Quizás, los improbables lectores de esta bitácora se digan al leer algunos comentarios que dejo en ella, “este tipo es bastante gruñón”. Qué quieres que te diga, paciente lector que me lees ahora, son ventajas de la edad. Gruñir no es sólo una cuestión de esclerosis, también es un mecanismo de autodefensa que se va desarrollando con la edad. Cuando uno lleva vividos dos tercios (aproximadamente) del tiempo que teóricamente – de acuerdo con las estadísticas de longevidad en nuestra sociedad – le toca vivir, el gruñido es el caparazón que se va engrosando para defenderse de las agresiones exteriores. Cuando se es más joven uno soporta mejor las torpezas ajenas. Y no porque sea más comprensivo, sino porque hay cosas más importantes de las que preocuparse y la vida está para beberla, no para preocuparse de los que la chapotean. Pero cuando se van acumulando los trienios vividos, se va llegando al convencimiento de que no hay razón para excusar la mala educación, el incivismo o la falta de consideración hacia los demás.
Hecho este circunloquio, paso a explicarme.
Esta mañana de domingo hemos asistido al último concierto de la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. El programa de despedida: Paz en la Tierra, de Arnold Schönberg, y la siempre impresionante Novena Sinfonía del músico de Bonn, don Ludwing. Hablar de la Novena de Beethoven, para un aficionado como yo, es tanto como pretender conocer el nombre del dios bíblico en la zarza ardiente. Es mejor callar y oír. Respecto a la obra coral de Schönberg, uno lleva escuchadas algunas (pocas) de sus composiciones, como aquel sorprendente e incomprensible Pierrot Lunar que tuve la ocasión de conocer hará unos treinta años y que me dejó patidifuso. Por aquellos años yo no había oído hablar de la atonalidad o el dodecafonismo. Después sí he sabido y leído algo más, pero confieso que mi oído está habituado a los sonidos armónicos, a la melodía y al ritmo, y me temo que estoy perdido para la causa de los nuevos campos musicales. Una lástima.
No obstante, su Friede auf Erden (Paz en la Tierra) parece que sí está dentro de la tonalidad tradicional. Es una pieza polifónica que evoca en algún momento la música renacentista y que está al alcance de un casi esclerótico auditivo como yo, a pesar de algunas disonancias propias de su discurso musical. Pero tampoco quería yo hablar de asuntos tan conspicuos porque, como se suele decir, doctores tiene la madre Iglesia que sabrán responder.
De lo que yo quería hablar es de las espaldas. De las espaldas de los oyentes que están en la fila de delante de la tuya. Las sillas y las filas en bancales (empleando un símil de reforestación del antiguo ICONA) del Auditorio están diseñadas de tal forma que, si un espectador se inclina hacia delante, el que está inmediatamente detrás es como si sufriese un apagón de imágenes; deja de ver gran parte de la orquesta, tapada por el paredón de la espalda del / de la individuo/a que está inmediatamente delante y un escalón por debajo de él. Si el de detrás, a su vez, se inclina adelante para buscar un hueco, obliga a hacer lo mismo al que está inmediatamente detrás y por encima. Y así sucesivamente. Puede terminar la cosa en que, de abajo arriba del anfiteatro, haya una ristra de espectadores encorvados, produciendo la sensación de una fila de procesionarias a lo largo del tronco de un pino. Molesto y ridículo ¿No?
Es algo que me pone de los nervios. Sigues el desarrollo de la interpretación y ves cómo (por ejemplo) el director da entrada a las violas, o a los fagotes… De repente, quien está delante de ti decide que, inclinándose hacia delante, va a absorber más detalles de la orquesta, va a disfrutar de una vista más detallada de los pistones que pulsa el maestro del trombón de varas, y te planta la espalda delante de los ojos. ¡Ya se jodió! Tú que esperabas ver el pizzicato de los chelos no ves más que la chaqueta del vecino de delante, o la blusa de la señora y el repeinado de peluquería que abulta lo que un repollo de considerables dimensiones.
Pues eso nos ha ocurrido hoy. Nosotros estábamos en la segunda fila de tribuna y, quienes estaban en la primera, justo encima de la orquesta, andaban a cada rato echándose hacia delante, quizás para ver con detalle las calvas de los intérpretes del viento-metal, o los bonitos peinados de las componentes del coro. Lo cierto es que, a cada movimiento, nos dejaban a oscuras ahora las violas, ahora los oboes y las flautas, más tarde al propio director que, aunque estaba sobre el pedestal, es un poco corto de talla y sólo se alcanzaba a ver esporádicamente la batuta moviéndose como ajena a la mano que la guía.
Cuando el barítono Willard White ha atacado las primeras notas del himno a la alegría: O Freunde, nicht diese Töne! , toda la primera fila se ha abalanzado sobre el pretil, como ganado melómano que se inclina sediento sobre el abrevadero sonoro, con las cabezas en el vacío y mostrándonos una fila de espaldas (todas de la tercera edad, vaya por dios) que ha arruinado, con sus antiestéticas arrugas de chaquetas y blusas repujadas de michelines, los primeros compases y gran parte del Finale de esta soberbia sinfonía.
¿Es mucho pedir a esta pequeña burguesía capitalina semi culta que se quede quieta, con la espalda pegada al respaldo? ¿Es que nunca se ha sentido molesta cuando su vecino de delante le tapaba la orquesta con el costillar? Hombre, si a usted le molesta que se lo hagan ¿Por qué no se acuerda de quien tiene detrás de usted? Es una falta de educación, de consideración hacia los demás, incluso de civismo. Es una actitud tontamente egoísta y antiestética. Y si usted, transportado por el arrobo de sus deliquios estético-musicales, ha olvidado que incordia al prójimo, al menos no olvide que éste ha pagado por ver y oír a la orquesta igual que usted, no para darse una ración de espalda.
