En la España rural y preurbana había un dicho: Cuando a un tonto le da por una linde, la linde se acaba y el tonto sigue. Algo parecido me pasa a mí, porque hablar del Auditorio Nacional se me convierte en algo reiterativo a temporadas, como si de una obsesión cíclica se tratase: de vez en cuando se me escapa el pío de los incordios sufridos en el Auditorio. Pero no, no hay obsesión que valga; es que, simplemente, uno es un modesto melómano y, si quiere asistir a los conciertos, tiene que someterse a la burocracia que regula la forma en que uno ha de hacer para conseguir las entradas de la temporada.
Y conseguir las dichosas entradas se convierte en una carrera de obstáculos burocráticamente planificados en aras de la eficacia. Eficacia emanada de las instancias administrativas que rigen tan culta institución, y que, a veces, choca con la más elemental experiencia de los sufridos melómanos que hacen colas interminables para llevarse su puñado de entradas. (La foto no da idea de la aglomeración, pero sí de lo formales que estábamos).
Si uno quiere comprar entradas de venta libre, una vez vendidos los abonos, ha de armarse de paciencia. Ante todo, conviene que esté un par de horas antes de abrir (abren a las 10), le dan un número de orden y espera el tiempo que haga falta hasta que le toque. Horas de espera a pie quieto, con cerca de trescientas personas formando cola dentro del vestíbulo. Con los retretes cerrados al público, para que éste no deje aquéllos perdido de orines y tenga que salir a hacer gasto en los bares del entorno. Un único día habilitado para la compra de las entradas libres de abono: 24 conciertos la temporada, tres días cada concierto, centenares de entradas a la venta, oiga usted. Pago anticipado de toda la temporada, puedas o no asistir luego a los conciertos: dinero líquido al momento, la cultura bajo el prisma del negociete…
Como cada cual lleva confeccionada una lista con sus preferencias, tiene que ir desgranándolas en el confesionario de la taquilla: La taquillera comprueba en el ordenador si sí o si no hay localidades. Si es que sí, vale, pero si es que no, uno tiene que decidir sobre la marcha – rapidito, rapidito – qué hacer: si cambiar la fecha, la ubicación, calcular cuanto más le va a costar… y esto mientras el resto del público mira ansioso el reloj y le lanza miradas asesinas por la tardanza y por temor a que se lleve todo el lote y deje al resto en ayunas.
Aunque esté mal señalar, sirva de ejemplo mi experiencia: a las 09:45 estaba en el Auditorio, un cuarto de hora antes de abrir las taquillas. Una eficiente conserja me ha dado el número 163 ¡El 163, quince minutos antes de la hora de apertura! A las 15:35 me han despachado (apenas 5 minutos he tardado, que yo llevaba muy bien organizadas mis preferencias para esta temporada) En total, cinco horas y cincuenta minutos de espera, más el tiempo de transporte de casa al Auditorio y regreso. Casi siete horas de jubilado invertidas en el empeño.
Antes de abandonar el lugar, abrazado a mi puñadito de entradas como al hijo de mis entrañas, paso por el mostrador, pido una hoja de reclamaciones y reclamo. Pues claro, es algo que hago habitualmente. Gruñir, protestar a gritos en el coso público para que todos vean lo cabreado que está uno, es una tonta costumbre ibérica molesta, ruidosa e ineficaz. Yo reclamo siempre. Sirve lo mismo, porque los “responsables” se lo pasan por ahí, pero es más civilizado y queda como muy europeo.
