Pero no todo fue tan malo como se
imaginaba. De repente, con la caída, cobró una popularidad que nunca antes hubiera
sospechado. La familia se volcó en él; le llevaban a la consulta del médico, le
traían a casa, le hacían la compra y hasta le regalaron un par de muletas con
una pequeña bocina (igualito que al Rey) por aquello de la velocidad en los desplazamientos. Lo de la
bocina en las muletas fue el detalle que más agradeció, por lo simpático del
gesto; un poco de cachondeo ayudaba a sobrellevar tantas semanas de
inactividad.
No solo la familia, también los
amigos aparecieron en tropel. Primero en la habitación del hospital, donde se
pasó un par de días. Aquello era una juerga de gente que venía a charlar un
rato y a hacer bromas. Se traían tanto cachondeo a costa de los malos pasos que
había dado que hasta les llamaron la atención las enfermeras, con tantas risas y alboroto. El camarote de los hermanos Marx
era un convento de ursulinas a su lado. Nunca hubiera creído que una estancia
en el hospital diera para tanta juerga.
Cuando le dieron de alta y lo
mandaron a casa, no paraba de recibir llamadas por el móvil, whatsapps,
mensajes de twitter, correos electrónicos… Parecía como si todas las redes
sociales se hubiesen puesto de acuerdo para entretener las largas horas de ocio
y aburrimiento que tenía por delante. Eso de estar perniquebrado, después de
todo, no era tan malo como parecía. De repente, todo el mundo quería visitarle,
se ofrecía para hacerle favores, le telefoneaba, y él se sentía como los
famosos a los que la gente reconoce por la calle y firma autógrafos; solo que a
él se los firmaban en la escayola, hasta que ésta terminó pareciendo una pared
asaltada por grafiteros.
Y una vez que estuvo en casa, los
compañeros del trabajo venían a visitarle y le preguntaban cómo había sido la
caída, cuántos clavos le habían puesto en la fractura, cómo se las arreglaba
con las muletas, y todas esas cuestiones convencionales que se le suelen
preguntar a un accidentado. Él, que se sentía el centro de atención de tanta
gente, contaba hasta los mínimos detalles de su accidente: cómo resbaló del
bordillo, cómo se coló el pie izquierdo por entre las rejillas del sumidero,
cómo perdió el equilibrio, cómo el hueso hizo “¡CRAC!”… Eso del “Crac” lo
contaba con todo lujo de detalles, con un verismo tal que a los oyentes se les
ponía piel de gallina y hacían gestos como si aquel hueso se les estuviera
partido dentro de su propia cabeza.
Como lo había contado ya docenas de
veces, llegó a desarrollar una gran habilidad en el relato de la caída,
añadiendo pequeños detalles que enriquecían el dramatismo del momento
culminante en que su tobillo hizo “¡¡Krrrakk!!”; así, con “krrk”.
Porque, a fuerza de echarle vis dramática, se dio cuenta que el relato llegaba
al cenit de su verismo si, en lugar del prosaico ¡Crac!, soltaba un repentino ¡¡KRRRAKK!!, con reduplicación de kas y
arrastrando mucho las erres, como si el hueso se partiese a cámara lenta y las astillas
saltaran ante la mirada atónita y angustiada de sus oyentes. Un éxito que se
repitió varias veces al día y a lo largo de los primeros días de convalecencia.
Pero ya se sabe cómo es la gente.
Con la novedad todo el mundo quiere saber de primera mano y con todo lujo hasta
los detalles más morbosos. Se emboban oyéndote cómo repites la misma historia,
con pequeñas variaciones que son como el aderezo que alegra los sabores de un
plato recién servido. No hay nada como oí al protagonista contar su desgracia
con minuciosidad; es tan emocionante que hasta te gustaría ser tú el
accidentado para disfrutar del protagonismo y le escuchas con una envidia sorda
que casi no puedes disimular. Pero eso dura cuatro días.
La familia, los amigos, los
compañeros de trabajo acabaron por cansarse. El ¡Krrak! del tobillo que salta
hecho añicos impresiona las dos primeras veces, entretiene oírlo las seis siguientes,
pero cuando se convierte en asunto monotemático, aburre. En resumidas cuentas,
en las siguientes semanas a la del accidente, la familia llamaba de vez en
cuando, y en cuanto él les empezaba a contar lo de la alcantarilla y el
tropezón, colgaban pretextando mil excusas. Los amigos dejaron de ir por casa y
le twiteaban de tarde en tarde. Los compañeros de trabajo murmuraban lo
pesadito que se estaba poniendo Fulano con lo del tobillo, como si fuese el
único con derecho a romperse los huesos.
A los quince días del accidente
estaba aburrido como una ostra. Le quedaban por delante casi tres meses de
inactividad, esclavo de sus muletas y de las monótonas horas que parecían
renquear con la misma lentitud que él. Los días felices en los que era el
centro de atención de familia, amigos y conocidos ya no volverían. Mantener el
protagonismo gracias a un tobillo hecho migas no era posible sin nuevos
alicientes, así que tomó una decisión heroica.
Vivía en un tercero. Salió al
descansillo pegando saltitos sobre sus muletas, se acercó al borde, soltó las
muletas y se dejó caer escaleras abajo: catorce escalones dando trompicones y
crujiéndole un hueso aquí, otro allá hasta el rellano del segundo piso. Fue un
éxito total.
Aquella misma noche, en el
hospital, la gente que había ido a visitarle no cabía en la sala de urgencias.
Verle escayolado hasta las uñas produjo una emoción enorme y todos se desvivían
por ayudarle y querían saber qué fatalidad le había puesto en tal estado. Vamos,
querían morbo recién horneado. Él, con una voz que no le salía del cuerpo,
relataba una y otra vez cómo, abandonado de todos, tuvo que salir de casa a
dejar la bolsa de basura, se hizo un lío con las muletas y cayó rodando
escaleras abajo. Además del tobillo, otra vez roto, el fémur en tres cachos,
cinco costillas astilladas, el cúbito en fricasé y un chirlo enorme en la
cabeza, con seis puntos de sutura.
“Para haberme matado”, repetía con
voz lastimera mientras familiares, amigos, conocidos y compañeros de trabajo
pululaban alrededor de su cama. Es el precio de la fama, pensaba para sus
adentros, mientras hacía planes para caerse en la bañera en cuanto se olvidaran
de él.
Hágase una foto posando con una cámara con teleobjetivo...
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