A crédito.-
Ella era menudita, guapita de cara y pizpireta. Llamó a la puerta de G. y sonrió a la mirilla. G. era cincuentón y vivía solo en el cuarto piso de una calle con nombre de virgen en el barrio de la Concepción. Al oír el timbrazo, se sorprendió de que alguien llamase a su puerta. Resultaba insólito que vinieran a visitarle y su primera intención fue seguir leyendo aquel libro que acababa de comprar.
Pero el timbre sonó por segunda vez con un golpe corto, como para no molestar, pero enérgico, como pulsado por alguien que no se arredra ante el primer fracaso. G., parsimoniosamente, cerró el libro, fue al recibidor y aplicó el ojo a la mirilla. Ella, desde el rellano de la escalera, del otro lado de la puerta, sonreía a quienquiera que la estuviese observando. Lo hacía docenas de veces al día y sabía esperar.
La lente de la mirilla le ofrecía a G. la imagen abombada, como dentro de una pecera, de una cara sonriente: Veintitantos años, poco más de metro cincuenta, pelo tirante y sujeto a la nuca con un prendedor, observó G mentalmente.
- Una estudiante que se gana algún euro haciendo encuestas - se dijo G. mientras abría la puerta.
Ella tenía unos ojos risueños y escrutadores. No dejaba de sonreír pero observaba. Tantos meses llamando a puertas extrañas le habían proporcionado más de un sobresalto, así que había aprendido a ser prudente. Abrazada a una carpeta demasiado gruesa, y mientras hablaba, valoró el aspecto de G.: estatura media, más bien flaco, pelo y barba entrecanos, tenía el aspecto de esos hombres que, cuando pasan de la cincuentena, se vuelven inofensivos.
- ¿...Tarjetas de crédito? – preguntó G., incrédulo. Que fuesen casa por casa ofreciendo tarjetas de crédito le pareció divertido, así que invitó a la muchachita a entrar.
- ... Ya, pero estas son gratis, sin cuota anual como las de los bancos –, decía ella mientras descargaba su carpeta voluminosa sobre la mesa que le indicó G. en su estudio.
- Una campaña para fidelizar clientes –, le explicaba Alicia. Porque ella se llamaba Alicia. Le dijo su nombre nada más entrar, y a G. le cayó simpática Alicia, la vendedora menudita, de sonrisa franca y que decía llamarse así.
La verdad es que él ya tenía una tarjetaa bancaria, pero la mocita le había caído muy bien. Una tarjeta más no iba a ninguna parte; nunca iba a gastar más de lo que le permitía su sueldo de maestro... Así que ella rellenó el cuestionario con los datos que G. le proporcionó, le hizo firmar, dio las gracias e hizo intención de irse.
Pero él no quería quedarse solo tan pronto. Se sentía algo así como enamorado de la juventud de aquella chica, con un amor tan fugaz como el tiempo que durase su presencia en aquella casa. Así que la invitó a un té y le hizo pasar a la sala.
Cuando se despidieron, él le propuso: - Ven la semana que viene y te contrato otra tarjeta.
Al cabo de siete días ella volvió, tomaron un té, y él le contrató una mastercard. Y, a la siguiente semana, otro té y una visa; y a la otra, una dinersclub y otra tacita de té. Así, hasta que no hubo más tarjetas de crédito disponibles y él no tuvo justificaciones para hacerla volver. Entonces pensó que, si ella tenía dinero bastante, no necesitaría trabajar y podría venir a visitarle a menudo. Así que, como tenía tantas tarjetas, pidió un crédito de miles de euros y los guardó en una bolsa de deportes. La citó un día y le entregó el dinero.
Ella no preguntó nada: con este trabajo, conocía gente tan rara... Se limitó a coger la bolsa y tomar unas largas vacaciones en las playas del Brasil. Harta después de meses subiendo y bajando escaleras, se pasaba las horas tumbada en la hamaca, su cuerpo menudito al sol, con una caipirinha fresquita al lado y sin acordarse del hombre de las tarjetas.
G., pacientemente, esperó semana tras semana a que sonara el timbre y apareciese la menuda y pizpireta Alicia. Por fin, un día, un timbrazo corto y enérgico le hizo levantar la vista del libro que leía. Fue a la puerta y observó por la mirilla: un hombre grueso y con gafas oscuras estaba esperando. G. abrió y el hombre de las gafas le entregó un sobre.
