miércoles, 16 de septiembre de 2009

La "romería" del Peñalara.-


Hacía casi tres meses que no salía a la Sierra y ya andaba yo sintiendo esa carencia. Como quien dice, tenía “mono” de patear la montaña. Eso de cargar la mochila al hombro, sudar la gota gorda monte arriba y castigar las botas es un vicio como cualquier otro. Es lo que tiene vivir en Madrid y tener tan cerca la montaña, que si durante unas semanas te castigas los pulmones y la paciencia con la contaminación y el tráfago de esta ciudad, terminas por necesitar un “chute” de aire libre y naturaleza en estado puro. Bueno… Naturaleza en estado relativamente puro. Porque ¡joder! caminar por la sierra madrileña, por según por qué zonas, es como apuntarse a una romería como la del Rocio, donde la naturaleza tiene tantos devotos que los caminos se convierten en una peregrinación de procesionarias de calzón corto, mochileo y barritas energéticas.
Salimos este sábado del Puerto de Cotos, subimos por el camino que lleva a Peña Citores y, desde el collado entre Dos Hermanas y Peña Citores, alcanzamos la cuerda. Gentes mil subíamos. Llegamos a la cima de Peñalara y ¡Oh, cosas del gregarismo humano! allí había tropecientos montañeros repartidos por los riscos, en grupos o aislados, platicando, viendo el paisaje, fotografiando, tomando la preceptiva pieza de fruta o picoteando la bolsita de frutos secos. Claro que –se consuela uno– mejor esta aglomeración de deportívoros que de consumidores de gasolina.
Hacía por lo menos tres años que no recorría el risco de los Claveles. Y esta vez el día estaba propicio para trotar por las agujas rocosas sin peligro: hacía un día soleado, había buena visibilidad, las rocas estaban secas. Las botas se agarraban bien a las piedras y uno puede hacer el cabra de risco en risco, con la ilusión de que la sesentena no es una limitación grave para trepar como un gamo saltarín por los pedregales.
Bajamos hasta casi la laguna de los Pájaros y, desde allí, giramos hacia la izquierda, buscando tierras de Valsaín. Por el Raso del Pino fuimos hacia el arroyo de la Chorranca. Este arroyo recibe su nombre de una impresionante chorrera en caía libre de al menos veinte metros. Lástima que llevamos un verano tan seco y el caudal de agua era escaso. Aún así, ver cómo cae el chorro de agua labrando su cauce en la roca viva es un espectáculo sólo al alcance de los esforzados que han caminado durante varias horas. Un premio que bien merece el esfuerzo. Y pasamos por la cueva del Monje, esa especie de gran dolmen natural, con una enorme roca que hace de abrigo, en una explanada cubierta de centenares de pinos talados y amontonados que esperan –con el aire desangelado de cadáveres de árbol– su reencarnación en muebles de Ikea. De aquí al CENEAM (Centro Nacional de Educación Ambiental), fin de etapa, y de allí a la terraza de un bar de Valsaín a tomar la cervecita bien ganada, y a la charla distendida con los compis de la marcha.
No hay nada como una inmersión en la naturaleza, aunque sea multitudinaria, tipo Benidorm
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