Que a estas alturas tengan a tanto sufrido melómano haciendo interminables colas durante horas suena a desorganización, a chapuza, y a falta de respeto hacia el ciudadano. Que hayan sido incapaces los responsables del Auditorio de encontrar un sistema eficaz de venta de entradas, que cada año organicen el mismo desbarajuste de esperas y molestias, dice mucho de su ineptitud como gestores o de su indiferencia ante un público entregado y paciente. O a lo mejor resulta que la llamada “música culta” es una especie de espumilla cervecera que sólo sirve para dar un barniz cultural a los políticos responsables y por eso se le dedica una atención somera, como para quedar bien con los coleguitas europeos. Y encima, sin poder mear durante todas esas horas. Nadie sabe lo que sufrimos los prostáticos por culpa de la ineficacia burocrática. ¡Hombre! Por lo menos, abran los retretes…
Y conseguir las dichosas entradas se convierte en una carrera de obstáculos burocráticamente planificados en aras de la eficacia. Eficacia emanada de las instancias administrativas que rigen tan culta institución, y que, a veces, choca con la más elemental experiencia de los sufridos melómanos que hacen colas interminables para llevarse su puñado de entradas. (La foto no da idea de la aglomeración, pero sí de lo formales que estábamos).
Si uno quiere comprar entradas de venta libre, una vez vendidos los abonos, ha de armarse de paciencia. Ante todo, conviene que esté un par de horas antes de abrir (abren a las 10), le dan un número de orden y espera el tiempo que haga falta hasta que le toque. Horas de espera a pie quieto, con cerca de trescientas personas formando cola dentro del vestíbulo. Con los retretes cerrados al público, para que éste no deje aquéllos perdido de orines y tenga que salir a hacer gasto en los bares del entorno. Un único día habilitado para la compra de las entradas libres de abono: 24 conciertos la temporada, tres días cada concierto, centenares de entradas a la venta, oiga usted. Pago anticipado de toda la temporada, puedas o no asistir luego a los conciertos: dinero líquido al momento, la cultura bajo el prisma del negociete…
Como cada cual lleva confeccionada una lista con sus preferencias, tiene que ir desgranándolas en el confesionario de la taquilla: La taquillera comprueba en el ordenador si sí o si no hay localidades. Si es que sí, vale, pero si es que no, uno tiene que decidir sobre la marcha – rapidito, rapidito – qué hacer: si cambiar la fecha, la ubicación, calcular cuanto más le va a costar… y esto mientras el resto del público mira ansioso el reloj y le lanza miradas asesinas por la tardanza y por temor a que se lleve todo el lote y deje al resto en ayunas.
Aunque esté mal señalar, sirva de ejemplo mi experiencia: a las 09:45 estaba en el Auditorio, un cuarto de hora antes de abrir las taquillas. Una eficiente conserja me ha dado el número 163 ¡El 163, quince minutos antes de la hora de apertura! A las 15:35 me han despachado (apenas 5 minutos he tardado, que yo llevaba muy bien organizadas mis preferencias para esta temporada) En total, cinco horas y cincuenta minutos de espera, más el tiempo de transporte de casa al Auditorio y regreso. Casi siete horas de jubilado invertidas en el empeño.
Antes de abandonar el lugar, abrazado a mi puñadito de entradas como al hijo de mis entrañas, paso por el mostrador, pido una hoja de reclamaciones y reclamo. Pues claro, es algo que hago habitualmente. Gruñir, protestar a gritos en el coso público para que todos vean lo cabreado que está uno, es una tonta costumbre ibérica molesta, ruidosa e ineficaz. Yo reclamo siempre. Sirve lo mismo, porque los “responsables” se lo pasan por ahí, pero es más civilizado y queda como muy europeo.
Que a estas alturas tengan a tanto sufrido melómano haciendo interminables colas durante horas suena a desorganización, a chapuza, y a falta de respeto hacia el ciudadano. Que hayan sido incapaces los responsables del Auditorio de encontrar un sistema eficaz de venta de entradas, que cada año organicen el mismo desbarajuste de esperas y molestias, dice mucho de su ineptitud como gestores o de su indiferencia ante un público entregado y paciente. O a lo mejor resulta que la llamada “música culta” es una especie de espumilla cervecera que sólo sirve para dar un barniz cultural a los políticos responsables y por eso se le dedica una atención somera, como para quedar bien con los coleguitas europeos. Y encima, sin poder mear durante todas esas horas. Nadie sabe lo que sufrimos los prostáticos por culpa de la ineficacia burocrática. ¡Hombre! Por lo menos, abran los retretes…
... y entonen el mea culpa.
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