- Una citación del juzgado –, le dijo.
Ante el gesto de extrañeza de G., añadió el hombre grueso: - una cuestión de tarjetas de crédito sin fondos, según parece...
Pero el timbre sonó por segunda vez con un golpe corto, como para no molestar, pero enérgico, como pulsado por alguien que no se arredra ante el primer fracaso. G., parsimoniosamente, cerró el libro, fue al recibidor y aplicó el ojo a la mirilla. Ella, desde el rellano de la escalera, del otro lado de la puerta, sonreía a quienquiera que la estuviese observando. Lo hacía docenas de veces al día y sabía esperar.
La lente de la mirilla le ofrecía a G. la imagen abombada, como dentro de una pecera, de una cara sonriente: Veintitantos años, poco más de metro cincuenta, pelo tirante y sujeto a la nuca con un prendedor, observó G mentalmente.
- Una estudiante que se gana algún euro haciendo encuestas - se dijo G. mientras abría la puerta.
Ella tenía unos ojos risueños y escrutadores. No dejaba de sonreír pero observaba. Tantos meses llamando a puertas extrañas le habían proporcionado más de un sobresalto, así que había aprendido a ser prudente. Abrazada a una carpeta demasiado gruesa, y mientras hablaba, valoró el aspecto de G.: estatura media, más bien flaco, pelo y barba entrecanos, tenía el aspecto de esos hombres que, cuando pasan de la cincuentena, se vuelven inofensivos.
- ¿...Tarjetas de crédito? – preguntó G., incrédulo. Que fuesen casa por casa ofreciendo tarjetas de crédito le pareció divertido, así que invitó a la muchachita a entrar.
- ... Ya, pero estas son gratis, sin cuota anual como las de los bancos –, decía ella mientras descargaba su carpeta voluminosa sobre la mesa que le indicó G. en su estudio.
- Una campaña para fidelizar clientes –, le explicaba Alicia. Porque ella se llamaba Alicia. Le dijo su nombre nada más entrar, y a G. le cayó simpática Alicia, la vendedora menudita, de sonrisa franca y que decía llamarse así.
La verdad es que él ya tenía una tarjetaa bancaria, pero la mocita le había caído muy bien. Una tarjeta más no iba a ninguna parte; nunca iba a gastar más de lo que le permitía su sueldo de maestro... Así que ella rellenó el cuestionario con los datos que G. le proporcionó, le hizo firmar, dio las gracias e hizo intención de irse.
Pero él no quería quedarse solo tan pronto. Se sentía algo así como enamorado de la juventud de aquella chica, con un amor tan fugaz como el tiempo que durase su presencia en aquella casa. Así que la invitó a un té y le hizo pasar a la sala.
Cuando se despidieron, él le propuso: - Ven la semana que viene y te contrato otra tarjeta.
Al cabo de siete días ella volvió, tomaron un té, y él le contrató una mastercard. Y, a la siguiente semana, otro té y una visa; y a la otra, una dinersclub y otra tacita de té. Así, hasta que no hubo más tarjetas de crédito disponibles y él no tuvo justificaciones para hacerla volver. Entonces pensó que, si ella tenía dinero bastante, no necesitaría trabajar y podría venir a visitarle a menudo. Así que, como tenía tantas tarjetas, pidió un crédito de miles de euros y los guardó en una bolsa de deportes. La citó un día y le entregó el dinero.
Ella no preguntó nada: con este trabajo, conocía gente tan rara... Se limitó a coger la bolsa y tomar unas largas vacaciones en las playas del Brasil. Harta después de meses subiendo y bajando escaleras, se pasaba las horas tumbada en la hamaca, su cuerpo menudito al sol, con una caipirinha fresquita al lado y sin acordarse del hombre de las tarjetas.
G., pacientemente, esperó semana tras semana a que sonara el timbre y apareciese la menuda y pizpireta Alicia. Por fin, un día, un timbrazo corto y enérgico le hizo levantar la vista del libro que leía. Fue a la puerta y observó por la mirilla: un hombre grueso y con gafas oscuras estaba esperando. G. abrió y el hombre de las gafas le entregó un sobre.
- Una citación del juzgado –, le dijo.
Ante el gesto de extrañeza de G., añadió el hombre grueso: - una cuestión de tarjetas de crédito sin fondos, según parece...
¡Maledetta fémina!
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