evitarse, ya que en los refugios la grey peregrinil empieza a rebullir antes de las seis de la mañana y no hay forma de hacer pereza dentro del saco de dormir.
Una de las cosas más agradables del Camino es cuando uno pasa por los pueblos, se encuentra con algún paisano, y éste le saluda ¡Buen camino, peregrino!, o cuando, reventado de tanto machacar las suelas de las botas, llega a un refugio y le reciben con un abrazo y le dan un camastro o una colchoneta en el suelo para que se acomode. Es como sentirse en casa -con comodidades elementales, claro- y saber que durante unas horas estará en familia. Una familia variopinta, donde se oye todo tipo de lenguas y se ven gentes de cualquier lugar del mundo. Además, en algunos refugios le ofrecen al caminante una cena comunal donde se reúne esa babel peregrinesca en torno a una mesa improvisada y se come del puchero que, con más o menos arte, ha preparado el hospitalero, siempre con mejor voluntad que ciencia culinaria.



Recuerdo la cena en Grañon, donde enseñoreaba una hospitalera de origen norteamericano, que nos dio de cenar un caldero de lentejas apelmazadas que se negaban a despegarse del cazo para caer en el plato, y un puding con manzana, muy americano. Allí, sentado a mi lado, un peregrino francés se comió tres platos de aquel engrudo con el mismo apetito que si estuviese degustando el más suculento de los manjares; y una peregrina holandesa se las comió con cuchillo y tenedor, mezclando puding y lentejas. Todo un refinamiento gastronómico, nacido de la pura necesidad de supervivencia.


Que conste: no lo digo por burla, sino como anécdota; que donde se da lo que hay no se está obligado a más, y el peregrino nunca exige, toma lo que le dan y queda agradecido. Lo cuento para que se vea que en el Camino todo aprovecha y la risa bienhumorada es un ingrediente imprescindible para aguantar fatigas.


Coincidí con un calagurritano reidor y un tanto achispado, con quien compartí cervezas y bromas; con un médico francés, con quien caminé un par de días y resultó ser una de las personas más interesante que haya podido conocer en los últimos tiempos; y con unas peregrinitas mejicanas que andaban por los caminos con sus faldamentos largos y vistosos, sus sombreros de ala ancha y sus pañuelos vaporosos, como salidas de una estampa antigua. De ellas me despedí con un beso en Burgos (se quedaban un día más), y ellas me dieron un abrazo porque, según me dijeron, en Méjco se abrazan para juntar corazón con corazón. Fue emocionante y hermoso.


Gente toda que queda en el Camino y de la que no volveré a saber más. Tampoco importa; uno no puede traerse todo a casa, aunque regresa con la mochila llena de vida vivida en libertad.



De un viejo libro de poesía que tengo por casa, copio estas estrofas de La alondra del barbecho, de Miguel de Castro, que vienen muy al caso:



La musa que en mi alma anida,


no es princesa que amor llora,


sino recia labradora


que canta al son de la vida.


La veréis por el barbecho


cruzar con el ceño adusto
bravo y tentador, el busto,
grave y maternal, el pecho.


Ruda y arisca villana
sólo mi amor la alboroza
moza tempranera... ¡moza


de cantiga serrana!

martes, 7 de junio de 2011

De nuevo, una caminata por la Sierra.-










Ya se sabe cómo somos los jubilatas. Con eso de la edad provecta, las neuronas se nos van fundiendo y las que nos quedan se limitar a repetir pautas y comportamientos, evitando salirse del camino trillado, no sea que el jubilata tropiece en una piedra fuera de sus circuitos habituales y termine descrismándose.

Y eso de repetir pautas y comportamientos adquiridos con el paso del tiempo me ha llevado, una vez más, a hacer una marcha de senderismo por la Sierra de Guadarrama, por su cara norte. Esta vez por el llamado "Camino del Ingeniero", que transcurre entre San Rafael y El Espinar, por tierras segovianas.


Entre ambos pueblos hay una carreterita semi abandonada que los une. El camino del ingeniero nace allí, cosa de un kilómetro carretera adelante, para adentrarse en el monte, por detrás de la fuente de la Yedra. Trepa un rato ladera arriba y luego gana la horizontal, para transcurrir plácidamente por en medio del bosque de pinos, cruzando algún arroyo rumoroso, para bajar de nuevo hacia el piedemonte. Cosa de poco esfuerzo, con un recorrido de unos 15 kilómetros.
Como transcurre por la cara norte de la sierra, el bosque es húmedo, umbrío y muy tupido, con esos airosos pinos de Valsaín que tienen un tronco de color asalmonado, recto como el astil de una lanza, y que parecen querer alcanzar el cielo con sus copas. El sotobosque lo forman helechales de un vede jugoso en esta época del año, que alfombran el suelo a ratos; cuando no, la hierba, tachonada de flores silvestes, cubre las praderías.


