viernes, 15 de mayo de 2009

Tres días en Alameda del Valle.-

Con una excusa suficiente, decidimos Teresa y yo que nos hemos ganado unas pequeñas vacaciones, así que pasamos 3 días en un pequeño hotel que se llama La Posada de Alameda. Teniendo el Valle de Lozoya a 80 kilómetros de Madrid ¿para qué ir más lejos? Preparamos una maleta con un poco de ropa, nos llevamos unos libros y yo echo al coche calzado de caminar por los caminos serranos y allá que nos vamos.
En estos días primaverales el valle está en todo su esplendor, los prados verdean con ese verde jugoso y fresco que son el placer de las vacas y de los tipos como yo. La única diferencia entre ellas y un servidor – aparte que su tracción motora sea sobre cuatro patas, mientras que la mía es sobre dos – es que ellas están en su medio natural y pacen apaciblemente sin que el tráfago de los humanos les interese gran cosa, mientras que yo soy asfaltícola porque el mundo me hizo así, y envidio su vida apacible. No obstante, las vacas y yo sí tenemos algo en común, la rumia, aunque también con una pequeña diferencia: ellas rumian la hierba de los prados y yo rumio el paisaje.
Salir a caminar de madrugada es un placer contraindicado para los perezosos y dormilones acreditados. Hay que sacudirse las telarañas del sueño en cuando empieza a clarear, hacerse un lavado de gato (no es imprescindible), calzarse las botas, abrigarse un poco y decidir hacia dónde encaminar los pasos.
Mientras cruzas el pueblo, la contera del bastón suena sobre el pavimento de las calles aún dormidas (clac, clac, calc…) y rompe la quietud apenas un momento, como si los clac clac, fueran esas migas del cuento de Pulgarcito, que nada más tocar el suelo se las va tragando el silencio. El río es una frontera líquida y azulada que separa al pueblo del monte y que cruzas sin que haya aduanero que te pregunte adonde vas. Cuando estás del otro lado no tienes más que decidir hacia donde dirigirás tus pasos, y eso lo tienes que hacer sobre la marcha, porque si te paras a pensarlo te pasará lo que al burro de Buridán. Sería una lástima que, cruzaras el río, dudases entre las praderas y el bosque, y te murieras de hambre y sed de paisaje por falta de decisión.
Lo mejor es pensárselo poco. Total, sitios a donde encaminarte hay muchos; días de vacaciones no hay tantos, pero el valle, el río, los arroyos, el robledal y, hasta las vacas, seguirán allí cuando vuelvas al cabo de unas semanas o de unos meses. Así que te decides, llegas hasta el helipuerto (esa especie de gran ojo asfaltado que mira hacia el cielo para ser visto desde el helicóptero de socorro), y tomas el camino de la derecha, el que va hacia el paraje que llaman Moroviejo y Santa Ana y que lleva hasta la Majada del Cojo, tomas como referencia la depresión que forma el puerto de Cotos entre el Peñalara y la Bola y, tico-taco, caminas con decisión. La mañana está fría, ayer prometía ser soleada pero hoy las nubes rezuman agua por las laderas de los Carpetanos y puede que te mojes. Pero tú a lo tuyo, has salido a caminar y si llueve, ya escampará. Y si no, siempre tendrás una buena ducha de agua caliente al regresar al hotel.
Lo que más te gusta estos días es internarte por el robledal. Los rebollos están recién brotados y tienen la hoja con tonalidades de un verde claro que contrasta con la negrura de los pinares que manchan la ladera de la Cuerda Larga. Lo que más te gusta es ver esos pequeños arroyos que serpentean entre los robles. Son rumorosos y parlanchines. Los oyes desde el camino y parece que parlotean mientras corren sin pausa desde los neveros hasta el río. Cada una de las irregularidades del terreno dibuja minúsculas cataratas y tú te sientes importante viendo esos Amazonas en miniatura correr a tus pies.
De vez en cuando ves alguna vaca que amamanta a su ternero. Al verte, el ternero se esconde detrás de la madre, ésta levanta la cabeza como midiendo el terreno entre tú y ella, dispuesta a defender a su criatura si te aproximas demasiado. No es el caso, porque tú sabes respetar la intimidad vacuna y dejas una prudente distancia, ni tanta como para que parezca que huyes, ni tan poca como para que la mamá vaca se cabree. Lo malo es cuando te encuentras con ese toro atravesado en el camino. Tú, como humano, te crees con todo el derecho a transitar por allí; él, con sus 400 kilos (o los que sean) te mira como a un ser demasiado escuchimizado como para vaca y de poco atractivo erótico para sus afanes reproductores. Tú le gritas ¡Eh, eh! ¡Aparta, coño! El toro te observa con desgana, se mueve un poco, dejando a la vista su poderoso aparato testicular para que quede claro que, aunque él cede, tiene mayores argumentos, y tú pasas por detrás del bicho con un trotecillo contenido. Sobre todo que no se vaya a creer que le tienes miedo, pero vas lo suficientemente rápido como para ponerte a resguardo en caso de que el animal te vuelva la testuz y te arree un tantarantán que mande al carajo todo tu bucolismo.
Menos mal que las yeguas son más pacíficas. Los potrillos, primero, te miran con curiosidad, luego dan un trotecillo con sus patas larguiruchas y el bípedo humano disfruta de tanta gracia como tienen en sus movimientos.
A lo largo del camino has visto los antiguos campos de labor, con sus terraplenes medio derrumbados, una talanquera con su rampa para cargar el ganado, la cruz de los vaqueros, labrada en buen granito y que te marca el lugar desde el que puedes ir a la ermita de Santa Ana, un abrevadero junto al que crece un espino albar. Los espinos albares, en estos días, están en plena floración, crecen diseminados por el rebollar y dan un olor aromático y fresco, como a bosque recién lavado.
De regreso al hotel, al cruzar de nuevo el río, una cigüeña pasea sus zancas por medio de la corriente a ver qué se pesca. Desde el puente le cantas eso de cigüeña bagueña la casa se te quema…, pero ella no te hace caso, así que le haces una foto y te internas en el pueblo, ya que a las nueve hay que estar de regreso, ducharse y desayunar. Con los deberes hechos, el resto del día (de los días) se dedica a visitar los pueblos del valle, desde los más alejados (San Mamés, Navarredonda, Gargantilla) para ir remontando valle arriba (Lozoya, Pinilla, Alameda, Oteruelo), comer en Rascafría, pasear hasta el Paular, regresar por los Batanes…
Regresamos a Madrid cuando Madrid se vacía con el puente de San Isidro. Viajamos al revés que el resto de los mortales: cuando ellos salen en tropel, nosotros nos vamos a casa. Ventaja de jubilatas.


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