El visitante que camine por la exposición puede ver un letrero que representa el grafiti que un espontáneo dejó escrito en una pared de Pompeya antes de la erupción del Vesubio el año 79 d.n.e.: admiror te, pariete, non cecidisse ruina qui tali scriptorium taedia sustines; lo que en román paladino viene a significar que el grafitero se sorprendía de que se mantuviese aún en pie una pared que soportaba tantas tonterías escritas en su superficie.
Uno, que es muy sentido, se lo
tomó como una alusión personal (aunque el fulano lo escribió hace ya más de 20
siglos) y se puso a pensar la cantidad de previsibles tonterías que lleva ya
escritas en esta bitácora desde que, hace ya cuatro años, se encontró con
semejante juguete internautico. Pero, como uno es, además de poco lucido mentalmente,
bastante terco, decide seguir llenando su pared virtual de borrones. Quizás los
arqueólogos del futuro encuentren materia para sus investigaciones, aunque
saquen una idea sesgada del bajo nivel intelectual de estos tiempos.
Mientras, disfrutamos del trabajo
de aquellos primeros arqueólogos quienes, con más entusiasmo que técnica,
empezaron a excavar Herculano en el S. XVIII y sacaron a la luz la villa de los
Papiros. Quizás el improbable lector haya visitado Pompeya y/o Herculano (este
jubilata visitó aquélla hace tres años) y se sienta fascinado por el modo de
vida de aquellas gentes a las que se les
paró el reloj abruptamente un 24 de agosto. Un parón tan repentino que les
pilló en mitad de sus quehaceres o huyendo con lo puesto.
Para hacerse una idea de cómo
puede quedar una ciudad a la que le sobreviene una muerte súbita, podríamos imaginar un mundo distópico, pero en todo semejante
a la capital del reino. Imaginemos (a los que vivimos en Madrid nos resultaría
fácil) que un día cualquiera la contaminación formase una capa tan espesa y pesada
que cubriese la ciudad y ahogase a sus habitantes en mitad de sus tareas: los
parados en la cola del INEM, la M30 atascada de coches, Preciados abarrotada de
peatones, la alcaldesa en la peluquería… y, en pocas horas, los materiales
contaminantes en suspensión (miles y miles de toneladas), empezasen a posarse y
solidificarse sobre los edificios y las gentes, hasta borrar todo vestigio de
vida. Los arqueólogos, de aquí a diecisiete siglos se harían una idea bastante
exacta de cómo habíamos vivido bajo la merdulencia contaminante antes de
solidificarse.
Claro que la Villa de los Papiros
no nos habla del modo de vida de la gente corriente, sino de la clase
privilegiada. Su dueño, al parecer, era Lucio Calpurnio Pisón, suegro de Julio
César. Se trata de una residencia junto al mar con un gran peristilo ajardinado,
rodeando a un gran estanque y unas dependencias lujosísimas adornadas con
pinturas pompeyanas cubriendo sus paredes.
En su biblioteca, 1800 volúmenes de
papiro, donde se conservaban los escritos de la escuela epicúrea.
Ya puede imaginarse el improbable lector de quién hablo, de aquel denostado Epiculo por sus doctrinas materialistas y la búsqueda del placer de vivir. Solo que el epicureísmo no es la búsqueda del placer grosero, sino del equilibrio para ausentar el sufrimiento: “El placer es el principio y fin del vivir feliz, pero no nos referimos a los placeres que residen en la disipación sino al no sufrir dolores en el cuerpo ni estar perturbados en el alma”, dice Epicuro quien, por otro lado, era un hombre frugal. Por eso – dando un salto en el tiempo – decía Baroja que él se consideraba un cerdo de la piara de Epicuro.
Ya puede imaginarse el improbable lector de quién hablo, de aquel denostado Epiculo por sus doctrinas materialistas y la búsqueda del placer de vivir. Solo que el epicureísmo no es la búsqueda del placer grosero, sino del equilibrio para ausentar el sufrimiento: “El placer es el principio y fin del vivir feliz, pero no nos referimos a los placeres que residen en la disipación sino al no sufrir dolores en el cuerpo ni estar perturbados en el alma”, dice Epicuro quien, por otro lado, era un hombre frugal. Por eso – dando un salto en el tiempo – decía Baroja que él se consideraba un cerdo de la piara de Epicuro.
Y, por ponerse en situación, si
uno visita esta muestra y ha visitado las antiguas ciudades cubiertas por la
lava del Vesubio, debería haber leído la carta que Plinio el Joven le dirigió a
Tácito contándole cómo su tío Plinio el Viejo, comandante de la flota, murió en
la costa, cerca de Pompeya, tras ir a observar de cerca el fenómeno de la
erupción y en socorro de la dama Rectina, quien le había mandado una petición
de auxilio, y otros veraneantes de la
costa. Y lo de veraneantes no es un anacronismo, pues en la carta se dice “erat enim frequens amoenitas orae”, ya
que el lugar era muy frecuentado por lo agradable de la costa. Piénsese que era
el ferragosto y en Roma se torraban hasta los pájaros, así que la gente
pudiente veraneaba en las villas suburbanas. Como las costas del Levante
español, pero sin las moles de ladrillo.
Cuenta Plino el Joven que por
muchos lugares del monte Vesubio salían enormes llamas y relucían los
incendios, los cuales alumbraban las tinieblas de la noche con su resplandor. Y
la nube producida por la erupción era semejante a un gran pino con un tronco
larguísimo en cuya parte superior, debido a la explosión, se abrían a modo de
ramas que poco a poco se iban disolviendo y cayendo por su peso, posándose las
materias ardientes y las cenizas sobre el suelo.
Y antes de terminar, releído lo
que antecede, y visto el revoltillo resultante, este jubilata no puede por
menos que darle la razón al grafitero de hace veinte siglos: admiror te, pariete, non cecidisse ruina qui
talia… sustines.
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