Aquí y allá pueden verse algunos robles melojos que pugnan por abrirse paso hacia la luz. Son ejemplares relictos del bosque autóctono que debió existir antes de que se repoblase el pinar por razones económicas, ya que el pino es una especie de más rápido crecimiento, por lo que, tradicionalmente, su explotación ha proporcionado riqueza a los pueblos de alrededor.


Además, la madera de pino fue materia prima utilísima para la construcción naval en aquellos tiempos en que la Flota de Indias drenaba las riquezas de las Américas hacia estas Españas con el fin de alimentar las continuas guerras con ingleses, franceses, holandeses y berberiscos, que la monarquía de los Austria mantenía para defensa del patrimonio de la casa Ausburgo y en nombre de la santa religión.
Ya idos por esos cerros del recuerdo histórico, viene a cuento lo que puso en versos de arte mayor don Francisco de Quevedo a propósito del oro americano, que poco aprovechó por estas tierras castellanas: Nace en las Indias honrado, donde el mundo lo acompaña, viene a morir a España, y en Génova es enterrado. Ya se sabe, los banqueros genoveses cobraban en oro americano los préstamos realizados a la Corona; hoy, otros banqueros saquean el patrimonio del estado en nombre de las sacrocantas leyes neoliberales y nos empobrecen igual. Pero, improbable lector, ese es otro asunto del que no toca hablar hoy.
El caso es que, monte arriba, llegamos a descubrir hasta tres hermosos ejemplares de tejo, ese árbol cargado de simbolismo, que apenas se encuentra por nuestros bosques. Un árbol negro rojizo, según la época del año, de hojas aciculares como en las coníferas, cuya madera se usó en la Edad Media para construir arcos, y que en las culturas celtas simboliza la muerte y la vida eterna. No en vano puede sobrepasar los mil quinientos años de edad, como el que descubrimos en Barondillo hace algunos años.
Y ya puesto en eso de las caminatas, este jubilata, que ve la vida como un camino, de aquí a un par de días carga la mochila, la venera y el bórdón y se va a gastar suela por el Camino de Santiago durante siete días. Piensa estar a solas con sus pensamientos, si las manadas de jacobípetas de todo pelaje se lo permiten. Que eso del turismo de masas todo lo arrasa, coño.


miércoles, 1 de junio de 2011

A propósito de antiguas envidias y modernas preocupaciones.-









No me sorprenderá que el improbable lector, si tiene la paciencia de leer esta modesta y un poco larga entrada, llegará a la consecuencia de que este jubilata habla, con poco conocimiento, de cosas que tienen nada que ver con los tiempos inquietos que vivimos y se va por los cerros de Úbeda de sus lecturas, porque apenas alcanza a entender del mundo que le rodea.


Pero qué le vamos a hacer. Es lo que tiene ser jubilata de mediocre pensión y con una erudición de medios pelos: saturado de hechos actuales que le sobrepasan, y sin capacidad para un análisis y comprensión medianamente razonables de esta sociedad desbocada, gasta su tiempo en actividades radicalmente inútiles e improductivas, como ponerse a leer la versión que hizo Fran Luis de León de El Cantar de los Cantares.


Por si acaso, y de antemano, este jubilata reconoce su condición de ser ucrónico y da la razón al improbable lector, pero se empecina en hablar de sus inútiles actividades. Y, como esta bitácora se alimenta de sus elucubraciones, y, lamentablemente, de su pensión no puede pagarse asesores culturales o políticos, habla -un poco o un mucho- por boca de ganso sin otra pretensión que la de no verse molido a palos por los raros comunicantes que, de tarde en tarde, le envían sus impresiones. Que sí lo hacen - lo de molerle a palos, siquiera ideológicos- con más frecuencia de lo que a él le gustaría.


A lo que importa. Estas últimas semanas ha caído en mis manos (los medios tortuosos no los confesaré) un librito que lleva por título: Traducción literal y declaración del Libro de los Cantares de Salomón hecha por el Mro. Fr. Luis de León... Editado: En Salamanca: en la oficina de Francisco de Toxar. Año de M.DCC.XC.VIII.


Es un libro en cuarto (21x15 cm.), 150, XVIII páginas, impreso en papel de tina verjurado, con su buena marca de aguas consistente en un óvalo coronado y con cenefa de hojas y una flor de lis en la parte inferior; en el óvalo va inscrita una R (ROMANI, puede leerse al trasluz). La encuadrnación es actual, en holandesa, con lomo y puntas de piel, adornados con una cenefa gofrada de rueda.


