Resultó un buen día que
los Reyes Magos no venían de Oriente. Sucedió que, según la tradición popular,
no avalada canónicamente, los Reyes Magos de Oriente se pusieron en camino
siguiendo una estrella. Desde las llanuras del Ganges, desde los desiertos del
Eufrates, desde las lejanas fuentes del Nilo, los tres Magos comenzaron su
singladura hacia el Próximo Oriente. Siguiendo la estela de aquel astro
luminoso, cada uno por su cuenta, se pusieron en camino, convergiendo en un
punto indeterminado del que la religiosidad popular no dice media palabra. Desde
allí, donde quiera que fuese aquel lugar, los tres viajaron en la misma
caravana hacia una aldehuela de Judea, de nombre Behetlem, donde, según los
libros sagrados, había nacido un niño de una virgen.
Así lo venían haciendo
desde hace, al menos, dos milenios, hasta el año de gracia de MMXIII. Aquel
año, cuando llegaron al Portal con sus ofrendas de oro, incienso y mirra, el Sumo
Sacerdote les dijo que no, que tanto la tradición como la devoción popular
estaban muy equivocados. Que ellos, realmente, de donde procedían era de la lejana Tartessos ,
allá donde las columnas de Hércules, donde comienza el mare ignotum.
Perplejos, se
retiraron a deliberar y consultar los arcanos escritos. Según los sánscritos
libros védicos, de acuerdo con las tablillas cuneiformes conservadas en los
zigurats de Uruk, y según las tradiciones orales de allende las fuentes del
Nilo, ellos, de toda la vida de dios, de donde venían era del Extremo Oriente.
Así se lo hicieron saber al Sumo Sacerdote de blancas vestiduras. Pero éste,
que era infalible en sus dictados, insistió en que no; insistió en que, según
los libros revelados de la verdadera religión, ellos venían de Tartessos y no
había más que hablar y que aquello eran habas contadas. Si no les gustaba, que
pidieran el finiquito y se buscaran la vida.
“Pues para este viaje
no hacían falta alforjas”, dicen que comentó Baltasar. “Jó”, se limitó a opinar
Gaspar. “Y ahora ¿qué puñetas hacemos?”, se preguntó Melchor. Era ésta, puede
suponerse, una pregunta retórica, ya que la cosa había quedado bastante clara:
De ahora en adelante, y a efectos de la cristiandad toda, ellos procedían de la
tierra más occidental, de la
lejana Bética ; exactamente, donde los linces en extinción
llevaban una vida de estricta supervivencia.
“No sé de qué os
quejáis”, les dijo la mula, “Lo nuestro sí que es una putada. Dicen que nosotros
nunca hemos existo”. Fue entonces cuando los Reyes Magos se dieron cuenta que
el buey y la mula ya no estaban junto al pesebre del Portal y calentando con su
aliento al niño recién nacido, sino en un corral anejo. La mula, con ese mal
carácter que tienen los de su especie, tenía un cabreo como para no dicho y
lanzaba cagamentos como coces; el buey, sin embargo, sumiso como todos los
castrados, mugía bajito su pena al verse desahuciado de las leyendas piadosas.
En efecto, el buey y
la mula habían dejado de existir porque el Sumo Sacerdote de albas vestiduras
así lo había dicho. Estaba en conexión directa, vía Wifi, con la divinidad y
sus enseñanzas eran, a efectos de controversia doctrinal, incuestionables.
Aunque desde el punto de vista doctrinal aquello no tenía vuelta de hoja, desde
el punto de vista práctico exigía una estrategia para su solución. Y la
estrategia fue, acorde con los tiempos que corrían, de tipo comercial.
Es cosa sabida que el
Portal era un chamizo de cuatro adobes mal ensamblados y una techumbre de ramas
y barro. Tras dos milenios de uso, comenzaba a amenazar ruina y existía el
problema de que las autoridades civiles le retiraran el permiso de
habitabilidad, mandasen derruir el lugar sacro y, por consiguiente, diesen al
traste con el santo negocio.
Por ello, para recabar
fondos con que rehabilitarlo, una comisión de teólogos, siguiendo las rectas
doctrinas neoliberales, dictaminaron que
no era contrario al dogma convertir al buey y la mula en picadillo. Su carne,
debidamente sazonada, y con los controles sanitarios pertinentes, abastecería
todos los burger de la Tierra, No en vano se llevaba veinte siglos representando
los dichosos animalitos por doquier, así que los había por millares. Había
suficiente como para inundar de carne todos los Fats food de la cristiandad
durante una larga temporada. Las gentes que acudían en peregrinación a estos
comederos no tendrían la menor duda de que las hamburguesas estaban divinas.
Visto que aquellos
eran tiempos de reajustes económicos e ideológicos, los Reyes Magos
prescindieron de sus coronas, de sus mantos y oropeles y optaron por instalarse
en las playas de Huelva, donde montaron un chiringuito de lo más cutre –
estética portal de belén – para guiris nórdicos. Allí van capeando la crisis. Eso sí, fieles
a la tradición, cada navidad toman un vuelo low cost y se presentan en Belén. Y
en vez de incienso, oro y mirra, le llevan unos pescaítos fritos y cervecita
bien fría, que el bolsillo no permite más alegrías.
Uno de los reyes era negro; otro era medio árabe y el tercero venía de Persia (o sea, del régimen de Irán). Estos tipos no tienen buena prensa.
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