Es un recuerdo recurrente que me aflora entre grandes lagunas de olvido. Yo, entonces, era joven y estaba recién llegado a Madrid; no tenía trabajo, andaba escaso de dinero y me sobraba tiempo. Deambular por las calles del centro era una distracción que no me suponía ningún gasto, si exceptuamos el roce de las suelas contra el asfalto. Pero hasta los más pobres se permitían ese lujo...
Recuerdo que en la calle Arenal, esquina a Hileras, había una tienda en cuyo escaparate -vitrina, más bien- se exhibían tarjetas postales a la venta para turistas. Siempre que pasaba por allí, me paraba a observar una postal que me producía una gran melancolía: una niña, sentadita en el peldaño de una escalera, miraba con enormes ojos azules, con un mirar de infinito desamparo, a los viandantes presurosos. Un gato melancólico, a sus pies, duplicaba esa sensación de tristeza.
Recuerdo que en la calle Arenal, esquina a Hileras, había una tienda en cuyo escaparate -vitrina, más bien- se exhibían tarjetas postales a la venta para turistas. Siempre que pasaba por allí, me paraba a observar una postal que me producía una gran melancolía: una niña, sentadita en el peldaño de una escalera, miraba con enormes ojos azules, con un mirar de infinito desamparo, a los viandantes presurosos. Un gato melancólico, a sus pies, duplicaba esa sensación de tristeza.
El desvalimiento de la niña, de enormes ojos de gato triste, me perseguía hasta la plaza de Ópera y, vez hubo, volvía sobre mis pasos fascinado por aquella mirada azul y solitaria. Entonces, me paraba ante la vitrina y la niña menudita, de inmensos ojos melancólicos, me observaba en silencio. Me observaba y ella comprendía mi soledad. Porque yo también era un solitario que caminaba al azar, sin metas, sin recursos y sin proyectos.
La niña de ojos tristes de la postal se convirtió en mi obsesión. Me acechaba, sentadita en la escalera, tan quietecita y silenciosa. Sus grandes pupilas azules de gato nictálope se limitaban a observarme y sabían que yo volvería, una y otra vez, a la calle Arenal. Y yo volvía. Y la niña menudita, con sus ojos de gato triste, abandonada a su soledad, me miraba en silencio y en su mirada veía mi propia soledad.
Muchas semanas duró mi obsesión por aquella criatura de la postal, hasta que decidí comprarla. Cinco pesetas -lo que valía un puñado de cigarrillos- me costó llevar a mi cuarto de la pensión aquella mirada. Me tumbaba en la cama, con las manos entrelazadas bajo la nuca, y miraba absorto el mirar intenso, claro y melancólico de la niña menudita, que yo había colocado sobre la mesilla de noche. Ella, silenciosa, toda ojos azules, toda ella mirar profundo, me observaba y se compadecía de mi soledad sin trabajo, sin amigos, sin proyectos. Por lo menos, así me lo parecía a mí.
Hace ya mucho tiempo, la guarde entre las páginas de un libro y éste se perdió en el anónimo montón de libros de cualquier estantería. Todavia, hace unos veinte años, cogí ese libro al azar, y al azar descubrí a la niña sentada en la escalera, con sus grandes ojos azules. Pero volvió a perderse entre los libros de mi biblioteca.
Ahora soy un hombre adulto, muy ocupado, y ya no tengo tiempo de pararme ante aquella mirada de gato triste. Sin embargo, de tarde en tarde me acuerdo de ella; entonces, me hago el propósito de buscarla y ponerla sobre mi escritorio. Pero estoy demasiado ocupado y ya no tengo tiempo de mirar aquella mirada melancólica.
En periodo electoral, parece que usted está tratando de hacer campaña a favor de un partido político...
ResponderEliminarJó, que cosas dice el personal...
ResponderEliminar