Doy estos datos del libro porque éste es una pequeña joya bibliográfica por la que un bibliómano estaría dispuesto a dar todas las empresas del IBEX 35, y aún a Emilio Botín de regalo, si se lo pidieran. Y saldría ganando.


Quien se haya esforzado un poco en los lejanos años del bachillerato, habrá aprendido que hacer la versión castellana del Cantar de los Cantares, al bueno de Fray Luis de león le costó un largo proceso de cinco años y ser pupilo forzoso de las mazmorras de la Santa (?) Inquisición. Proceso en el que no se logró demostrar su culpabilidad, de forma que se reintegró a su cátedra salmantina de Teología (tras los cinco susodichos años en un calabozo del Tribunal del Santo (?) Oficio y, en su primera clase, dijo aquella frase tan célebre de: "Decíamos ayer..." Con un par.


¿Por qué le denunciaron a la Inquisición, siendo como era un fraile agustino? Se preguntará el improbable lector, ya metido en harina. Pues nada, cuestión de celos entre las distintas órdenes religiosas, que podían costarle al denunciado el verse convertido en chicharrón en una hoguera, aunque fuese más santo que el santo Job. ¿La razón, o escusa, para la denuncia? Pues por el atrevimiento de traducir, directamente del hebreo al castellano, este célebre cántico de Salomón, recogido en la Biblia. Ya se sabe -esos viejos recuerdos del bachiller franquista que uno estudió- que el Concilio de Trento, origen de la Contrarreforma, prohibió que los libros de la Biblia se vertieran en lengua vulgar. Además, pecado sobre pecado, lo hizo precisamente desde la lengua hebrea (de aquí a ser sospechoso de judaizante, un paso), siendo la Vulgata Latina la versión oficial de las sagradas escrituras. Ya se sabe, el vulgo no sabía latín, con lo que la interpretación de los libros sagrados estaba en manos del clero, quien controlaba así almas, vidas y voluntades.


En el libro de marras, Fray Luis presenta una columna a la izquerda con el texto latino según la Vulgata, mietras que a la derecha va el texto castellano que él tradujo del hebreo. A cada capítulo se le acompaña de una glosa donde da una interpretación poética y mística de los coloquios amorosos entre el esposo y la amada. Un lenguaje de tanta belleza y de tan sutiles conceptos que a este jubilata (habituado a la pobreza léxica actual: "joder", "colega", "qué passada, tío"... y otras) se le emocionan esos ojitos que ha de comerse la tierra.


¿Alguien puede imaginarse que, en pleno deliquio amoroso, la novia le diga al novio: oleum effusum nomen tuum: ideo adolescentulae dilexerunt te ? Osease: Es ungüento derramado tu nombre: por eso las docellas te amaron. O que el enamorado, prendado de la hermosura de su amada, le diga: Equitatui meo in curribus Pharaonis assimilavi te amica mea. Que es tal como así: A la yegua mía en el carro de Faraón te comparé amiga mía. Lo de llamar "yegua" a la amada, aunque sea apasionadamente, hoy en día suena a ofensa de género (que dicen); pero tampoco jamás le dirá el enamorado de hoy: Ecce tu pulchra es amica mea, ecce tu pulchra es, oculi tui columbarum. Lo que, según el fray: Ay¡ quán hermosa amiga mía, quán hermosa ¡ tus ojos (son) de paloma. Bello a que sí?


Pero si es hermoso el propio cantar salomónico, leer los comentarios del texto que hace el frayle está al alcance solamente de improductivos y ociosos como este jubilata, que puede dedicar horas de lectura, saboreando con paladar de gourmet y minucia de taxidermista cada una de las frases en las que va explicitado el significado.


Como pequeño ejemplo, va éste. "Béseme de los besos de su boca". Ya dixe que todo este libro es una Egloga pastoril, en que dos enamorados Esposo y Esposa á manera de pastores se hablan y responden á veces. Pues entenderémos que en este primer capítulo comienza á hablar la Esposa que hemos de fingir que tenía á su amado ausente, y estaba de ello tan penada...


Francamente, no sé qué espera el improbable lector para hacerse con un ejemplar actual de la obra y zambullirse en ella. Pero sin prisas ¿eh?, con deleite, como regodeándose en el más sutil de los pecados de cultismo trasnochado. Peores cosas hacen los cabrones del G-8 y se las aguantamos.


Para terminar, lo del título de la entrada iba por esas míseras envidias entre eclesiásticos que llevaron a Fran Luis de León al calabozo, por el delito de escribir esta joya literaria en lengua vulgar, y por los tiempos revueltos que vivimos, que son un sobresalto tras otro y nos privan del reposo y del dulce placer de la lectura.


Por cierto, la dueña del libro ya se ha dado cuenta de que me lo llevé prestado (sin su consentimiento) y me lo ha reclamado, así que dispongo de pocos días para terminar su lectura.