jueves, 17 de febrero de 2011

Pedir en el Metro.-

Entró en tromba en el vagón y empezó a recorrerlo a buen paso. No me resultó difícil clasificarlo: un pobre de pedir, modalidad peripatética. Es lo que tiene desplazarse en Metro de forma habitual, que uno termina conociendo al personal que se mueve por allí y sabe a qué atenerse.
Normalmente, el pordiosero entra por uno de los extremos del vagón y va recorriendo éste, mientras salmodia sus penurias y trata de conmover al respetable con su discurso mas o menos brien trabado. Los hay que hablan bajito, se mueven despacito, dirigiéndose a los viajeros más próximos y esperando las limosnas. Recorren poquito a poco el coche entre parada y parada, y salen por el otro extremo, resignados. Otros, por el contrario, recorren el vagón en un sentido y otro varias veces y a buen paso, mientras dura el trayecto entre estaciones. Éstos hablan con voz fuerte, para general conocimiento de todos los viajeros, y miran al frente, a nadie en concreto. Son los pordioseros peripatéticos, enérgicos y desinhibidos.
- A ver, caballero, haga el favor, que estoy trabajando - me dijo el peripatético, y me hice a un lado.
Que era un peripatético el que acababa de entrar se lo noté enseguida, apenas tuve que levantar la vista del libro. Por si acaso, para no interferir su modus operandi, me arrimé un poco más a la pared del vagón y le dejé espacio libre. Otro tanto hicieron algunos viajeros que se sujetaban a las barras con la mano. Casi de forma imperceptible, se fue abriendo un pasillo libre de estorbos que permitía al indigente peripatético ejercer su oficio con relativa comodidad.
- ¿Ha pasado antes algún colega? -, me preguntó. Yo, como todo viajero en estas circunstancias, metí la cabeza en el libro e hice como que no le oía.
No esperó mi respuesta. Miró hacia el fondo del coche, vio que el camino estaba despejado y, sin más dilaciones, comenzó con buena voz: "Hace dos días que me he duchado en el refugio y me han dado esta ropa -empezó informando-. Vivo en un garaje con mi mujer y mis dos niños, y no tengo trabajo..." Me gustó su tono decidido, muy profesional. Unas brevísimas notas autobiográficas que captaron el interés general.
El peripatético tenía vis dramática: paso seguro, voz convincente y gesticulación bien medida. Para convencer de sus buenas intenciones, a la vez que abanzaba por el pasillo que los viajeros le habían abierto instintivamente, iba persignándose lentamente e informando: "Hasta que tenga trabajo, necesito pedir para alimentar a mis niños. Yo no quiero hacer daño a nadie y prefiero pedir antes que robar..." Argumento éste que, aunque bastante socorrido entre los de su profesión, produce alivio entre los pasajeros, los cuales, una vez que saben a salvo su cartera, vuelven a sus ocupaciones habituales: leer la prensa gratuita, dormitar, enroscarse las neuronas al MP3 o, simplemente, poner esa cara de ajo aburrido tan habitual en los viajes suburbanos.
En lo que duró el trayecto, el peripatético recorrió tres veces el vagón arriba y abajo, con enérgico caminar, antes de llegar a la siguiente parada. Nadie le dio un céntimo. Terminó de nuevo a mi lado, poco antes de que el convoy entrara en la siguiente estación, echó una mirada reprobatoria a los viajeros y comentó:
- Con eso de la crisis, éstos están más tiesos que yo-, dijo. Nos miró con cara de lástima y se fue corriendo al siguiente vagón.

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