Habitualmente, los que somos
lectores corrientes, cuando nos enfrentamos a una novela, lo hacemos de forma
unidimensional. Me explico, el libro nos cuenta una historia, o un entramado de
ellas, que nosotros encaramos desde nuestro punto de vista limitado de lectores.
De la lectura del texto sacamos conclusiones que tienen que ver con nuestra
propia forma de entenderlo, al margen las razones por las que fue escrito o de
la intención que el autor tenía cuando se puso a elaborarlo.
Este jubilata, que es lector un
tanto compulsivo y anárquico, ha tenido que encontrarse frente a un autor para
darse cuenta de que leer, lee, pero su nivel de comprensión (o, mejor, de reelaboración
de lo leído) no se corresponde apenas con lo que autor pretendía. Como lector,
uno espera que la historia entretenga, esté bien trabada y sea original. De
ahí, casi, no pasa. A lo más, busca que el lenguaje tenga riqueza léxica y conceptual, explique con claridad las ideas que se quieren transmitir y, encima,
que no sea tedioso. Un lector de novelas, en general, tiene suficiente con eso; y, si bien se mira, no es poco.
Encontrarse frente a un autor te
descubre, antes que nada, que no se trata de un señor al que se le ha ocurrido
escribir una historia porque sí, porque un día le llovió la inspiración del
cielo, como un maná literario, conocía el oficio y se pudo a ello, a ver qué le
salía. Resulta que un autor de novelas es alguien que se piensa su historia,
busca los correlatos con la realidad para darle verosimilitud, y elabora unos personajes
que tengan sustancia interior. Imagina una situación, reúne los materiales
necesarios y teje su cesto poniendo cada elemento en su sitio: las relaciones
espaciotemporales, la sicología de los personajes, sus actos, las relaciones de
éstos entre sí y con el medio en que se desenvuelve el relato, y envolviendo
todo ello, lo que llamamos inspiración. Como un servidor no se sabe cómo
definirla, se atreve a decir que inspiración es esa forma de organizar un mundo
mental imaginario, de manera que los materiales literarios con los que se
trabaja den una percepción de la realidad fingida como si fuese la realidad
vivida, y encima, seduzca.
A estas elucubraciones se
entregaba este jubilata el otro día, de vuelta a casa, tras asistir a una
tertulia literaria en los cursos Senior que organiza la UNED. Había estado
leyendo Ha dejado de llover, de
Andrés Barba, porque el autor iba a hablarnos de ella, de cómo la escribió, por
qué, qué pretendía originalmente y qué resultó de la idea original. Y lo
primero que conviene confesar es la propia ignorancia: hace unas pocas semanas,
ni sabía que existía tal novelista. Lo que a este jubilata le lleva a darse
cuenta de lo enorme que es el campo de su ignorancia, en esta materia y en
todas las que uno pueda imaginar. Pero ese es asunto que, aunque no se diga, se
presupone.
Una historia en cuatro relatos
que tienen como marco la ciudad de Madrid. Según nos dijo Barba, la idea le
surgió con Dublineses, de James Joyce
¿Por qué no escribir varias historias tomando como referencia los barrios
madrileños? Cada uno de sus personajes según su ambiente sociocultural, tendría
distintos comportamientos éticos frente a situaciones de relación familiar que
suelen darse en todas las clases sociales: la paternidad no bien asumida, el cuidado
de un familiar enfermo y absorbente, la percepción que tiene una adolescente de
la infidelidad paterna, la inseguridad frente a un ser próximo y egoísta. Lo
que iba a ser la historia de diez barrios madrileños se quedó en cuatro
historias que, con más o menos proximidad, las vivimos casi a diario, en
nosotros mismos o en quienes nos rodean. Son relatos tan verosímiles que el
lector puede verse retratado en alguna de las situaciones que allí se
describen.
Bastante más información sobre la génesis de su novela nos dio el autor, pero esto es una bitácora de pasar de largo y no es cuestión de entretener demasiado al improbable lector. Solo añadiré algo sobre el tamaño del desconocimiento que un servidor tiene de la literatura, en particular: Con esta edad provecta a la que uno está llegando, nunca en la vida me había atrevido a hincarle el diente a Proust, menos después de haber leído la opinión que le merecía a Baroja.
Por vergüenza torera, este
pasado verano me decidí a leer alguna de las obras de En busca del tiempo perdido, y leí, como quien toma su cucharada
diaria de aceite de ricino, Por el camino
de Swann- Un amor de Swann y A la
sombra de las muchachas en flor, a razón de una dosis de un par de horas
diarias. La morosidad sicológica y el tempo
lentissimo de sus descripciones me dejaron para el arrastre. En venganza,
escribí un cuento al que puse el poco original título de La magdalena de Proust y di el nombre de Odette de Crézy a una
profesora con sarpullidos de erotismo literario.
Fue la venganza del enano que
escupe sobre la huella del gigante que ha pasado sin dignarse mirarle. Pero a
un servidor le alivió mucho.
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