Ya lo he dicho, es que me ponen de los nervios…
Hecho este circunloquio, paso a explicarme.
Esta mañana de domingo hemos asistido al último concierto de la temporada de la Orquesta y Coro Nacionales de España. El programa de despedida: Paz en la Tierra, de Arnold Schönberg, y la siempre impresionante Novena Sinfonía del músico de Bonn, don Ludwing. Hablar de la Novena de Beethoven, para un aficionado como yo, es tanto como pretender conocer el nombre del dios bíblico en la zarza ardiente. Es mejor callar y oír. Respecto a la obra coral de Schönberg, uno lleva escuchadas algunas (pocas) de sus composiciones, como aquel sorprendente e incomprensible Pierrot Lunar que tuve la ocasión de conocer hará unos treinta años y que me dejó patidifuso. Por aquellos años yo no había oído hablar de la atonalidad o el dodecafonismo. Después sí he sabido y leído algo más, pero confieso que mi oído está habituado a los sonidos armónicos, a la melodía y al ritmo, y me temo que estoy perdido para la causa de los nuevos campos musicales. Una lástima.
No obstante, su Friede auf Erden (Paz en la Tierra) parece que sí está dentro de la tonalidad tradicional. Es una pieza polifónica que evoca en algún momento la música renacentista y que está al alcance de un casi esclerótico auditivo como yo, a pesar de algunas disonancias propias de su discurso musical. Pero tampoco quería yo hablar de asuntos tan conspicuos porque, como se suele decir, doctores tiene la madre Iglesia que sabrán responder.
De lo que yo quería hablar es de las espaldas. De las espaldas de los oyentes que están en la fila de delante de la tuya. Las sillas y las filas en bancales (empleando un símil de reforestación del antiguo ICONA) del Auditorio están diseñadas de tal forma que, si un espectador se inclina hacia delante, el que está inmediatamente detrás es como si sufriese un apagón de imágenes; deja de ver gran parte de la orquesta, tapada por el paredón de la espalda del / de la individuo/a que está inmediatamente delante y un escalón por debajo de él. Si el de detrás, a su vez, se inclina adelante para buscar un hueco, obliga a hacer lo mismo al que está inmediatamente detrás y por encima. Y así sucesivamente. Puede terminar la cosa en que, de abajo arriba del anfiteatro, haya una ristra de espectadores encorvados, produciendo la sensación de una fila de procesionarias a lo largo del tronco de un pino. Molesto y ridículo ¿No?
Es algo que me pone de los nervios. Sigues el desarrollo de la interpretación y ves cómo (por ejemplo) el director da entrada a las violas, o a los fagotes… De repente, quien está delante de ti decide que, inclinándose hacia delante, va a absorber más detalles de la orquesta, va a disfrutar de una vista más detallada de los pistones que pulsa el maestro del trombón de varas, y te planta la espalda delante de los ojos. ¡Ya se jodió! Tú que esperabas ver el pizzicato de los chelos no ves más que la chaqueta del vecino de delante, o la blusa de la señora y el repeinado de peluquería que abulta lo que un repollo de considerables dimensiones.
Pues eso nos ha ocurrido hoy. Nosotros estábamos en la segunda fila de tribuna y, quienes estaban en la primera, justo encima de la orquesta, andaban a cada rato echándose hacia delante, quizás para ver con detalle las calvas de los intérpretes del viento-metal, o los bonitos peinados de las componentes del coro. Lo cierto es que, a cada movimiento, nos dejaban a oscuras ahora las violas, ahora los oboes y las flautas, más tarde al propio director que, aunque estaba sobre el pedestal, es un poco corto de talla y sólo se alcanzaba a ver esporádicamente la batuta moviéndose como ajena a la mano que la guía.
Cuando el barítono Willard White ha atacado las primeras notas del himno a la alegría: O Freunde, nicht diese Töne! , toda la primera fila se ha abalanzado sobre el pretil, como ganado melómano que se inclina sediento sobre el abrevadero sonoro, con las cabezas en el vacío y mostrándonos una fila de espaldas (todas de la tercera edad, vaya por dios) que ha arruinado, con sus antiestéticas arrugas de chaquetas y blusas repujadas de michelines, los primeros compases y gran parte del Finale de esta soberbia sinfonía.
¿Es mucho pedir a esta pequeña burguesía capitalina semi culta que se quede quieta, con la espalda pegada al respaldo? ¿Es que nunca se ha sentido molesta cuando su vecino de delante le tapaba la orquesta con el costillar? Hombre, si a usted le molesta que se lo hagan ¿Por qué no se acuerda de quien tiene detrás de usted? Es una falta de educación, de consideración hacia los demás, incluso de civismo. Es una actitud tontamente egoísta y antiestética. Y si usted, transportado por el arrobo de sus deliquios estético-musicales, ha olvidado que incordia al prójimo, al menos no olvide que éste ha pagado por ver y oír a la orquesta igual que usted, no para darse una ración de espalda.
Ya lo he dicho, es que me ponen de los nervios…
Mire usted, a mí me molesta el respaldo y no puedo mantener la misma posición todo el concierto. La culpa echesela a los diseñadores de butacas o a los arquitectos, verdaderos responsables del 80% de las desdichas de los ciudadanos. Un mal diseño de los graderios o las plateas puede destrozar cualquier espectáculo. Por cierto, usted no será uno que el sábado le dio a un señor calvo una somanta en la espalda con el bastón al grito de "te vas a estar quieto, te vas a estar quieto"...
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