Un servidor ya sabe que
disculparse reiteradamente por errores que no está dispuesto a dejar de cometer
puede ser, a ojos del lector, una tomadura de pelo. Y aunque éste considere que
insistir en la capacidad pensante del gremio jubilata, como se ha insistido
otras veces en esta bitácora, es un error, no dejaré de hacerlo una vez más. Aunque
tanta insistencia traiga la sospecha de que esto se dice para que el improbable
lector acabe creyéndoselo; creyéndose que los jubilatas somos, de verdad, capaces de
pensar.
Los jubilatas somos unos ociosos
necesitados de llenar nuestras horas de inactividad con asuntos que, si bien no
son importantes, al menos sirvan de coartada y justificación de nuestro estar
en el mundo. Y aunque un servidor no haya leído a Martín Heidegger, sabe que su
ser-en-el-mundo, cuando se llega a estas edades, es apenas una forma de ser terminal cuya identidad le viene dada por la pensión mensual que le sustenta.
Eso de momento y provisionalmente,
porque la sustancia que nos sustenta (la pensión de jubilación) se está
convirtiendo en algo tan evanescente como la sanidad y la educación públicas.
Ya llevan un tiempo amenazándonos con que nuestra longevidad es un cáncer que
va devorando los recursos públicos, de forma que los pensionistas, además de una pasión inútil – que dirían los existencialistas – terminaremos convirtiéndonos en una
carga social inasumible. Pero carga y
todo, no hacemos lo que, en el memorial de los claustrales de la universidad de
Cervera a Fernando VII, se decía: lejos
de nosotros la peligrosa novedad de discurrir. Leemos, discurrimos sobre lo
leído y, a veces, hasta pensamos.
Porque es el caso que un servidor
ha leído estos días atrás un artículo en Le Monde diplomatique sobre la posesión de los bienes
materiales y su uso; sobre el tener, el usar y el compartir. Tan afanados
estamos en poseer objetos que se nos olvida hasta qué punto nos son útiles o, si
bien se piensa, un lastre que acumulamos porque identificamos la posesión con
la existencia.
Dice el articulista que la
propiedad tiene una dimensión simbólica y una dimensión funcional. En su
dimensión simbólica, los objetos hablan de nuestro estatus, de nuestro prestigio
social. Un coche último modelo, el apartamento en la playa, están diciendo a
quienes nos rodean que estamos bien instalados en la sociedad, que hemos
triunfado en esta sociedad donde poseer es un valor en sí. Tenemos bienes materiales más por
su valor simbólico que por su utilidad real. A ver quién coños va al
apartamento en la playa, aparte los quince días de vacaciones; el resto del año son gastos.
Si pensamos en nuestras propiedades
como simples objetos de uso, no en su valor simbólico de representación, podemos llegar a la lamentable convicción de que acumulamos
bienes materiales cuya utilidad es escasa y su utilización, mínima. Un ejemplo sencillo servirá: una
taladradora en casa, una vez colgados los cuadros, es un trasto inútil por el
que hemos gastado un dinero y ocupa un espacio junto con otros mil cachivaches de
escasa utilidad. Si bien se piensa, lo que realmente necesitábamos eran varios
agujeros en la pared.
De ahí la tendencia de algunos
grupos minoritarios a compartir. Un trayecto en coche se puede compartir entre
varios, sosteniendo los costes entre todos. Un apartamento en la playa se puede
ceder a quienes, a cambio, te prestarán otros servicios. La taladradora se puede
prestar a cambio de la batidora del vecino. Y así… Se intercambian herramientas
y servicios, uno se ahorra la compra de objetos y, de paso, se van poniendo frenos a
la obsesión consumista.
Nos contaba un sobrino, que ha
estado haciendo un Erasmus en Dinamarca (“Turismus”, decía su padre), que en la
casa donde vivía había una sola lavadora en el sótano que compartían todos los
vecinos del inmueble.
Imagínese el improbable lector si ese principio ecológico lo
aplicásemos a nuestra vida diaria, la cantidad de máquinas de las que podríamos
prescindir, la energía y la contaminación que ahorraríamos.
Y ya puestos, a este jubilata,
cuyas discurrideras nunca están ociosas, se le ha ocurrido lo ecológico y
económico que resultaría a este país si compartiésemos, por ejemplo, los
políticos autonómicos. Con que tuviéramos un equipo que nos lo fuéramos
prestando según nos hicieran falta en tal o cual Autonomía, nos saldrían más
baratos. Y no digamos de la caterva de asesores; con media docena bien
aprovechada y llevada de la Ceca a la Meca, según las necesidades de asesoramiento,
nos bastaba. En cuanto a las ventajas ecológicas de ese compartir, serían
evidentes: ahorraríamos horas y horas de promesas incumplidas que envenenan el
ambiente.
Pero esas cosas se piensan
porque - ya se ha dicho al principio - los jubilatas disponemos de demasiado
tiempo para darle a las discurrideras. Eso, claro está, mientas la pensión nos
dé para estar ociosos; porque cuando los poderes públicos decidan por fin que
sí, que somos una carga insoportable y nos condenen a la extinción por la
hambruna, ya tendremos bastante ocupación con irnos muriendo por los rincones.
Pero, mientras tanto, discurrimos, y a ratos, pensamos.
Pero, mientras tanto, discurrimos, y a ratos, pensamos.
Ser es tener, decía Erich Fromm. No dejes de discurrir, hombre!
ResponderEliminarSaludos!!