viernes, 18 de octubre de 2013

Esas ideas que llegan con la lectura.-

Un servidor ya sabe que disculparse reiteradamente por errores que no está dispuesto a dejar de cometer puede ser, a ojos del lector, una tomadura de pelo. Y aunque éste considere que insistir en la capacidad pensante del gremio jubilata, como se ha insistido otras veces en esta bitácora, es un error, no dejaré de hacerlo una vez más. Aunque tanta insistencia traiga la sospecha de que esto se dice para que el improbable lector acabe creyéndoselo; creyéndose que los jubilatas somos, de verdad, capaces de pensar.

Los jubilatas somos unos ociosos necesitados de llenar nuestras horas de inactividad con asuntos que, si bien no son importantes, al menos sirvan de coartada y justificación de nuestro estar en el mundo. Y aunque un servidor no haya leído a Martín Heidegger, sabe que su ser-en-el-mundo, cuando se llega a estas edades, es apenas una forma de ser terminal cuya identidad le viene dada por la pensión mensual que le sustenta.

Eso de momento y provisionalmente, porque la sustancia que nos sustenta (la pensión de jubilación) se está convirtiendo en algo tan evanescente como la sanidad y la educación públicas. Ya llevan un tiempo amenazándonos con que nuestra longevidad es un cáncer que va devorando los recursos públicos, de forma que los pensionistas, además de una pasión inútil – que dirían los existencialistas – terminaremos convirtiéndonos en una carga social inasumible.  Pero carga y todo, no hacemos lo que, en el memorial de los claustrales de la universidad de Cervera a Fernando VII, se decía: lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir. Leemos, discurrimos sobre lo leído y, a veces, hasta pensamos.

Porque es el caso que un servidor ha leído estos días atrás un artículo en Le Monde diplomatique sobre la posesión de los bienes materiales y su uso; sobre el tener, el usar y el compartir. Tan afanados estamos en poseer objetos que se nos olvida hasta qué punto nos son útiles o, si bien se piensa, un lastre que acumulamos porque identificamos la posesión con la existencia.

Dice el articulista que la propiedad tiene una dimensión simbólica y una dimensión funcional. En su dimensión simbólica, los objetos hablan de nuestro estatus, de nuestro prestigio social. Un coche último modelo, el apartamento en la playa, están diciendo a quienes nos rodean que estamos bien instalados en la sociedad, que hemos triunfado en esta sociedad donde poseer es un valor en sí. Tenemos bienes materiales más por su valor simbólico que por su utilidad real. A ver quién coños va al apartamento en la playa, aparte los quince días de vacaciones; el resto del año son gastos.

Si pensamos en nuestras propiedades como simples objetos de uso, no en su valor simbólico de representación, podemos llegar a la lamentable convicción de que acumulamos bienes materiales cuya utilidad es escasa y su utilización, mínima. Un ejemplo sencillo servirá: una taladradora en casa, una vez colgados los cuadros, es un trasto inútil por el que hemos gastado un dinero y ocupa un espacio junto con otros mil cachivaches de escasa utilidad. Si bien se piensa, lo que realmente necesitábamos eran varios agujeros en la pared.

De ahí la tendencia de algunos grupos minoritarios a compartir. Un trayecto en coche se puede compartir entre varios, sosteniendo  los costes entre todos. Un apartamento en la playa se puede ceder a quienes, a cambio, te prestarán otros servicios. La taladradora se puede prestar a cambio de la batidora del vecino. Y así… Se intercambian herramientas y servicios, uno se ahorra la compra de objetos y, de paso, se van poniendo frenos a la obsesión consumista.

Nos contaba un sobrino, que ha estado haciendo un Erasmus en Dinamarca (“Turismus”, decía su padre), que en la casa donde vivía había una sola lavadora en el sótano que compartían todos los vecinos del inmueble. Imagínese el improbable lector si ese principio ecológico lo aplicásemos a nuestra vida diaria, la cantidad de máquinas de las que podríamos prescindir, la energía y la contaminación que ahorraríamos.

Y ya puestos, a este jubilata, cuyas discurrideras nunca están ociosas, se le ha ocurrido lo ecológico y económico que resultaría a este país si compartiésemos, por ejemplo, los políticos autonómicos. Con que tuviéramos un equipo que nos lo fuéramos prestando según nos hicieran falta en tal o cual Autonomía, nos saldrían más baratos. Y no digamos de la caterva de asesores; con media docena bien aprovechada y llevada de la Ceca a la Meca, según las necesidades de asesoramiento, nos bastaba. En cuanto a las ventajas ecológicas de ese compartir, serían evidentes: ahorraríamos horas y horas de promesas incumplidas que envenenan el ambiente.

Pero esas cosas se piensan porque - ya se ha dicho al principio - los jubilatas disponemos de demasiado tiempo para darle a las discurrideras. Eso, claro está, mientas la pensión nos dé para estar ociosos; porque cuando los poderes públicos decidan por fin que sí, que somos una carga insoportable y nos condenen a la extinción por la hambruna, ya tendremos bastante ocupación con irnos muriendo por los rincones. 

Pero, mientras tanto, discurrimos, y a ratos, pensamos. 

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